Hace unos días despedí a mi padre. Tras semanas de intensa lucha, su cuerpo perdió la batalla cuando trataba de recuperarse de una operación en la que extrajeron un cáncer que, silencioso, se instaló en su cuerpo un mal día.
Y estamos muy tristes. No sólo su familia, en la que era una figura central; sino sus amistades y muchas personas cuya vida tocó de distintas maneras.
Yo tengo muchas cosas que agradecerle a mi padre. Me enseñó a trabajar de manera tenaz y responsable; a ser fiel a mis principios y a mis sueños; a colocar en primer lugar a la familia; y a darle la bienvenida a quien llega de visita o necesita nuestra ayuda.
Me regaló la trova yucateca con sus letras plagadas de poesía; las canciones a dos voces; el gozo por los juegos de mesa; y el mar.
Me dio libertad. Gracias a ella pude estudiar en la universidad en una época en que a las mujeres se les invitaba –u obligaba– a cursar carreras cortas o relacionadas con actividades domésticas.
«Prepárate lo mejor que puedas, me decía, para que tu futuro dependa sólo de ti y ningún hombre te diga qué debes o qué no debes hacer».
Fue, además, un hombre respetuoso. Podía no coincidir en absoluto con mis ideas o mis convicciones o mis decisiones, igual las respetaba hasta sus últimas consecuencias. Cuestionaba, sí. Y en no pocas ocasiones disfrutamos de la esgrima verbal plagada de argumentos. Pero nunca impuso su criterio o su voluntad.
Así, lo mismo respetó mi decisión de vestir pantalones, cuando eso era «cosa de hombres»; que mi lucha para que en casa las tareas domésticas se dividieran entre mis hermanos y yo, cuando eso era «cosa de mujeres».
Respetó que me asumiera feminista y defendiera los derechos de las mujeres, cuando eso resquebrajaba lo que había aprendido y se oponía en más de un tema a la religión católica que él profesaba.
Fue también un hombre solidario. Recuerdo una anécdota que lo pinta bien. Vivíamos en una ciudad del interior del país sumamente conservadora, y un día llegó mi abuela materna de visita con dos pares de botas de piel que nos obsequió a mi madre y a mí. Pese al infame calor que hacía, salí de paseo con mis espléndidos 15 años y mi par de botas a la rodilla y de tacón alto. Más tardé en salir que en regresar furiosa porque por lo bajo y por lo alto los señores murmuraban que las botas sólo las usaban las putas.
A los pocos días invitaron a mi padre –que era un médico muy respetado en la comunidad — a la fiesta que ofrecía una de las autoridades locales. Y él, que jamás intervenía en nuestro atuendo, nos pidió a mi abuela, mi madre y a mí que calzáramos nuestras botas. Entramos del brazo de mi padre, y la cara de la gente cuando nos vio llegar fue memorable.
Pero de todas sus enseñanzas y de todos sus regalos, acaso el que más atesoro es el mar. Todo lo demás me dio estructura, me ha permitido ser lo que soy. El mar me hace feliz. Me lo regaló cuando niña, y se lo regaló a sus dos nietos y a sus cuatro nietas.
La imagen de mi padre caminando de la mano con mi primer hijo, su primer nieto, rumbo al mar, la tengo grabada en el corazón.
Mi padre cambió la vida a muchas personas de distintas maneras. Por eso, despedirlo nos llena de tristeza a quienes le amamos; pero también por eso lo despedimos con enorme gratitud; como se despide a los seres excepcionales.
Adiós papá.
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* Periodista y feminista en Quintana Roo, México, integrante de la Red Internacional de periodistas con visión de género
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