Inicio «¡Aguántese!, ser la reina del hogar tiene un precio»

«¡Aguántese!, ser la reina del hogar tiene un precio»

20:00 horas: Cambio de turno. Ni modo. A esperar que el médico llegue y me haga tacto, o lo que es igual, a que meta su mano enguantada en mi vagina, mientras yo pego un grito de dolor. Llegué acá hace media hora con dolores de parto. Las enfermeras me ven con cierta simpatía, quizá adivinan mi condición de primeriza. Y lo soy. Una de ellas me pidió que me desvistiera toda y me dio una bata verde, raída y con manchas de cloro.

No sé nada de Ernesto, mi esposo, porque no lo dejaron entrar conmigo y lo veré hasta que salga con el bebé en brazos. Me hubiera gustado que me acompañara en el parto, pero así son las reglas en este lugar. Él trabaja de chofer en una gasera y logró afiliarme al seguro médico. Bendito seguro, pienso mientras veo llegar por fin al doctor, acá me tratarán como Dios manda y sin pagar un centavo.

El médico observa mi cara, que a veces se asemeja a mi ombligo por los dolores de las contracciones, y mete su mano entre mis piernas. Luego, se sienta a mi lado y frente a una máquina de escribir me interroga: edad, fecha de última regla, número de embarazo, cuántas semanas tengo, edad que empecé a menstruar…. Le hace un gesto a la enfermera y dice en voz alta: llévenla a la sala de labor, si se puede hoy mismo, mejor, ya está lista.

Me pasan a una angosta camilla y el encargado me lleva por un pasillo oscuro que luego se ilumina, donde veo a varias mujeres encamilladas esperando no sé qué. Entramos a un pequeño espacio en donde soy la sexta en ocupar la última cama vacía, pegada a la pared de mosaico. Oigo llantos, gemidos, a veces gritos, no distingo bien de quiénes son porque una enfermera me distrae: se ensaña con mi brazo al «no encontrarle vena», al fin la aguja de plástico entra mientras me estremezco del dolor. Cuelga el suero y se va.

Hay más enfermeras, enfermeros y doctores que pacientes. Todos entran y salen apresurados con la adrenalina al cien. Mi vecina es una jovencita y parece ser primeriza. Se agarra de los barrotes de la camilla mientras contiene el grito. Su cara es de angustia. No aguanta más y grita como pujando o puja como gritando. Se remueve en la camilla intentando otra posición. Imposible, en ella apenas caben apretados su cuerpo y su panza enorme. Vuelve a salir un quejido de su garganta y de la otra esquina se oye uno igual.

¡Cállese, señora! Se escucha desde el pasillo. ¡Así es este negocio, es doloroso! Le dice asomado por la puerta un joven médico prestador de servicio, vestido de pies a cabeza de azul. En un extremo una señora se queja. El médico responde colocándose unos guantes en la mano, y sin mediar palabra, explora su vagina mientras a la mujer, en silencio, le escurren las lágrimas: «Aún le falta. Aguántese y no grite porque esas fuerzas las va a necesitar para pujar», indica.

Con tantas impresiones apenas advierto que todas las futuras madres estamos en idéntica posición: abiertas de piernas, con el suero insertado y rostros llenos de ansiedad, mientras vemos salir y entrar a gente desconocida. Siento una contracción. El dolor me viene del vientre a la garganta. Aprieto los puños y lo dejo ahí. No sea que algún médico lo oiga y me venga a regañar.

23:00 horas: La sala de labor es fría, llena de luz y con olor a alcohol. Si el silencio intenta colarse, lo rompe la voz estridente y gangosa de una enfermera que le habla a todos a gritos (sí, más gritos), incluyendo a los doctores. Su teléfono suena e inicia una sabrosa conversación personal en medio de la sala. Cuando termina, se dirige a mi vecina y le pregunta qué método va a usar. La joven, con los dolores arrinconados en cada poro de su cuerpo, le logra responder: el condón. ¿Cómo? ¿No sabes que el condón no es un método de planificación familiar?, ¿eh? La parturienta apenas si le contesta con una mirada. Pobrecita, en once meses te vuelvo a ver acá, es la amable respuesta. Y se va gritando.

