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El corazón del mundo (1 de 2 partes)

Por Argentina Casanova Mendoza

En México hay casi 30 mil niños que viven en hogares y albergues, de otros 5 millones de niños, niñas y adolescentes sus vidas presentes y futuras penden de un hilo por enfermedades y muerte de la madre/padre, encarcelamiento de estos, por adicciones, violencia, además de que el resto vive en una sociedad en la que están expuestas y expuestos a la violencia social y que aún no sabemos la dimensión del impacto en sus vidas de las desapariciones, feminicidios y el terrorismo del crimen organizado.

Además de estos datos de Aldeas infantiles, hay un cifra de 1.6 millones de niños y niñas en la orfandad por la muerte de su madre o padre, ya sea por alguna enfermedad o como resultado de la violencia. Las posibilidades de que las infancias sin familia puedan tener una vida digna y de respeto son menos que escasas, son los rostros que nadie quiere ver, preferimos voltear para otra parte antes que detenernos a verles.

Es el pequeño que juega en el crucero mientras su madre hace malabares para obtener algunas monedas, es la niña que juega con basura en una esquina del centro de la Ciudad de México entre personas en situación de calle de miradas ausentes por el consumo de alguna droga, y todo eso ocurre frente a nuestros ojos, y si llamas a la policía para pedir auxilio te preguntan que cuál es el problema de que esté ahí.

Hace unos días, un adolescente de 18 años disparó y asesinó a 19 niños y niñas, y a dos maestras de la misma escuela y una vez más puso el tema del uso de armas y la accesibilidad de estas a la población en Estados Unidos, también se habló sobre la relación con los videojuegos violentos e incluso sobre la posibilidad de que era víctima de bullying cuando era niño, aunque más tarde se aclaró que él mismo había sido un “bulleador”. Apenas así pareció ponerse interés en lo que sucede a las infancias.

Hace más de 20 años ya, un día cualquiera, mis sobrinos de apenas 7 y 6 años corrían detrás de un perrito al que llamaban Tribilín, su imagen era la inocencia misma. Al verlos, solo pude desear que esa inocencia siempre estuviera intacta, que nada les doliera tanto para perder el amor a los animales, para desconfiar y temer a las personas adultas.

Años después, otra sobrina me escuchó hablar sobre las niñas desaparecidas y en un momento me preguntó: ¿eso qué significa tía, debo dejar de salir a jugar? Y solo atiné a decirle que ella no debía preocuparse de nada, que nosotras estábamos ahí para cuidarla y protegerla, que a ella solo le tocaba escuchar cuando le dábamos recomendaciones de qué hacer y qué no hacer.

Recuerdo también un día cualquiera en Campeche, en un camión del transporte público había un niño “ayudante de camionero”, que gritaba cada tanto a todo pulmón el rumbo de la ruta para subir a la gente, cobraba diligente y en los momentos de silencio y paz en el recorrido, cantaba para sí “si las gotas de lluvia fueran de caramelo…”, no pasaba de los 10 años y ya tenía la responsabilidad de trabajar y ayudar en casa, expuesto a un mundo desde su condición de niño.

Todas las personas adultas fuimos niños y niñas alguna vez, pero quizá en el camino se olvida lo que se sentía y se sabía a esa edad, la inocencia y la alegría, tener el corazón pequeñito y amar pero también tener miedo, incertidumbre, hambre, ¿qué puede trastocar el corazón de un niño o una niña para llevarlo a ser un adulto lleno de miedos o de odios? Es la pregunta que no deja de rondar en mi cabeza, cada que pienso en lo hermoso de unos adultos cuya alegría y ternura permanece intacta, porque el mundo no logró arrebatárselas, adultos que sonríen, adultos que aman sin miedo, personas adultas que abrazan la amistad y son personas amables porque recibieron amor en sus infancias.

Cualquiera que sea la razón para que un adolescente que apenas va saliendo de la infancia trastoque la vida de otros niños y niñas habla de indiferencia de las personas adultas a su alrededor para saber ver que era un niño quebrado, roto, que algo no estaba bien y que se fue haciendo cada vez más grande hasta llevarlo al punto donde no hubo retorno.

Varias notas hablan de que era un adolescente conocido por torturar animales, gatos y perros del vecindario, y sí, esos son algunos de los indicios de que algo sucede en el corazón y en la mente de un niño o niña, pero como en muchos casos simplemente ocurre que no son vistos, son invisibles o todo se supone de ellos y ellas, pero poco se sabe.

Y me atrevo a escribir esto porque recuerdo aquella mala campaña que se hizo en una institución de salud diciendo que de “Antes de cumplir los 18 años, 5 de cada 10 mujeres serán madres”, o todas las resistencias e insistencias en creer que tener derecho al ejercicio de la sexualidad es lo mismo que la existencia de los matrimonios infantiles, o un programa para prevenir la violencia basada en el supuesto de que había que empezar por prevenir el embarazo adolescente porque los que cometían delitos eran los hijos de esas adolescentes al llegar a su edad adulta.

Prejucio, estigma, criminalización, invisibilización, creer que una niña ya puede y debe ser madre porque menstrúa, su sexualización y cosificación, su consumo como producto, las violencias sobre los cuerpos de las niñas, el incesto y el abuso en la familia sobre las niñas y los niños, el incremento gradual y alarmante de las experiencias de abuso sobre las infancias en México solo hablan de que no hay claridad acerca de lo que implica la protección de los derechos de las infancias.

Los derechos de las infancias, lo más nuevo

Pero no es nada nuevo, contrario a lo que se cree, la humanidad no ha cuidado de las infancias, siempre las desprotegió, incluso hoy pese a existir marcos de protección existe una subyugación y violencia basada en el poder de sometimiento físico, en la opresión basada en la figura de respeto del niño/niña hacia el adulto, incluso la violencia sexual infantil se basa en la explotación amoroso-afectiva del adulto sobre las infancias que confían en ellos, y en la ausencia de recursos en las infancias para hacer frente a la violencia adulta que se apoya principalmente en la poca credibilidad a un niño o niña. Minorizar no es nuevo, es lo más vigente.

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