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El último adiós

Por Lydia Cacho

Hace treinta y tantos años llegaron a Cancún hombres con máquinas y limpiaron la selva. Les siguieron otros con aparatos y materiales para sembrar carreteras y unas cuantas calles. Levantaron pequeñas casas y algunos edificios. Varios se hicieron acompañar de mujeres que los amaban y que tenían fe en su espíritu de aventura. Entre ellos y ellas fueron llegando constructores de sueños, piratas terrestres, personajes fracasados en las ciudades y reinventados como forjadores de historia en esta isla nueva. Llegaron buenos, malos, mujeres y hombres verdaderos, honestos, y otros mentirosos, farsantes y filibusteros.

La ciudad, como una gran casa, se fue construyendo de ideas. Pero al igual que una gran casa habría de tener espíritu para convertirse en hogar verdadero. Hogar para cientos y luego para miles de emigrantes que trajimos en nuestro itacate personal los sueños de un mundo mejor, sano, alegre y tranquilo, tan feliz como fuera posible. Algunos, con su itacate vacío, llegaron para llenarlo de monedas y logros materiales, para ser famosos por conocidos y no por humanistas, para ser importantes por su dinero y no por su aportación espiritual a Cancún.

Algún día, que ningún cronista marcó en calendario, porque esas historias no son importantes para los cronistas famosos, comenzaron a llegar personas con espíritus creativos con un extraño afán de cambiar el mundo… y lo cambiaron. De entre ellas, este lunes antes de Navidad del 2002, celebramos la vida de Silvia Quiñónez, una mujer fuerte, sabia, dulce, alegre, buena. Una psicóloga que se atrevió a trabajar en Quintana Roo con el lado más oscuro de los hombres. Ella atendía, como fundadora y psicoterapeuta de Protégeme AC a niños y niñas víctimas de violencia física y sexual, además de dar terapia a mujeres que vivían en situaciones de violencia.

Silvia Quiñónez abrazó a un niño de tres años cuyo padre le utilizó como objeto sexual; a una pequeñita de cinco años, a un varón de seis. Silvia no solamente les permitió a las y los pequeños sacar de su corazón el dolor de lo incomprensible, sino les acariñó de tal forma que logró rescatar una sonrisa aparentemente perdida para siempre. Así, incontables veces, en su mirada triste de mujer sabia, guardaba a ratos la nostalgia de tanta oscuridad, pero al final del día, al trabajar con las y los pequeños cuyas vidas fueron marcadas por la violencia más desgarradora, Silvia nos mostraba que una ciudad es hogar cuando el prójimo, la prójima, nos importa suficiente como para hacer un alto en el camino y extender la mano y el corazón, a pesar del dolor que nos provoca.

Sirva esta columna para decir adiós a esa cancunense ejemplar, a la guía e inspiración para cientos de personas que la conocimos. A quienes la miramos con esa sonrisa de mazorca y sus gesticulaciones y manos bailarinas hablar de su nieta a quien cuidaba todos los días. Esa niña dulce que le recordaba diariamente que su trabajo tenía sentido por ver un futuro de niños y niñas que una vez tornados adultos, hubieran superado el inenarrable dolor del abuso, que se convirtieran, como Silvia decía, en hombres y mujeres de bien que trabajarían en contra de la violencia, por una cultura de la paz.

Mujeres como Silvia, quien enfrentó este fin de semana la muerte por un cáncer fulminante, de la misma forma en que enfrentó la vida… con valentía, con esperanza, con paz interior, son quienes construyen el corazón de esta ciudad, de un Cancún que se pierde a diario entre políticos pusilánimes, empresarios materialistas y egocéntricos, entre gente que sufre porque no tiene suficientes bienes materiales, que prefiere a veces no mirar el daño que la violencia causa en su comunidad.

Si podemos entonces honrar a alguien en estos tiempos de sentimientos encontrados, de obsequios superficiales y parafernalia festiva, propongo encender una vela por Silvia Quiñónez, la entrañable amiga, a quien usted, estimado lector, lectora, tal vez no conoció, pero que nos dejó a todos y todas una lección inolvidable: saber que la solidaridad, el amor al prójimo no tiene fechas, que el trabajo humanista sin aspavientos le da sentido a la vida, no sólo a la propia sino a las de otros y otras.

Nos dejó con la tristeza de su ausencia y con la mejor ofrenda navideña: la esperanza de un mundo sin violencia. Por ella, por sus compañeros y compañeras de Protégeme, que obsequian diariamente a niños y niñas solitarios el mejor de todos los regalos: el amor y la dignidad recuperada. Por el recordatorio de que nuestra ciudad es un hogar verdadero sólo con la solidaridad y el deseo auténtico de bienestar para todos y todas. Para Silvia, gracias pro la amistad y la luz.

Correo electrónico: [email protected]

       

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