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Dean, una larga noche

Por Cecilia Lavalle/corresponsal

Prepárense para pasar una larga noche. Nos vemos mañana. Así despidió la transmisión Leny Prado, conductora del Sistema Quintanarroense de Comunicación Social cerca de las 12 de la noche del lunes 20 de agosto.

Me parecieron palabras esperanzadoras. Como en la víspera de un parto. Sabemos que las horas pueden parecer eternas. Pero sabemos, también, que el sufrimiento pasará.

Y, como primeriza, me quedé junto con mi familia en alerta, a la espera de lo que fuera.

Conozco bien la historia de Quintana Roo. Sé perfectamente que la cuota que se paga en este paraíso es la vulnerabilidad a los huracanes. Me queda claro que los huracanes ni tienen memoria ni tienen palabra de honor.

Pero en tres décadas ningún huracán había llegado al sur. Y Dean era categoría cinco. Y Dean traía vientos superiores a los 250 kilómetros por hora. Y Dean se veía realmente furioso. ¡Vaya manera de cobrar la cuota!

El ojo pasaría cerca: por Mahahual, por Bacalar, posiblemente encima de Chetumal, dijeron las autoridades casi a media noche.

Será devastador. Terriblemente destructivo. Chetumal es la zona de muerte. Decían algunos medios televisivos antes de que nos quedáramos sin luz.

Esperé. Y recé.

Puntual, el viento comenzó a llegar con fuerza a la una de la mañana. A ratos parecía una motocicleta en pleno proceso de aceleramiento. A ratos, una bofetada seca. A ratos una sirena de ulular lastimero.

Se escuchaba, también, la lluvia. Pero no con su canto dulce y rítmico, ni tampoco con su estruendo de banda de guerra, sino con latigazos, con pausas, pero sin tregua.

Las dos, las tres. Ni un espacio para el silencio. Ni un resquicio para la paz.

A las cuatro de la mañana el viento rugía. Nunca había escuchado un ruido así. Y recordé a mis seres queridos en Cancún cuando enfrentaron a Wilma. Y recordé que habían sobrevivido.

Golpeó una y otra y otra vez la ventana del cuarto que en mi familia habíamos elegido como refugio. Y, de vez en vez, se escuchaba el golpe de ramas o troncos o algo que mi imaginación no alcanzaba a deletrear.

Sí la noche fue larga, muy larga. Pero el día siguiente también.

A las 7 de la mañana la fuerza de los vientos comenzó a disminuir. Para las 9 sabíamos que había terminado. Entonces salimos de nuestras madrigueras.

Era hora de mirar lo que Dean había hecho con nuestro hogar, con nuestra colonia. Era el momento de re-conocer la ciudad. Era el minuto de empezar el recuento de los daños para saber cuánto tiempo necesitaríamos lamer nuestras heridas.

Árboles caídos por toda la ciudad. ¿Tantos árboles teníamos? Inmensos árboles vencidos en el suelo, tirados lastimeramente como gigantes que un Dean derrotó.

La Explanada de la Bandera, cuyos hermosos árboles cobijaban todas a las tardes a miles de pájaros estaba desierta. ¿Cuántos años tardarán para que volvamos a escuchar su dulce canto todas las tardes?

La Alameda, el Zoológico, el Parque Ecológico. Nuestra ciudad era una especie de gran cementerio de árboles caídos.

Y de tanto en tanto, también en el suelo, postes de luz y transformadores de energía eléctrica y domos deportivos y bardas y láminas y espectaculares y?

Nunca mi ciudad había estado tan desperdigada.

Sin embargo, en medio del estupor, era frecuente encontrarse gente trabajando. Hombres, mujeres, niñas y niños recogían las hojas caídas en sus banquetas, cortaban ramas, barrían calles. El ruido de los martillos que calvaban maderas la tarde anterior, se trastocó en el ruido de motosierras cortando árboles para quitarlos del camino.

Las mujeres lo mismo arrastraban ramas, que barrían, que clavaban láminas, que cocinaban. El olor a frijoles me trajo de golpe el sabor de la cotidianeidad. Sí, las mujeres me traían el grato sabor de que la vida sigue.

En la radio informan del daño sufrido en Mahahual, en Bacalar, en algunas comunidades rurales. Informan que el gobernador Félix González Canto, y la presidenta municipal de Othón P. Blanco, Cora Amalia Castilla Madrid, inician recorridos para evaluar los daños. Informan que Felipe Calderón suspendió su gira por Canadá y arribará a Chetumal a las 6 de la tarde.

Y mientras veo a la gente trabajando arduamente en sus casas, en sus calles, en sus colonias, pienso que cuando la ciudadanía hace su parte y las autoridades la suya se puede salir delante de cualquier problema, hasta de los destrozos que deja un huracán.

Hombres de la Comisión Federal de Electricidad trabajan sin descanso. Son como los primeros héroes de esta película. Algunas vecinas les ofrecen agua, que en estos momentos es casi como ofrecer oro.

Soldados del Ejército recogen ramas, arrastran árboles. Uno es levantado entre seis hombres, y tras evaluar el estado de su raíz, vuelto a plantar. Es como plantar la esperanza. Llegaron de Oaxaca. No sabían a dónde ni a qué venían. Pero así es nuestra vida, dicen.

Policías de distintas corporaciones patrullan la ciudad, dirigen el tráfico, custodian comercios semidestruidos. Pero tengo la impresión que ni falta que hace, porque la gente mira con estupor y sigue su camino, sigue en su afán.

La plaza comercial Las Américas está parcialmente dañada. Hay tiendas que perdieron sus cristales y sus mercancías están mojadas. Azcué, Office Depot, Bancomer entre las más afectadas. Un policía municipal cuida la entrada a una de esas tiendas. No hemos dormido, me cuenta. Aquí, dentro de la plaza, la pasamos. Somos 16 a cargo, pero los ocho que debían descansar están ahí atrás durmiendo sólo un rato.

No miro a nadie sin hacer nada. El estupor dio paso muy rápido al trabajo.

En 33 años no se había puesto a prueba ni nuestro sentido de comunidad, ni nuestra capacidad para enfrentar un huracán. Prueba superada, diríamos.

No obstante, estamos lejos de contar el final de la historia. En muchas colonias, en muchas comunidades rurales, en Bacalar, en Mahahual se escribió de otra manera esta misma historia. Para algunas poblaciones la larga noche aún no ha terminado.

07/CL/GG

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