Mi compañera de enfrente azota las manos contra la pared, se agarra de los cabellos. Yo no sé qué hacer para hacer menos doloroso este momento. Nadie lo sabe. Ningún doctor de los que llevó el control prenatal nos enseñó.

¡La cuatro ya está lista! Oigo gritar a un doctor. A la dos mídele la contracción y a la tres dile que se controle, que no puje. ¡Ah! y a la uno, dice señalándome, tómale sus datos.

La mujer de enfrente, que ahora sé es la cinco, se logra incorporar con mucha dificultad para sentarse en la orilla de la cama. En cuanto la ve una enfermera le ordena: Señora, acuéstese no logra nada estando sentada. Con gran esfuerzo y desgano, la parturienta obedece.

Un cómodo por favor, señorita, le digo a la gordita que tiene la cara más amable de todas. Me ve de reojo y sale. Llega entonces otro prestador de servicio social con su vieja máquina de escribir. Se coloca a mi lado y empieza la interrogación: edad, ocupación, primera menstruación, estado civil, método de planificación…

Al igual que todas, le contesto en medio de gemidos que intento acallar. Como ellas, soy ama de casa, y así como todas ellas vamos a experimentar el acto más bello que nos realizará como mujeres en medio de esta sala fría, con mucha luz, bullicio y solas, muy solas.

1:00 horas: Al ruido de las máquinas de escribir se suma el de una grabadora proveniente del pasillo. ¡Kapaz de la sierra! Nada mejor para tranquilizarnos. Se han llevado a mi vecina de enfrente. Pidió piedad y el médico alzó su puño y bajó el pulgar. O eso me pareció ver. La verdad que a mí me empezaron los dolores más fuertes después de que una enfermera le dijo a otra: Ya lleva cinco horas y nada. Pónselo. Y me inyectó algo en el suero. No pregunté qué cosa. Ellas saben lo que hacen.

Las tres que quedamos no hacemos más que aguantar las ganas de salir corriendo. A la mínima queja sabemos que vendrá el monstruo vestido de azul con manos emplasticazas a castigar nuestra vagina y luego decir triunfadores: ¡Ya está lista! O con cara de fastidio: Aún le falta.

2:00 horas: No pasaron ni diez minutos para que las camas vacías se llenaran con nuevas caras que me parecieron conocidas: mismo dolor. Mi primeriza vecina parece que se privó de tanta queja. Se ha quedado en silencio y quieta. Pero los doctores están ocupados. Uno le mide el ritmo cardiaco al bebé con un ruidoso aparato, otro le coloca a otra mujer uno como embudo sobre su vientre. El otro insiste en el tacto a la señora de en medio. Si en dos horas no se dilata va para cesárea, dice. Kapaz de la Sierra está a todo lo que da.

4:00 horas: Dormito un rato. Al despertar, sólo mi vecina se me hace conocida, las demás son caras nuevas. Ya llévenla a cesárea, le dice uno de bata azul a una enfermera señalándola. Ella me ve como con lástima, sabe que soy la siguiente. Apenas audible, su voz cansada me dice: no tarda en hacerte efecto la oxitocina que te inyectaron en el suero. Empezarás a sufrir como yo, pedirás piedad, pedirás cesárea y ellos estarán contentos porque contigo terminan la jornada de la noche.

Yo me quedo con los ojos muy abiertos, aterrada, mientras veo que se la llevan con todo y camilla. Casi enseguida entra una joven embarazada, pero no hay cama y tiene que esperar, primero de pie y luego en una silla. Cerca, se oye el llanto de un bebé. Es el quinto de la noche. ¡Vaya noche! Dice un ojeroso estudiante de medicina. Tres cesáreas y dos naturales. ¿Cómo será el sexto, ya tardó no?, pregunta.

5:00 horas: Piedad. Pido cesárea. Luego del sexto tacto de la noche me llevan de nuevo a ese pasillo luminoso en donde ahora veo a quienes eran mis vecinas aunque sin dolor y sin bebé. Mis quejidos inundan el pasillo. Pero el doctorcito, que sabe lo que hace y del que pende mi vida y la de mi hijo, me consuela cuando llego al quirófano: Madrecita santa, cálmese, aguante, tranquila madre, ser la reina del hogar tiene un precio.

«Cuando las situaciones injustas son corrientes, perdemos la noción de libertad».

Laura Gutman

07/VV/GG/CV

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