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De Porto Alegre a Monterrey

Por la Redacción

En los primeros días del Foro Social Mundial en Porto Alegre (Brasil), los pasillos eran un hervidero de rumores acerca de la defección de participantes del Norte. Por el contrario, delegados de primera categoría estaban abandonando el barco del Foro Económico Mundial de Nueva York para venir en cambio a Porto Alegre: un primer ministro europeo, directores del Banco Mundial e incluso ejecutivos de varias empresas. Algunos nunca llegaron a presentarse; otros sí.

Pero fue suficiente para que en los debates se discutiera con insistencia el significado de este fenómeno. ¿Era una prueba de la nueva fuerza del foro (que después de todo congregó a 60 mil participantes) o una señal de peligro inminente? El Foro Social Mundial se creó el año pasado como una alternativa a la reunión anual de las mil empresas, líderes mundiales y creadores de opinión que habitualmente se encuentran en la ciudad suiza de Davos aunque este año lo han hecho en Nueva York.

El problema es que con la llegada de estos participantes de alto copete, el Foro Social Mundial puede correr el peligro de convertirse en una liosa fusión: equipos de fotógrafos han estado pisando los talones de los políticos; investigadores de mercados de Pricewaterhouse Coopers han estado al acecho en los _»lobbies» de los hoteles a la espera de la ocasión de «dialogar»; unos estudiantes arrojaron una tarta de crema a un ministro francés.

En Nueva York se registró una confusión muy parecida, con ONG que actuaban como empresas, empresas que se hacían pasar por organizaciones sociales y casi todo el mundo pretendía estar allí en realidad a modo de Caballo de Troya. No hay duda de que el tono -aunque no los tiempos- ha cambiado.

El Foro Económico Mundial había sido una ocasión en que los ricos podían hablar de su riqueza absolutamente sin ningún tipo de autocrítica y en la que la elite se mostraba absolutamente desafiante acerca de su elitismo. Pero en el transcurso de sólo tres años, Davos se ha transformado de festival de la desvergüenza en un desfile anual para avergonzarse en público; un severo gabinete sadomasoquista capitalista.

En lugar de refocilarse, ahora los más ricos tratan de superarse unos a otros con discursos autoflagelantes que hablan de cómo su codicia no tiene futuro, y de cómo un día los pobres se alzarán y los devorarán si no cambian sus modos. Una y otra vez los delegados se desnudan deseosos para ser azotados por sus críticos, desde Amnistía International hasta Bono.

Este año, cuando la conferencia cayó desde su atalaya alpina y aterrizó entre los escombros y el gentío ruidoso de Nueva York, la denigración alcanzó cuotas más altas que la propia Davos.

«La realidad es que el poder y la riqueza en este mundo están muy pero que muy desigualmente distribuidos, y que hay muchísima gente condenada a vivir en la extrema pobreza y en la degradación», dijo la Domina suprema (Dominatrix) de Davos, el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan. «La percepción, para muchos es que la culpa es de… la gente que asiste a esta reunión». ¡Ay! Como rezaba fuera en la calle un manifiesto de protesta: «Bad capitalist! No Martini».

Pero, ¿son estas flagelaciones en público, desde el Foro Económico Mundial a las audiencias de Enron, una señal de progreso real? Apropiándonos de una frase a menudo dirigida a los que nos hemos reunido en Porto Alegre, ¿cuáles son sus alternativas? ¿Tienen ideas claras sobre cómo distribuir mejor la riqueza? ¿Tienen programas de acción concretos para acabar con la crisis del Sida o frenar el cambio climático? Tristemente, no. En el último año no han hecho más que acelerarse las políticas económicas esenciales que presiden la globalización (nuevos recortes fiscales, proyectos de nuevos oleoductos, programas para extender la privatización, garantías laborales más débiles…).

No debe sorprender que tanta gente joven haya concluido que el problema no son las políticas individuales o los políticos, sino el propio sistema de poder centralizado. Por esta razón, gran parte del atractivo del Foro Social Mundial reside en el hecho de que su ciudad anfitriona, Porto Alegre, ha llegado a convertirse en un posible desafío a esta tendencia. La ciudad forma parte de un creciente movimiento político en Brasil que está delegando sistemáticamente poder al pueblo a escala municipal en lugar de concentrarlo a nivel nacional e internacional. El partido artífice de esta descentralización en Brasil es el Partido de los Trabajadores (PT) que ahora gobierna 200 municipios y cuyo líder encabeza las encuestas en el ámbito federal.

Muchas ciudades del Partido de los Trabajadores han adoptado el «presupuesto participativo», un sistema que permite la participación directa de los ciudadanos en la asignación de los escasos recursos de las ciudades. Por medio de una red de consejos de vecinos y de otros especializados en temas concretos, los residentes votan directamente cuáles son las calles que hay que asfaltar y los centros sanitarios que hay que construir.

En Porto Alegre esta devolución del poder ha producido resultados que son el espejo opuesto de las tendencias económicas de la globalización. Por ejemplo, en lugar de recortar los servicios públicos para los pobres, la ciudad los ha incrementado de modo sustancial. Y en lugar de fomentar el cinismo y el absentismo en las urnas, la participación democrática aumenta cada año.

El presupuesto participativo dista de ser perfecto y sólo fue una de las «alternativas vivientes» en muestra en el Foro Social Mundial. Sin embargo es parte de una tendencia del rechazo de los que el politólogo portugués Boaventura dos Santos denomina «democracia de baja intensidad» en contraposición a las democracias de mayor impacto, desde los activistas de los medios de comunicación independientes que crean nuevos modelos de medios de comunicación participativos, a los campesinos sin tierra que ocupan y siembran tierras sin utilizar por todo Brasil.

Hay muchos a quienes todo esto no les impresiona y siguen en cambio a la espera de toda una ideología de nuevo cuño que encauce el proceso. * escritora. Autora de «No logo» traducción Albert Escala para «La Vanguardia»

       
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