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Cristal de Roca

Cristal de Roca es una columna sobre participación política de las mujeres, y sobre temas cotidianos abordados desde los Derechos Humanos de las mujeres

Varios pendientes se acumulan en mi escritorio y en mi cabeza; pero yo solo tengo a la vista la caja en la que fue envuelta mi agenda 2024, y que me invita a abrirla con la insistencia de una niña que quiere ver sus regalos.

Hace muchos años que le compro mi agenda a la diseñadora Anahí Echeverría, una talentosa joven que siempre mete en la caja sonrisas y abrazos en calcomanías, separadores y notas.

Así que aquí me tiene, mirando el reloj para no sobrepasar la hora límite de entregar este texto, y con la cajita frente a mí haciéndome guiños para que la abra de inmediato.

Pero abrirla no representa cosa de un par de minutos, sino todo un ritual, porque es realmente la señal de que un nuevo año comienza.

Reviso, además, lo anotado en la agenda del año que terminó, no solo para anotar las fechas de cumpleaños de mis afectos cercanos, sino como un modo de hacer balance. Qué hice, qué padecí, qué quedó pendiente.

Ese ritual me detiene en meses específicos. Febrero, por ejemplo, que es cuando cumplo años y también los cumplía mi padre. Se me acumulan las reflexiones y los recuerdos.

Me para en seco en abril, cuando la vida me cambió para siempre. Ese mes de un año lejano se fue mi Alex a buscar oportunidades en Estados Unidos con su esposa. Ese mes, de otro año, consiguió su residencia oficial y un trabajo que le entusiasmaba. Y un abril de 2017 murió de cáncer.

En otros meses me recuerda cosas puntuales. Conmemoraciones por derechos de las mujeres que me obligan a mirar lo avanzado sin perder de vista los retrocesos o los enormes desafíos.

También, trabajo que disfruté mucho, logros, reuniones con amistades, ideas que no se concretaron, trámites que año con año debo anotar para no olvidar.

Diciembre, por su parte, suele ser un mes en el que procuro hacer un balance. Pero esta vez la vida decidió detenerme.

Cerré el año con toda mi atención y mi tiempo centrado en mi hija, a quien le chocaron el coche, pérdida total, fractura del brazo izquierdo (que es el dominante para ella), operación y una recuperación a la que aún le faltan algunas semanas.

Eso quedará marcado en la nueva agenda, porque me recordó la fragilidad de la vida y, por sobre todo me enseñó que está bien sentirse miserable, que acompañar a quien sufre requiere un delicado equilibrio entre la compasión y el optimismo.

Me enseñó que puedo sostener y ofrecer mi fortaleza, pero también debo dar espacio a la frustración, el enojo, la tristeza.

Es decir, aprendí que para acompañar es mejor ser “colchón” que “roca”. Y eso me lo enseñó mi sabia hija Talía. Así que claro que quedará anotado en la Agenda.

Y mire lo que son las cosas. La ilustración de la Agenda de este año (no resistí y abrí la caja) es una sirena acompañada por una mariposa, lo que en este momento representa para mí la idea de fluir ante las situaciones y recordar que todo cambia, se transforma.

Lo mejor es que Anahí complementa la ilustración con un sol que sonríe y una luna en cuarto creciente. Así que iré bien acompañada.

Deseo que nos acompañemos este nuevo año, y que su vida fluya, se transforme para bien y, como en mi caso, alumbren su camino un sol que sonría y una luna en franco crecimiento.

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¿Las mujeres son humanas? La respuesta parece obvia. Pero durante un par de siglos no fue así, y algunos derechos humanos aún se nos escatiman.

Del 25 de noviembre al 10 de diciembre se llevan a cabo 16 días de activismo contra la violencia hacia las mujeres.

No es casual que terminen ese día. Es más, por eso son 16 días de activismo y no 15 o 10 (en general, conmemoramos en múltiplos de 5).

Cuando nacieron eso que hoy llamamos derechos humanos, el documento se llamó “Derechos del hombre y el ciudadano” (Francia 1789).

Fue un gran documento. Salvo porque ninguna mujer podía tener algún derecho de los que se mencionaban ahí.

