Inicio «En el careo sentí coraje, odio, impotencia»

«En el careo sentí coraje, odio, impotencia»

Por la Redacción

Al menos cinco de los ocho militares detenidos por la violación a 13 mujeres en el municipio de Castaños, Coahuila, en julio pasado, han sido plenamente reconocidos por las víctimas, pero sobre ellas y sus testigos persiste el temor por la impunidad, pues cuatro de los agresores ?según las autoridades- o seis ?de acuerdo con las víctimas- aún no son detenidos.

En Castaños el frío y la fina lluvia no paralizan nada, la zona de diversión sigue como hace cinco meses, nada ha cambiado. Una luminaria entre dos antros no alcanza a disipar la penumbra de los baldíos que los rodean, la calle casi ha desaparecido para nuestros ojos y el paso lento de los vehículos hace evidente la dificultad del acceso. Los elementos de seguridad que cuidan el lugar enfrentan el clima resignadamente y están como ellas, inermes.

La temperatura alcanza los cero grados centígrados y la lluvia cesa por momentos, para volver al rato sin que interrumpa lo que adentro ocurre, sin detener el movimiento de los hombres que buscan diversión y que las siguen con la vista mientras algunas parejas bailan sobre una pista lúgubre.

En el rincón están todas juntas, beben cervezas y fuman, el panorama parece normal, pero detrás de sus máscaras de maquillaje y actitud serena, esconden el miedo.

SIN DUDAS

Días atrás habían visto de nuevo a sus agresores en la ventanilla de prácticas del segundo juzgado del penal, donde se realizaron las confrontaciones con los soldados que son enjuiciados por el fuero común, luego de haber sido entregados por la Procuraduría de Justicia Militar a la Procuraduría estatal coahuilense.

«Nos dice la abogada que las cosas van bien, que hay muchas probabilidades de que sean condenados a varios años de prisión», señala Kathy que sostiene temblorosa de frío un cigarro entre sus dedos.

De todos modos, en este momento no podemos estar tranquilas, seis de los «huercos» siguen prófugos.

No tenemos paz ?insiste- ahora estamos a la defensiva. Cuando entra una persona desconocida, tomamos precauciones. «Ayer o «antier» llegó una persona que se parece a ellos, y nos preguntábamos quién era. Ya conocemos a los clientes, más o menos sabemos quién y cuándo vienen. Y este señor nada más estaba observando».

Dicen que los anda buscando la INTERPOL, tercia «Chely». Pero de todos modos no estaremos tranquilas hasta que estén todos en la cárcel.

¿Qué no fueron cuatro los prófugos?, pregunta la reportera. «No, al principios nosotras supimos que fueron seis, después ellos dijeron que fueron cuatro, de todos modos uno que fuera, tenemos miedo de que hagan algo, no contra nosotras, no, sino contra nuestras familias, nuestros amigos y amigas», dice vehemente Kathy.

Desde antes y después del careo, Kathy ha tenido gastritis y una serie de problemas de salud. «He estado muy enferma de la gastritis. Para que yo me tome una pastilla está bien cabrón, pero traía una gastritis bruta, pesadez en la espalda. Fui a dar a la Cruz Roja. Me sentía como el Pípila». El doctor me dijo que era por la tensión.

El tono de su voz cambia cuando cuenta lo difícil que ha sido ver de nuevo a Juan José Gaytán Santiago, su agresor, a quien consideran «el líder» del grupo de más de 20 soldados del Ejército mexicano que la madrugada del 11 de julio entró a la zona de diversión, para violar a 13 mujeres, agredir a los policías, los meseros y algunos parroquianos.

Kathy relata que además de muchas preguntas ?entre 90 y 100 confirmaría Sandra de los Santos, la abogada que lleva el caso- en las audiencias la defensa de los soldados es dura.

