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Angola: infertilidad, motivo para el abandono

Por la Redacción

Laurema se llama y asegura que sus desventuras comenzaron cuando, después de un apasionado noviazgo, decidió contraer matrimonio y transcurrido año y medio no consiguió la gravidez exigida por lo parientes de su cónyuge. El encanto de la juventud, la belleza y la prominente carrera profesional no bastaron. Su incapacidad para procrear la condenó a vivir infeliz por la fuerza de la costumbre.

A la condición femenina, reconoce, se unen estructuras y costumbres familiares que, aunque muchas veces incomprensibles o chocantes para occidente, aquí se erigen en pilares de una sociedad reticente a desprenderse de sus cimientos, reporta el Servicio Especial Mujer de Prensa Latina.

Con poco más de tres décadas de vida, todavía relata sus últimos 10 años de desdicha; en su voz se advierte rebeldía y resignación, o más bien, impotencia ante esquemas que, aun con una visión liberal del mundo, muy pocos se atreven a desafiar.

La infertilidad, las relaciones de pareja y de familia, la poligamia o la herencia tienen para algunos un precio demasiado caro. Hay quienes aseguran que tener un hijo varón es una especie de favor o bendición divina, no sólo por lo que en el futuro pueda aportar a la economía familiar, sino por constituir -contrario a lo que sucede con una niña- garantía de pureza consanguínea y de supuesta fidelidad.

Las hermanas o hijas son queridas, pero jamás pueden aspirar a la confianza tributada a los del otro sexo, quienes se supone quedarán en la familia; a diferencia de la mujer, que por lo general acompaña al marido vaya donde vaya.

Aunque son hábitos más generalizados en zonas rurales, las grandes urbes angoleñas, como Luanda, también sucumben a la costumbre; no es extraño que las herencias de los padres se entreguen a los «fieles» varones, sin que necesariamente sean primogénitos.

En la relación de pareja el asunto se complica por el apego a la tradición de los más conservadores. Cuentan los angoleños que cuando su esposa no logra engendrar, resulta tan difícil encarar las críticas familiares que casi siempre el pleito lo ganan quienes exigen abandonar a la media naranja, muy a pesar del amor que la pareja se profese.

Se dice que tal actitud pretende evitar la ruptura de la cadena natural de reproducción, entendida como fuente de holgura económica familiar o símbolo de vitalidad masculina; un criterio más extendido en los núcleos de menores ingresos.

Para algunos, una prole numerosa multiplica la felicidad hogareña y deja constancia del paso por este mundo; para otros, esto sucede además porque, dada la precariedad del sistema de salud, llegan a adolescentes siete de cada 10 descendientes.

En el continente negro, los varones asumen como casi un derecho a cuantas mujeres y descendientes sean capaces de garantizarles sustento. Al recuerdo llega ahora un campesino de la sureña provincia de Cunene, cuya actividad de pastor de un rebaño de cabritos le impone una vida seminómada y, casi de rigor, una familia en cada aldea, valga aclarar que sin muchos reparos en cuanto al secreto.

En urbes como Luanda, la poligamia se pasea por los más polarizados salones de la sociedad angoleña; los hombres llegan incluso a disponer de una esposa «familiar» y otra u otras «protocolares». Cuando consiguen moldear los caracteres y conducir bien sus andanzas, lo curioso es que, si tiene dos o tres mujeres, estas «deben» conocerse entre sí, a veces ser amigas y visitarse, o por lo menos conocer donde vive cada una, por si algo le sucediera al marido común.

Por su parte, los hermanitos dispersos tienen la obligación de conocerse, jugar juntos y defender el apellido paterno a capa y espada, para evitar que intrusos o «liberales» pongan en entredicho el prestigio del prolífero papá.

Pero si el hombre muere… ah… esta es otra historia muy larga de contar.

06/YT

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