¿Derecho a la propiedad? No. ¿Derecho a ejercer cargos públicos? No. Para acabar rápido, se precisaba que todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Así que nosotras ni libres ni iguales en derechos.

En ese mismo instante nació el feminismo como un movimiento por la igualdad de derechos. Y, como no les hizo gracia alguna, subieron la apuesta con el Código Napoleónico (que tuvo una enorme influencia en las leyes de casi toda Europa y sus colonias, entre ellas lo que hoy es México). Ahí quedó establecido legalmente que no éramos dueñas de nada, ni de nuestro cuerpo.

Entonces doblamos la apuesta: Los movimientos sufragistas exigían derecho a la educación, a la propiedad, pero sobre todo al voto, porque queríamos cambiar esas leyes tan opresivas e injustas.

Ante eso, la filosofía y la naciente ciencia moderna (de las que igualmente estábamos excluidas, salvo excepciones) tuvieron el atrevimiento de asegurar que ni humanas éramos. Bestias tampoco (poco les faltó), pero quedábamos en una especie de término medio entre las bestias y los verdaderos humanos (que, claro, eran los hombres).

En ese debate, acciones de las mujeres y reacciones de todo el sistema (que años después llamamos patriarcal), cuando tuvieron lugar las dos guerras mundiales. Y al término de la segunda, ante los horrores vividos se decidió convocar a las naciones para crear un nuevo “contrato social”.

¿Y cómo cree que se iba a llamar ese documento? ¡Declaración Universal de los Derechos del Hombre!

No fue así, porque en la naciente ONU había ya varias mujeres y la mayoría eran sufragistas (o lo había sido, porque su país ya reconocía ese derecho).

Ese grupo de mujeres consiguió, entre otras, que el documento se llamara Declaración Universal de los Derechos Humanos, y que quedará establecido en el artículo 1, que toda persona tiene todos los derechos y libertades sin distinción de sexo.

De modo que un 10 de diciembre de 1948 conseguimos nuestra acta de nacimiento legal como humanas.

Por eso desde aquí honro y agradezco a: Eleanor Roosevelt (Estados Unidos), Hansa Mehta (India), Minerva Bernadino (República Dominicana), Marie-Hélène Lefaucheux (Francia), Shaista Ikramullah (Pakistán), Bodil Begtrup (Dinamarca), Bertha Lutz (Brasil), Amalia Castillo (México), Wu Yi Tang (China), Eudokia Uralova (Bielorusia), Jessie Street (Australia), Lakshmi Menon (India), Isabel Sánchez (Venezuela), Isabel de Vidal (Uruguay), entre otras de cuyos nombres apenas vamos teniendo noticia.

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¿Está preparado México para que lo gobierne una mujer?, me pregunta el reportero. Le cambio la pregunta, contesté, ¿está preparado México para que lo gobierne otro hombre?

Permítame aclarar que de ninguna manera creo que el solo hecho de ser mujer te haga mejor o peor que un hombre. El sexo con el que nacemos no determina si tendremos honestidad, respeto por los derechos humanos, empatía, inteligencia. Nada. No determina nada. Pero muchísimas personas sí lo creen.

No es algo nuevo. En la Antigüedad y en la Edad Media se sostuvo que el sexo con el que se nace viene en paquete con una serie de cualidades y aptitudes. Sin embargo, esas ideas comenzaron a cuestionarse desde el siglo XVII. Leyó bien: siglo diecisiete.

En esa época, se plantea que teníamos inteligencia, Razón (así, en mayúscula), lo cual abrió la puerta a poderosos conceptos como: igualdad, libertad, universalidad, ciudadanía y a la democracia moderna, que terminaba con la creencia de que el gobierno le correspondía a una familia -el rey y su descendencia o parentela masculina- por designio divino.

Y ahí estaban mujeres pariendo también esas ideas. Marie le Jars de Gournay con su texto Sobre la igualdad de hombres y mujeres (1622) critica la jerarquía sexual desarrollada a partir de la falta de formación y conocimientos de las mujeres (recordemos que teníamos prohibido aprender a leer y escribir).

Años más tarde, François Poullain de la Barre, proclama que “la mente no tenía sexo” (1673) y que, salvo diferencias genitales, no había ninguna diferencia sustancial entre los sexos.

