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Discapacidad, sinónimo de discriminación y abandono

Por la Redacción

Verónica tiene 24 años y este verano se gradúa como abogada. Esta podría ser una historia sin trascendencia, pero no lo es.

Una discapacidad física que hace sus brazos y piernas casi inútiles y el hecho de haber sido abandonada por sus padres siendo una bebé, no pudieron doblegar una voluntad que muchos ansiarían para sí.

«Mi mamá era muy joven, tenía 17 años. Le dijeron que yo había nacido muerta. Mi papá decidió dejarme en un hogar para infantes con problemas», relata la historia que alguien le contó una vez, según difunde Servicio de Noticias de la Mujer.

Desde su silla de ruedas y su pequeña estatura, mira a la distancia, con la vista perdida en quién sabe qué recoveco de la memoria y confiesa que esa historia no le duele.

«Es como si fuera la vida de otra persona. En el hogar recibí cariño y estímulo durante toda la vida, la gente que me rodeó me ayudó a ser lo que soy».

Desde pequeña, en el centro para niños y niñas enfermos de padecimientos neurológicos, encontró personas que la acogieron como una hija y hoy, con una vida independiente y un matrimonio de más de un año, los sigue considerando su familia.

«Noel es mi papá, sus padres son mis abuelos. Son gente excepcional. Domingo, su sobrino, es mi tío El Niño», dice, sin pizca de dudas.

Domingo, ese tío alto y prieto hasta el brillo, tampoco tiene dudas. «Somos su familia, aunque no la hayamos adoptado. Le hemos celebrado sus cumpleaños, la vimos crecer…la queremos».

Simplemente sucedió. Noel trabajaba en el hogar y le cogió cariño. Comenzó a llevarla a su casa los fines de semana, la paseaban, se les hizo imprescindible.

Ellos, junto a Mayra, la trabajadora social de la instalación educacional, «me ayudaron mucho, siguieron toda mi vida estudiantil. Su cariño fue una gran medicina».

Con ellos, no tiene complejos, baila con los pasos de su silla, habla de sus aspiraciones y proyectos.

Para Alicia, una de las enfermeras del hogar donde creció Verónica Acosta Olmo, la joven tuvo suerte.

«La aceptamos como es. A su discapacidad motora, que la obliga a escribir con los pies, se antepone un cerebro muy coherente, una voluntad que no tienen algunos jóvenes sanos y con familia», afirma.

«En este centro se atienden niños con problemas neurológicos severos, pero ella creció entre nosotros, fue a la escuela primaria, secundaria, preuniversitaria y hasta a la universidad. Solo salió de aquí cuando el Estado le entregó una casita para que viva independiente», añade.

En su nuevo hogar, una persona recibe del Estado un salario mensual para desempañar las tareas domésticas que ella no puede asumir. En el portal, Verónica sueña.

AÑOS DE ENTREGA

A lo largo de toda Cuba existen instituciones para acoger a las y los menores sin amparo filial desde la primera edad, ya sea por abandono o porque los padres están privados de su libertad.

Antes de 1980, cuenta Esther Lazo Pérez, directora de un hogar de acogida, existían internados donde convivían los menores sin familia junto a otros que sí podían irse a sus casas los fines de semana.

Luego de la llamada «crisis del Mariel» en 1980, miles de cubanos abandonaron la isla para dirigirse a Estados Unidos-, el Estado decidió la apertura de los hogares, instituciones de escala reducida, donde la atención es más directa, recuerda Lazo.

Antes de la llegada al poder de Fidel Castro, en 1959, les llamaban casas de beneficencia. Desde los ochenta del pasado siglo, el cambio fue radical no solo en el nombre sino también en los conceptos educativos.

De acuerdo con esta mujer que dirige la institución hace 21 años, se recurre a esta opción cuando no queda otro remedio y no hay un familiar en condiciones y disposición de hacerse cargo de los menores.