«Me preguntó que dónde quedó el «tampax» al momento que me penetró. Entonces yo le dije que adentro. Pues, ¡qué no tomó (la defensa) un tampax de una cajita que llevaba y la metió en agua!, la sacó toda empapado y dijo que eso no era posible. Por eso le contesté que el flujo menstrual era distinto, que no era agua, pos sí».

Pero además de las preguntas, Kathy sostiene que lo peor fue «estarle viendo la cara a Gaytán, que iba y venía de un lado a otro».

Su rostro se le endurece. «Yo al verlo sentí mucho coraje, odio, impotencia. Empecé a temblar. Al momento en que me pusieron a cinco pelados iguales a él, me volvió el coraje, que sentí en todo mi cuerpo. Sentí asco total, pero no tuve duda, sabía quién era y luego luego lo señalé».

Tengo miedo, obvio. Me da miedo por la gente con la que vivo. Estamos en un punto que no queremos darle la dirección a nadie, dice.

COMO VOLVER A EMPEZAR

A Kathy, como a sus compañeras, le cuesta trabajo aceptar que una mujer abogada esté defendiendo a los soldados que las agredieron en julio pasado, no entiende por qué es tan dura con ellas.

Bueno, me preguntó por qué, si tengo miedo, regresé a trabajar luego, luego, y claro, le respondí: porque quería saber qué íbamos a hacer, quería saber qué onda, además tengo que mantener a mi familia o cómo le haría ¿no?

Kathy guarda silencio unos minutos, ha dejado de temblar de frío y sostiene que ella, como sus compañeras, ha intentado llevar una vida normal, pero no han podido y reiteran que no podrán hacerlo hasta que todos los culpables estén en la cárcel.

Chely fue la primera en poner su denuncia aquel 11 de julio y casualmente fue la primera en ser careada con su agresor, Juan José Santiago Gaytán.

«Imagínate la impresión de volver a verlo. Me dieron nervios, me llené de inseguridad, porque sabes que a lo mejor sale, no estamos seguras que se quede en la cárcel. Tenemos miedo a las represalias».

Él es un cínico, te ve como si no hubiera hecho nada. Y pues te da mucho coraje verlo tan tranquilo, te da coraje que alguien lo defienda.

Chely tiene poco más de 30 años, es madre, como la mayoría las mujeres que hoy defienden su derecho a vivir sin violencia y a decidir con quien estar, y por eso dice que fue la primera en tomar la determinación y denunciar a los soldados.

«Sabía que iba a ser difícil, que sería un proceso largo, más porque son militares y lo sabía, porque había escuchado noticias de que nunca se les ha hecho nada. Y quizá lo más terrible que iba a enfrentar era que tenía que compartir esta decisión con mis hijas, a quienes primero les tuve que decir a qué me dedicaba».

Kathy interrumpe: Sí eso es verdad. Por eso todavía no podemos estar en paz, sabemos cómo hacen con las indígenas de Oaxaca, de Chiapas o de Guerrero, imagínate las cosas que han de pasar en las sierras, esas mujeres muchas veces no dicen nada y cuándo lo dijeron tampoco hubo justicia para ellas.

Sí, agrega Chely, con nosotras pensaron que iba a ser lo mismo, más porque trabajamos en este ambiente, abusan de su poder, de su uniforme.

«Los ojetes tienen que pagar. Supuestamente el Ejército nos cuida, entonces ¿qué está pasando?», cuestiona Kathy a quien por momentos su rostro dulce se transforma en un gesto de amargura.

El silencio vuelve por un instante al pequeño cuarto donde se hace la entrevista. Luego Cathy retoma el diálogo: Yo sí creo en Dios, por eso le pido que haga justicia.

Las dos jóvenes explican que sería bueno que las autoridades «se movieran» y que no sólo les digan que están buscando a los soldados prófugos sino que los detengan, porque en tanto eso no pase, la vida para ellas no podrá tener tranquilidad, «de por sí nos han cambiado la vida para siempre».

06/SJ/GG

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