Eso abrió un debate que, por increíble que parezca, llega a nuestros días. Y aparece con toda claridad cuando una mujer, la que sea, se postula para gobernar lo mismo un municipio, un estado, un país o una empresa.

Se parte del supuesto que los hombres, solo por nacer hombres, son capaces de gobernar. Y, por el contrario, las mujeres, solo por nacer mujeres, no lo somos.

Por eso, nadie se preguntó si después de Hitler deberíamos dejar un gobierno en manos de un hombre. O después de Mussolini o Stalin o Trump o… piense usted en cualquier apellido de gobernantes mexicanos.

Sin embargo, basta que una mujer tenga posibilidades de llegar al poder para que surja la pregunta.

Y en México ahora surge a menudo, porque obligamos legalmente a la paridad (2014) y ensanchamos el camino con la paridad en todo (2019), que obliga a los partidos políticos a postular por igual mujeres y hombres a gubernaturas.

Lo que hay de fondo en esa pregunta y en muchos cuestionamientos que se hacen a las mujeres que quieren gobernar (o que ya gobiernan), es que no se termina por reconocernos como iguales. Igualmente humanas. Igualmente personas.

Porque, si partiéramos de la idea de que somos igualmente humanas que los humanos, daríamos por supuesto que podemos ser tan buenas o tan malas, tan honestas o tan corruptas, tan capaces o tan incapaces como cualquier señor que aspire a gobernar.

Pero, si se insiste en pensar que el sexo es lo que define la capacidad para gobernar, diría que: a) la evidencia en nuestro país muestra lo contrario, y b) aunque sea para variar, a partir de ahora todos los cargos de poder deben quedar en manos de mujeres, hasta que la evidencia muestre lo contrario ¿Probamos?

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Escribo estas letras mientras bebo mi café en una taza negra en forma de caldero, que me regaló mi hija con estas bellas palabras: “las buenas brujas necesitan un buen caldero”.

Las brujas tienen mala fama. Y no es casual. En Europa, la iglesia católica de la Edad Media creó esa imagen, en parte para imponer esa religión -por las buenas o las malas- y en parte por razones económicas.

¿Quiénes eran llamadas brujas? 

Para empezar las mujeres que curaban, que habían aprendido a utilizar hierbas, flores para curar distintos malestares o enfermedades; que sabían calmar un dolor de estómago con manzanilla, ayudar a dormir con valeriana, curar la tos con salvia o menta.

Y eso, en un tiempo en el que todo se debía al designio de Dios, debe haberse considerado muy peligroso. Es decir, no curaban los rezos, las penitencias, la fe, sino ¡una mujer! Eso solo podía deberse al diablo, y por eso fueron catalogadas de brujas y quemadas vivas.

A esa idea también contribuyeron los médicos -todos hombres- a quienes debe haber parecido terrible (en especial para su prestigio y su economía) eso de que mujeres curaran con hierbitas.

Pero también hubo poderosas razones económicas. Resulta que la cerveza la crearon mujeres en la Antigüedad. Y para la Edad Media era un negocio exclusivo de mujeres.

La preparaban en sus sótanos y en calderos. Además, cuando la vendían en la calle llamaban la atención con sombreros altos, puntiagudos, que podían ser vistos a distancia. Con una escoba barrían el espacio en el que elaboraban la cerveza y sí, los gatos servían para mantener alejadas a ratas y ratones de la zona.

Cuando la abadesa Hildegarda de Bingen (1098-1179), descubrió que el lúpulo permitía conservar la cerveza por largo tiempo, fabricarla se volvió un gran negocio.

Entonces, muchos monasterios se dedicaron a ello y, para sacar a la competencia, convirtieron todas las características de las mujeres que hacían cerveza en algo diabólico, y a ellas las pintaron como mujeres feísimas. La imagen que se tiene de ellas aún ahora, pues.

Hidelagrada, por supuesto, no fue considerada bruja. Sino sabia, y sí que lo fue. Ella estudió, documentó y catalogó muchos usos de la herbolaria y abrió las puertas de sus conventos a mujeres a quienes enseñó a leer y escribir.