Cuando se comprueba la incapacidad de la familia para el cuidado de la persona, un equipo multidisciplinario del Centro de Diagnóstico y Orientación de la zona elabora un expediente que fija el tipo de atención o tratamiento que debe recibir.

Con 67 años, 45 de ellos como pedagoga, y muchas canas rebeldes a tintes, Esther es una madre para las decenas de niños, niñas y jóvenes que han pasado por su cariño.

«Ellos, más que nada, necesitan afecto y apoyo, pero también disciplina y exigencia», considera quien tiene a su cargo 14 menores con retraso mental.

Según Esther Lazo, «el objetivo es educarlos con el mismo rigor de una familia, satisfacerles sus necesidades en la medida de las posibilidades materiales y espirituales».

En este hogar, uno de los tres existentes en la capital cubana, once personas tienen la responsabilidad de atenderlos, cuidarlos y prepararlos para el momento en que puedan hacer una vida de adultos autónomos.

«Ellos son susceptibles al amor, nos devuelven un cariño infinito que nos hace ser mejores. Claro, también hay reveses, que nos duelen como a cualquier madre y nos hace preguntarnos ‘qué hice mal’», dice Esther.

En el hogar de Esther permanecen durante muchos años. Algunos, a la hora de partir, cuando el Estado les asigna una vivienda, prefieren quedarse, como Amaury, de 27 años, a quien abandonaron cuando tenía solo tres.

Aunque seguro no recuerda que sus padres lo encerraron en un cuarto cuando prefirieron irse a Estados Unidos en una lancha, es callado y prefiere relacionarse solo con las personas conocidas.

Dos de las auxiliares pedagógicas tienen más de 20 años de trabajo en el centro, el que menos tiempo lleva, sobrepasa los 18 años. Les conocen gustos, caprichos, necesidades y dificultades, tanto como las de sus propios hijas e hijos.

Mercedes Delgado tenía 31 años cuando comenzó a trabajar en esa institución, hoy incipientes arrugas y las primeras canas le hacen ver que el tiempo ha pasado.

Junto a las y los menores de este hogar crecieron sus hijos, y a veces tiene que servir de mediadora en sus conflictos para ver de quién es mamá.

A ella, como a Esther Lazo, la edad de la jubilación le llegó hace rato, pero insisten en darles lo que sus padres no estuvieron dispuestos a hacer.

Totalmente abastecidos por el Estado, estas instituciones disponen de los recursos mínimos necesarios para la alimentación e higiene de los infantes y la adolescencia que allí reside. «Hemos vivido tiempos duros, sobre todo en el tema del vestuario de los muchachos, pero ahora estamos bien», afirma Lazo.

Quizás el asunto más aplazado es la reparación de la vivienda, que alguna vez fue mansión de gente adinerada, a juzgar por su ubicación y comodidades.

A fuerza de cariño Yanaisa, de 17 años, tiene el síndrome del niño golpeado. Aunque su cara no irradia alegría, tiene sueños.

«Ahora que terminé la escuela, quisiera pasar algún curso de canto. Es lo que más me gustaría», le dice a Esther, en busca de ayuda.

Yordano, de 14 años, es el más pequeño, pero todos dicen que «sabe como un viejo». Fue a vivir con su abuela, pero lo devolvieron cuando le respondió «tú no eres mi mamá para regañarme así».

Algunos salen de aquí casados, pero siempre regresan de visita, celebran los cumpleaños de sus hijos o esperan cada nuevo año, van a las excursiones a museos y playas, porque están ligados por un afecto que les supieron transmitir.

Estas historias se repiten en los 32 hogares para niños sin amparo filial existentes en la isla.

El decreto ley 76, de 1984, que rige la organización y funcionamiento de estas instituciones indica que las y los jóvenes pueden permanecer en ellos hasta que terminen sus estudios de nivel medio o se vinculen laboralmente.

Cuando llegan a esta etapa, el Estado debe asignarles una vivienda para que formen su propia familia.

La prevención y atención a las familias con problemas sociales es determinante en el futuro de la infancia.

2004/GV/SM

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