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Disolución de lo público y participación social

Por Rubí de María Gómez Campos*

En días recientes el Secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, dijo a los familiares de las víctimas de la masacre de jóvenes juarenses que ha alcanzado notoriedad internacional, en una aparente identificación con las razones de quienes cometieron tal atrocidad y sin el más mínimo sentido de respeto a quienes están sufriendo la pérdida de un ser querido: que se sometan a la ley si quieren respeto (la cita textual de la Jornada, el 3 de febrero, es contundente: «Cuando se le preguntó qué mensaje daría a los familiares de las víctimas, dijo: ‘Lo he dicho y lo reitero, sólo sometiéndose a la ley encontrarán respeto a sus vidas y a sus familias (…) Sométanse a la ley, allí encontrarán el respeto para lo que es más sagrado de la vida’»).

Tan inadmisibles y desafortunadas fueron las declaraciones del titular de la política interna, que al día siguiente Felipe Calderón se vio obligado a asegurar (cómicamente, si no fuera por la tragedia que la funda) que él y su gabinete sí tienen una estrategia para el combate al crimen en Ciudad Juárez, pero que, como son tan respetuosos, quieren tomar en cuenta a la sociedad, antes de implementarla.

Después de tres años de decisiones autárquicas e ineficientes, y ante señalamientos de discriminación de pésames clasistas debido a la atención precipitada que al gobernante viajero le mereció el intento de asesinato de un «artista»-deportista, no suficientemente claro debido en parte a la intervención mediática de Televisa, Felipe reconoció que no son eficaces las medidas de fuerza para contrarrestar el impulso de la criminalidad que ha alcanzado en su gestión los niveles más altos en la historia de México.

Además del agravio evidente a los directamente afectados de estos lamentables hechos, la desvergüenza del gobierno federal es, en ese caso como en otros, tan inadmisible como peligrosa. Tal confusión y laberinto de declaraciones y de hechos ocurre en el contexto de una disolución de las fronteras que delimitan nítidamente los criterios del bien y del mal. El espacio público es, o era, el contexto natural en el que esa delimitación cobraba fuerza. Cuando esos criterios de bien y de mal son mezclados y desfigurados ante el colectivo, y aceptados sin crítica por éste, nos acercamos peligrosamente a un estado totalitario.

En otros territorios también tenemos ejemplos de cómo el poder federal es capaz de transfigurar el mismo sentido de la corrección política, jurídica y hasta moral del mundo civilizado en el que presumiblemente nos movemos. El llamado «michoacanazo», apoyado mediáticamente con parcialidad interesada en juegos electorales venideros, es otro ultraje a la moral pública cuya definición consiste, según la filósofa política más importante del siglo XX, Hannah Arendt, en lo que nos es común y dignifica la condición de ciudadanía.

En este caso, después de la pifia de haber incriminado a funcionarios públicos de los otros dos niveles de Gobierno sin haber podido demostrarles involucramiento alguno en hechos delictivos, Calderón se niega a reconocer mediante una disculpa pública los errores cometidos; sea por deshonestidad en un intento de denigrar al de por sí desacreditado gobierno perredista y a los municipales priístas, o por ineficiencia de quienes no fueron capaces de integrar procedimientos adecuados en los procesos de investigación de los delitos.

En su develación de la imposibilidad de establecer criterios absolutos a la actuación humana, la posmodernidad ha designado un probable destino trágico a los tiempos actuales, del que da cuenta la suma de vicisitudes sociales de las que la mayoría aun somos testigos inactivos. Pero también establece una promesa de recomposición alegre del presente, en la medida en que la sociedad fuera capaz de agenciarse la posibilidad de libertad que el espacio público permite.

Al ser el espacio público el único espacio de visibilidad; encuentro visible de las diferencias; se posibilita establecer en él, mediante la elucidación racional y libre de los actores sociales, los criterios de corrección e incorrección que la colectividad, con su asentimiento o con su rechazo; con su pasividad y con su acción; respaldan y promueven.

Los claros ejemplos de ese aparente destino trágico que el calderonato nos impone nos impelen, más que a permanecer pasivos ante los desastrosos hechos de su desgobierno, a convertir el espacio público en un ejercicio activo, crítico y creativo, de ciudadanía.

Estos son los recursos que tenemos frente al confuso panorama de asesinatos impunes y declaraciones oficiales tan irracionales y vulgares que hacen pensar a la ciudadanía de Juárez, de Michoacán y de muchos otros estados del país, que los encargados de proteger a la sociedad son los mismos que cubren y dirigen a los autores criminales de este caótico presente.

*Académica y ex directora del Instituto Michoacano de la Mujer (IMM).

10/RGC/LR

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