Vindicar el concepto de bruja es reciente. Por un lado, porque diferentes historiadoras han documentado lo que brevemente he contado aquí. Y, por otro, porque se ha querido recuperar la palabra para darle el estatus de sabiduría en las mujeres.

Una de las autoras que lo hace magistralmente es Jean Shinoda Bolan, sabia mujer que ha escrito varios libros. Uno de mis favoritos: Las brujas no se quejan.

Ahí habla de las cualidades que debemos cultivar las mujeres en la vejez. Y afirma que las ancianas que confiamos en nuestra sabiduría interior, que elegimos el camino con el corazón, que poseemos fuerza y compasión, conocemos nuestras necesidades y saboreamos la parte positiva de nuestras vidas, podemos llegar a ser brujas; es decir, sabias.

Así que aquí me tiene, en víspera del Halloween, tomando mi café en el caldero, dispuesta a mirar la luna para honrar a todas las brujas y  decirles que trato de aprender y practicar esas cualidades para estar a su altura.

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Hoy, 17 de octubre se conmemora el 70 aniversario del derecho al voto de las mujeres en México. Y este año cobra especial relevancia porque estamos ante la probabilidad de que, por primera vez en México una mujer sea presidenta.

Es cierto que hemos tenido seis candidatas previamente: Rosario Ibarra de Piedra, por el Partido Revolucionario de los Trabajadores (1982 y 1988); Marcela Lombardo, por el Partido Popular Socialista (1994); Cecilia Soto, por el Partido del Trabajo (1994); Patricia Mercado, por el Partido Alternativa Socialdemócrata y Campesina (2006); Josefina Vázquez Mota, por el Partido Acción Nacional (2012) y Margarita Zavala Gómez del Campo, como candidata independiente (2018).

Pero, salvo en el caso de Josefina, ninguna tuvo posibilidades reales de llegar, dado que sus partidos no tenían fuerte presencia nacional.

Esta vez, al parecer -porque aún no ha iniciado el registro de candidaturas- tanto el partido en el poder como los partidos de oposición en coalición, postularán a mujeres.

¿Cómo llegamos a este punto?

No fue porque un buen día los líderes partidistas amanecieron inundados de espíritu igualitario y democrático y dijeron: “Sería buena idea postular a una mujer esta vez”.

Así como tampoco fue cosa de encontrar de buen humor a Adolfo Ruiz Cortines y pedirle que fuera tan gentil de enviar un decreto que reconociera el voto de las mujeres en nuestro país.

Hay una larga y fascinante historia de las acciones de las mujeres mexicanas por conseguir primero el voto (acciones que van de 1824 a 1953); luego para obligar a los partidos políticos a que nos postularan a cargos de elección popular mediante cuotas (1993-2008) y después por la paridad (2012-2019).

Y todo ese camino ha sido abierto con alianzas entre mujeres, particularmente feministas. Con organizaciones formales o informales. Estableciendo pactos entre organizaciones feministas y mujeres políticas, en especial legisladoras -feministas o no-.

Abrimos ventanas y luego puertas contra viento y marea, incluso contra viento huracanado. Porque las resistencias de muchos hombres a que las mujeres tengamos poder en pie de igualdad siguen vigentes como en el siglo XVIII.

Y, sin embargo, hoy tenemos más que nunca en nuestra historia, gobernadoras, presidentas municipales, síndicas, regidoras, diputadas federales, senadoras, diputadas locales, consejeras electorales, magistradas en los tribunales.

Es decir, hemos abierto puertas en lo federal, en lo estatal, en lo municipal y en organismos autónomos.

Y no hemos terminado. Porque la paridad no ha echado raíces, porque se aprovecha la menor oportunidad para querer dar marcha atrás. Y eso sin contar con la enorme piedra en el camino que representa la violencia política contra las mujeres en razón de género.

Por eso hoy, más que nunca, se hace necesario recordar y hacer inventario de lo que hicimos con la herencia que nos dejaron las sufragistas.

Y por eso al respecto escribí un libro junto con mi socia Teresa Hevia, que pronto saldrá a la venta en forma digital. ¡Ya le contaré!

Recordar, honrar a las sufragistas, someter la herencia a inventario, nos permite entender el presente, saber cómo llegamos hasta aquí, dónde es “aquí”; pero también nos ayuda a mirar el horizonte, a trazar el futuro.

