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Entre la culpa y el miedo… mi cuello chueco

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

«Sabe a polvo mi grito. Sabe a llanto callado. Sabe a rabia y a odio, a limitación y a angustia, a vacío y a nada. Sabe a soledad…»

México DF, 4 dic 07 (CIMAC).- Durante varios años, tuve una relación ambigua con un seminarista, José Alberto. Él decía quererme, pero seguía en su seminario. Entonces yo decidí alejarme y me hice novia de Armando. Pero un día volví a ver a José Alberto, en sus vacaciones, y le fui infiel a mi novio. Me recriminaba una y mil veces….

¡Pequé! ¡Hice pecar a José Alberto, a un seminarista! ¡Fui capaz de serle infiel a mi novio! No lo podía creer, el mundo se me venía encima. ¿Cómo yo, tan buena, fui a caer tan bajo? Imposible… pero era tan real que no lo podía aceptar. Me dio una crisis nerviosa.

Estuve internada en el hospital psiquiátrico cerca de un mes, extrañando a José Alberto. Saber que era un imposible, que había regresado al seminario, me dolía como nunca… sentía la pérdida de «mi» hombre hasta lo más profundo.

Cuando me dieron de alta, llegué a casa, al jolgorio de los preparativos de la boda de mi hermana, año y medio menor que yo. Y me dio coraje, mucho coraje, que mientras yo veía partir al hombre que amo, ella se casara con el hombre que ama y fuera tan, tan feliz —estaba radiante.

La envidia que sentía hacia ella se me recrudeció como nunca, pero tuve que tragarme todo y ayudar a repartir invitaciones en mi estúpido papel de «hermanita buena» que se alegra con el gran acontecimiento. Esperábamos familia de todos lados. Muchos sabían que yo tenía novio y querían conocerlo.

Yo estaba hecha un mar de confusiones. Mi noviazgo de seis meses con Armando era la relación ideal. Lo conocí en la secundaria. Fue mi mejor amigo durante muchos años. Antes de ser novios llevábamos más de un año saliendo, cada mes, a tomar un café que duraba de dos a cuatro horas. No sé si me hice novia suya porque necesitaba apapacho, porque era el hombre que tenía más cerca o porque creí quererlo profundamente. Estaba convencida de que Armando era mi pareja ideal: trabajador, responsable, generoso, comprensivo, espiritual, muy culto… y con un gran, gran corazón.

La relación iba excelente: mucha comunicación, cero discusiones, bellísimas experiencias compartidas. Todo era color de rosa, todo iba bien… ¿Por qué fui a engañarlo con José Alberto? ¿Por qué me dejé llevar por un momento de pasión? No me daba cuenta de que nunca quise a Armando como pareja, de que nunca me atrajo físicamente, que nuestro noviazgo fue de amigos platónicos más que otra cosa, que siempre me quedaba insatisfecha porque quería más «acción» y no sabía cómo decirle. (¿Qué iba a pensar de mí? Para él era importantísimo respetarme).

Cuando me asaltaban estas emociones, las callaba con razonamientos como éste: «¿Y qué más da que no te guste tanto físicamente? Lo más importante en una relación es la comunicación y lo espiritual». Con Armando yo era la «niña buena» que salía con el chico más íntegro y santo del planeta.

Y de repente advertí que mi realidad era otra, que vibré con un hombre que me hizo vibrar y me olvidé de todo lo demás. ¿Dónde estaba yo entonces? Me recriminaba una y mil veces: «Eres una puta que sólo busca el placer, y para colmo con alguien prohibido». «Mira a tu novio, tan bueno, tan dulce… ¿Cómo fuiste capaz de ponerle el cuerno?». Magnificaba la figura de Armando, casi poniéndolo en un altar; me sentía «sucia» a su lado.

Magnificaba también mi sensación de indignidad poniéndome por los suelos (y eso que José Alberto y yo no habíamos llegado a tener relaciones sexuales). No me atrevía ni a mirarlo a los ojos. ¡Sentía tanta culpa! Había que terminar enseguida, no podía seguir al lado de ese dechado de virtudes siendo tan vil como yo era. ¿Explicar algo? ¡Ni loca! Si no lo aceptaba ante mí misma, menos iba a aceptarlo frente a él (¡oh, la soberbia!)

Lo terminé, sin explicación, dos semanas antes de la boda de mi hermana. El peso social de que lo vieran como mi novio formal, como futuro esposo, era enorme. No lo soporté. Y llegué sola a la fiesta, que fue un martirio. Todos, toditos los que saludaba, me hacían algún comentario: «Oye, ¿Y qué pasó con tu novio?». «¿Y tú cuándo te casas? «Hermana saltada, hermana quedada», etcétera.

Yo tenía ganas de gritarles, de callarlos a bofetadas, de desaparecerme del mapa. Quería decir a los cuatro vientos: «¡Cállate! ¡Vete al carajo! ¡No soy la que crees que soy, la que quieres que sea!». Fue horrible para mi rol de «La guardaimagen». Fue la caída de «la niña buena» y su noviecito santo. Me sentía en el caos. Por lo menos con Armando, con todo y la insatisfacción, el asunto era en serio, con vistas a casarnos más adelante. Ahora ya no aspiraba a nada, ni con Armando ni con José Alberto… ¡y todo por mi culpa! Eso dolía, y mucho. Me cargaba de culpas y culpas que no venían al caso. Fue terrible.

Empezó a enchuecárseme el cuello. Yo lo atribuía a un exceso de trabajos en la universidad. Fui al hospital, con mi psiquiatra, y me mandaron a Reumatología. Nada. Luego, a Ortopedia. Nada. Entonces me mandaron a Neurofisiología, de donde ordenaron estudios. Los resultados no estaban claros. Hubo discusiones entre algunos doctores de si lo que yo tenía era neurológico o emocional.

Mi psiquiatra insistía en que era psicológico, pero con todo y cambios de medicinas no mejoraba. Un amigo me sugirió ir con alguien que curaba con masajes, hierbas y no sé qué más. Después de varias sesiones, él dijo: «Esto es más fuerte de lo que pensaba»; yo lo interpreté como que no me podía curar y dejé de ir.

En el hospital, la psiquiatra me mandó a fisioterapias. La idea me encantó cuando me explicaron qué era eso; unos días antes había ido con un tal doctor Juárez, masajista de futbolistas, que según una amiga era buenísimo y quitaba las cosas enseguida. Aullé cuando me estrujó en su mini-banquita de tablas. Creo que quedé peor.

El doctor de las fisioterapias, en cambio, me prometió que en dos semanas iba a estar bien, pero pasaron las dos semanas y no mejoré. Luego varios meses… el fisiólogo modificó muchas veces el tratamiento: con rayo láser, con tina de hidromasaje, con ejercicios, etc., pero mi cuello seguía igual. Me internaron de vuelta en el psiquiátrico…., perdí un trimestre en la universidad y salí del psiquiátrico igual de chueca que cuando entré.

Estuve con el cuello chueco año y medio. Los psiquiatras, con toda su ciencia, no se dieron cuenta de que todo era emocional, que ese cuello chueco era una forma de castigarme por haber sido «niña mala» y haber engañado a mi noviecito santo con un seminarista.

* Autobiografía de una mujer en su búsqueda por una vida libre de violencia.
Fragmento del texto Entre mi máscara y mi espejo, publicado bajo en pseudónimo de Alicia III, en Mujeres Latinoamericanas. Religión, Espiritualidad, Pecado, Cuerpo y Sexualidad». Documentación y Estudios de Mujeres, AC (DEMAC), México, 2001.

07/C/GG

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