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Un día amanecimos con la noticia. Unos señores en cargos muy importantes habían hecho un pacto para transformar el sistema democrático de nuestro país. Y transformar no necesariamente implica mejorar. Lo sabemos.

Los coordinadores parlamentarios de todos los partidos en la Cámara de Diputados -con la notable excepción y oposición del partido Movimiento Ciudadano- en menos tiempo de lo que me toma escribir estas letras (imagino) redactaron, acordaron, firmaron.

Ese pacto le quitaba el silbato a uno de los árbitros fundamentales de nuestra democracia: El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y, a cambio (por supuesto), les daba manga ancha a las cúpulas partidistas, con lo cual se ponían en riesgo avances democráticos conseguidos en las últimas décadas.

Acto seguido celebraron (supongo) y ordenaron “hágase nuestra voluntad”. 

Ignoraron o minimizaron –algo que suelen hacer señores poderosos- que, en medio mundo, feministas hemos ido mejorando las reglas de la democracia moderna desde hace como dos siglos y medio. 

Para empezar las sufragistas que nos consiguieron derecho al voto. Para seguir, un movimiento amplio de mujeres nos aplicamos para obligar a los partidos políticos a postular a mujeres mediante acciones afirmativas. Porque, claro, lo de votar lo fueron digiriendo, pero eso de que las mujeres también tuvieran poder se les atoraba.

Y yo puedo entender que los señores poderosos que pactaron, tan ocupados ellos en defender privilegios, no sepan de historia de los derechos de las mujeres. Pero hay hechos recientes.

Por ejemplo, en 2009, tras la enésima trampa para que llegaran hombres en lugar de mujeres a la Cámara de Diputados, se conformó la Red Mujeres en Plural, actualmente la más grande y sólida organización de la sociedad civil que trabaja por los derechos políticos de las mujeres.

Desde esa Red y en alianza con otras organizaciones de la sociedad civil, con legisladoras, juristas, académicas, periodistas y un amplio etcétera, hemos conseguido ensanchar las puertas democráticas de México. 

Botones de muestra: La sentencia 12624 del TEPJF, la reforma Constitucional por la Paridad (2014), Jurisprudencias del TEPJF por la paridad vertical y horizontal (2015), reforma Constitucional por la Paridad en Todo (2019), reformas para tipificar la Violencia Política contra las Mujeres por Razón de Género (2020), entre otras.

Con esos cambios, con disposiciones del INE y con sentencias del TEPJF, hoy las mujeres ocupan la mitad de las Cámaras y de casi todos los Congresos estatales, hay siete mujeres gobernando el país al mismo tiempo, y por primera vez hay minorías con asientos en la toma de decisiones del Poder legislativo.    

Todo eso ignoraron, minimizaron, o no les quedó claro. Muchos señores poderosos ven borroso cuando se afectan sus privilegios.

En cuestión de horas, ciudadanía organizada (de manera destacada Mujeres en Plural) les obligó a ponerse lentes. Muchas legisladoras resistieron la presión de las cúpulas de sus partidos y honraron el legado. 

Los señores poderosos deben haberse preguntado ¿Qué pasó aquí? La respuesta, en voz de mi querida Lucía Lagunes, es: Rompimos el pacto patriarcal. 

Y, por si aún no está claro, ni es la primera vez, ni será la última.

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Hubo una vez un grupo de mujeres que se rebelaron ante la imposición de vestir de negro y sin joyería. Se organizaron y desfilaron por las calles con la ropa más colorida que encontraron y portaron tantas joyas como tenían. Fue en Roma, cuando era un imperio. 

Hubo otra vez en que, ante la prohibición para las mujeres de aprender a escribir, un grupo de campesinas inventaron su propia escritura. La bordaban o pintaban en distintos objetos. El Nüshu fue transmitido de madres a hijas a sobrinas a nietas. Fue en China, en el siglo I antes de nuestra era.

También, más de una vez, mujeres israelitas han llevado a la playa a mujeres palestinas pese a la guerra entre sus países. En este siglo.

De igual modo, en este siglo, mujeres iraníes se quitan el hiyab y se cortan el cabello, en protesta por la opresión y en un grito por la vida y la libertad. 

En todas las épocas, en todos los rincones, podemos encontrar mujeres organizadas o desorganizadas, en pequeños grupos o en grandes colectivas, exigiendo que ser mujer no signifique opresión, exclusión, discriminación, violencia, muerte; y construyendo igualdad y paz.

Por eso y para eso mujeres de otros tiempos eligieron el 8 de marzo para hacer un corte de caja, ver que se ha sumado y que se ha restado en materia de derechos de las mujeres.

Hace más de un siglo, durante la Segunda Reunión Mundial de Mujeres Socialistas, llevada a cabo en Copenhague, Dinamarca, en 1910, se aprobó adoptar el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer.

Hace casi 50 años, que la ONU conmemora el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer. Desde 1975.

Y hace algunos años que cientos, miles, millones de mujeres marchan en las principales calles de sus ciudades, para exigir un alto a la violencia, para exigir justicia, para dejar en claro que nuestros cuerpos son nuestros, no de las iglesias, no del Estado, para exigir paridad, para, en fin, denunciar las opresiones y exigir los derechos que nos escatiman por ser mujeres. 

Pero, sobre todo, nos convocamos para sabernos juntas.

Este 8 de marzo mujeres de todo el mundo estaremos unidas. Algunas reflexionaremos los por qués y los para qués. Otras traeremos a la memoria algunos hitos de la historia de los derechos de las mujeres para, como hicieron campesinas chinas, trasmitir el mensaje de generación en generación.

Acaso algunas estarán unidas en silencio o en solitario, porque hablar o reunirse puede costar la vida.

Es posible que otras utilicen discretamente algo morado, color del feminismo, y con solo eso nos reconoceremos. 

Y también habrá quienes exijan por todas las que no pueden, y griten a voz en cuello, utilicen pancartas y la pañoleta morada con el símbolo del feminismo, o la pañoleta verde con el símbolo del derecho al aborto.

Distintas serán las formas, pero nos sabremos juntas.

Porque no hemos terminado. Y algunas han tenido que volver a empezar. 

Porque ningún derecho de las mujeres está garantizado, aún, de una vez y para siempre.

Porque en el mejor de los casos tenemos algunos derechos. 

Porque la meta es: todos los derechos para todas las mujeres en todas partes. 

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¿Conocen al Grinch? Pues no me representa. Yo disfruto tanto esta época que, aunque en mi pedazo de mundo los 35 grados de calor habitual no permitan imaginar renos y un sonriente muñeco de nieve, mi casa está decorada desde noviembre (o antes). Tengo para ello una explicación.

Para empezar, toda la parafernalia navideña me encanta. Las luces, los adornos, los arbolitos, los abrazos, los buenos deseos, las renovadas intenciones, to-do.

No es casualidad. Tuve una esmerada educación al respecto. A mi madre le encanta la Navidad, y desde que tengo memoria decora su casa como si fuera la mismísima madre de Santa Claus.

De hecho, cada año, alguien de la familia (incluida yo) “separamos” algún adorno y le pedimos que lo deje por escrito en su testamento. Cosa que, por supuesto, le causa gracia e ignora, porque le daría un ataque sólo imaginar hacer un inventario de sus adornos navideños, ¡para heredarlos! Eso no sucederá.

Así pues, la Navidad es cosa seria en mi familia de origen. Y, por extensión lo es en la mía. Aunque, a juzgar por la decoración, yo podría ser algo así como la prima lejana de Santa, porque a mí me gusta más lo blanco y dorado que lo rojo y verde; y a la minuciosidad de mi madre yo he antepuesto un estilo más mesurado, por decirlo de algún modo.

Como sea, me encanta y me parece poco un mes para disfrutarla. Así que esa es la primera razón para que la Navidad entre a mi casa con un mes de anticipación.

La segunda razón es que decorar lleva tiempo y trabajo. Y francamente, me parece que el esfuerzo merece más tiempo de lucimiento.

Con todo, la tercera razón es la que tiene más peso.

Cuando mi hijo Alex fue diagnosticado con cáncer, toda la idea del tiempo se volvió muy relativa. Literalmente. Lo único claro eran el día y la noche, y eso porque el sol y la luna llegaban puntualmente a su cita en ese juego de relevos acompasado como trenes suizos.

Todo lo demás era un misterio. Con enorme frecuencia no sabíamos si era jueves o domingo. No sabíamos tampoco gran cosa de horas. Si teníamos hambre comíamos. No sabíamos y no importaba. Aprendimos a movernos en ese misterio como río que fluye por su cauce.

Y las veces que no había que ir al hospital, que no había quimioterapias ni nauseas ni dolor ni malestar, comíamos en familia, veíamos películas, jugábamos cartas. Y cada día de esos fue para mí Día de Navidad.

Porque, al final, la Navidad es la oportunidad de convivir, de agradecer, de abrazar, de celebrar lo celebrable, de perdonar lo perdonable y, a veces, también lo que alguna vez creímos imperdonable. Es, en fin, una fecha señalada para darle espacio al amor sin regateos.

Así que, en ese duro trecho de nuestra vida, aprendí que cualquier día puede ser Navidad. Lo declare el calendario o no, basta que lo convoquemos, en voz alta o sólo con el corazón.

Ahora celebro Navidad muchas veces al año. Y decoro de Navidad mi casa un mes (o dos) antes de la fecha socialmente acordada. 

Total, yo ya sé que Navidad puede ser un día cualquiera, basta que el amor se siente a la mesa y nos abrace como si no hubiera mañana.

¡Feliz Navidad!

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Si hiciéramos inventario, ¿cuántas posesiones tendríamos? Si contáramos todo aquello al que le anteponemos el pronombre posesivo “mi”, ¿cuánto creeríamos que es nuestro?

Cada que puedo desayuno en mi terraza que mira al jardín. Y suelo quedarme absorta mirando lo que me ofrezca el día. Veo mis flores, en especial las de las musaendas que plantamos hace mucho y que, contra sol y viento ahí siguen, floreciendo para mi alegría.

Veo a un cuarteto de lagartijas que salen de mis plantitas moradas a tomar el sol.

Veo las pequeñas flores que dan esas plantitas moradas, y veo como llegan abejas a chupar el polen. No sé si se dice “chupar”, pero juro que así parece. Y en mi pedazo de mundo eso hacen así sea invierno.

También suelo ver a un pajarito de pecho amarillo que me visita siempre o casi. Igual que mariposas amarillas y una que otra libélula. El pajarito (un bienteveo) grita para avisar que está por aquí. Las otras son más discretas. En cualquier caso, siempre me conmueven, porque dicen que son mensajeros del más allá para hacernos saber que nuestros seres amados mandan saludos.

Así pues, de vez en vez, desayuno en mi terraza y veo pequeños milagros a los que absurdamente llamo “míos”.

No lo había notado, hasta hace unos días que, como si hiciera inventario, me escuché decir: mis flores, mis lagartijas, mis abejas, mi arbolito, mis mariposas, mis libélulas, mi pajarito. Y caí en cuenta que así vamos por la vida haciendo nuestro lo que no nos pertenece en absoluto: mi esposo, mis amigas, mi hija, mi hijo…

Acaso la ilusión del posesivo “mío” es útil para crear una sensación de certezas y de eternidad.

Pero nada lo es. Ni lo material, en realidad. Cuando viajo no dejan de sorprenderme las haciendas, los fuertes, los castillos o cualquier construcción que sin duda debe haber hecho sentir muy poderoso a su propietario y, acaso, pensó que duraría para siempre. Y “siempre” significó lo que duró su riqueza, su poder o su vida. 

Ni la vida es toda nuestra. En general no podemos decidir cuándo ni cómo terminará. Así que para ser una “posesión” es bastante frágil.

Sí, en efecto, puede haber un deseo de certezas y eternidad cuando usamos el posesivo.  

No obstante, acaso hay otro ángulo. No es el objeto o el ser lo que poseemos, sino lo que sentimos por ello. 

Así, evidentemente no poseo a “mis” cuatro lagartijas, pero el gozo que me produce verlas me pertenece. Y por eso las llamo mías.

La alegría o nostalgia o tristeza que evocan en distintos momentos el bienteveo, las mariposas, las libélulas, las flores, el arbolito es tan mía que puedo trasladarla y sentir que son mías.

Y sin duda el amor que siento por cada persona que amo, me permite nombrarla con el posesivo por delante.

La clave, quizás, es saber que nada y todo es mío. Y así el inventario cobra sentido. 

Hoy mi sol salió puntualmente y cobijó un buen rato a mis lagartijas. Ayer vino mi pajarito a disfrutar un rato de la sombra que dan mis musaendas. Hace unos días disfruté mucho una comida con mi esposo, mi hija y mi yerno. El fin de semana fui muy feliz con mis amigas y amigos. Cada quince días comparto mis alegrías, reflexiones y tristezas con mis lectoras y mis lectores.

En momentos de tanta incertidumbre, realmente me siento afortunada. Tengo un gran inventario.

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No es cuestión de paciencia o de buenas formas. El problema es que no es problema.

En lo general, no es problema para gobernantes, de cualquier color; ni para empresarios, comerciantes, hoteleros, banqueros. Y sin duda, en general no es problema para la mayor parte de la sociedad. 

La vida, la salud, la dignidad y la integridad de las mujeres y niñas de México no se perciben como un problema que nos atañe a toda la sociedad. Y precisamente ese es el problema.

En fechas recientes hubo un episodio en Cancún que es un buen espejo de lo que pasa en todo el país.

Un grupo de madres buscadoras –tragedia, convertida en oficio, que describe a mujeres, y también a hombres, que buscan a sus hijas e hijos desaparecidos, con vida o “aunque sea un hueso”- bloquearon la única vía de acceso y salida de la Zona Hotelera.

Organizaron el plantón pacífico a las 10 de la mañana, colocando mantas que bloqueaban toda la vialidad. Pedían hablar con la gobernadora Mara Lezama –aunque fuera por teléfono- para que responda a su solicitud, presentada desde el 14 de octubre, de destituir al Fiscal a quien consideran omiso, por decir lo menos.

Pasaron horas. En ese lapso, las madres recibieron gritos y reclamos de los trabajadores que debían caminar varios kilómetros para llegar a sus sitios de trabajo; las miradas desconcertadas y molestas de turistas que con maletas en mano querían llegar a su hotel. De transportistas que veían bloqueada su ruta. 

El presidente del Consejo Coordinador Empresarial, Eduardo Martínez, dijo que “que esas no son formas de manifestar cualquier opinión”, pues se lastima la imagen (¡la sagrada imagen!) de Cancún.

El presidente de la Cámara de la Industria de Restaurantes, Julio Villarreal, calculó las pérdidas en número de comensales, y dijo que “todos merecen llegar a sus casas y a sus trabajos, con bien”.

Diez horas después llegó la ansiada llamada. La gobernadora se disculpó explicando que estaba en carretera regresando de Mahahual a Chetumal, y les ofreció recibirlas al día siguiente.

Y, en efecto, estaba en gira de trabajo en Mahahual; pero, aun suponiendo que no tuviera señal, en Bacalar (a una hora de distancia) y en Chetumal (a hora y media) la señal es muy buena.

Me pregunto si la gobernadora hubiera tardado diez horas en reportarse a una llamada del presidente López Obrador o a la de algún empresario con quien negocia alguna inversión para el estado.

Me pregunto qué pasaría si los trabajadores, hoteleros, presidentes de las Cámaras, asumieran que sus hijas, hermanas o esposas podrían ser esas mujeres que buscan o que están siendo buscadas. 

El episodio –que no la historia- terminó con la esperada reunión, escucharon a las madres, no destituyeron al Fiscal, se prometió agilizar, en fin, más o menos lo de siempre. 

Y me pregunto cuánta impunidad sería suficiente para que perder la paciencia sea aceptable y convoque y conmueva. Cuántas omisiones o indolencias deben acumularse para que haya empatía, para que se apoyen las formas de exigir atención. Y cuántas mujeres y niñas más deben ser secuestradas, torturadas, asesinadas, para que se considere un problema, no de las madres, no de las mujeres, sino un problema de toda la sociedad.

Hasta que llegue ese momento no nos hablen de paciencia y de buenas maneras. 

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