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Entre las strippers, las monjas y Popper

Por Lydia Cacho

Durante el recién celebrado Parlamento de Mujeres de México (PMM), que cada año se lleva a cabo en el Congreso de la Unión, se armó una trifulca no muy diferente a las que cotidianamente vemos en los Palacios Legislativos del país, cuando la diversidad de opiniones se impregna de intolerancia y deseo de imposición de ideas.

Como cada año, diversos grupos estratégicos de la ultra derecha mexicana se infiltraron en las mesas de trabajo. Son grupos fácilmente detectables, conformados en su mayoría por representantes del Opus Dei, Provida y otras instituciones de la Iglesia Católica, ahora con nombres modernos que despistan.

Todas ellas se visten impecablemente, como salidas de un anuncio del Colegio Regina para niñas ricas, van siempre guiadas por sus monitores, mujeres igualmente de apariencia impecable y conservadora. Cada año las monitores llevan a más mujeres jóvenes de entre 16 y 20 años, las sientan en grupos cerrados, llevan pancartas perfectamente ilustradas con pegotes alusivos al tema. Las antiabortistas llevan fotografías de fetos humanos descuartizados, otras de hermosas embrazadas con leyendas de «ama la vida», «la familia ante todo».

Siempre hay en los grupos un par de jóvenes con habilidades histriónicas que se enfrenta con las mesas de salud sexual y reproductiva, y de ser necesario, lloran por los embriones asesinados en los abortos. En esta ocasión se opusieron sistemáticamente al uso de la píldora del día siguiente, argumentando, con gran ignorancia, que es abortiva.

Sabemos pues, que no todas las mexicanas celebramos el 8 de marzo de igual manera, hay algunas que aprovechan el foro para posicionar ideas, otras para celebrar a mujeres notables, o para hablar de las asesinadas de Juárez, pero hay otras que aprovechan la fecha para revertir los avances en la libertad de las mujeres.

Son las que piensan que la equidad es un mal innecesario en nuestra sociedad. Son mujeres que se han convertido en la mejor herramienta del patriarcado cultural que se opone a la democratización del país, espadachinas de aquellos que quisieran volver al pasado de la inequidad. Son mujeres con ideas propias, adquiridas, como todas, a través de la educación y la cultura que las rodea, es decir, son las hijas de la ultraderecha mexicana, de la intolerancia.

Muchas de ellas son poseedoras de la más flagrante incongruencia entre discurso y realidad. Baste decir que aquello a lo que se oponen como principio básico es la libertad de las mujeres a elegir, a ser dueñas de su cuerpo y a salir a trabajar, porque, según uno de sus discursos, «son las mujeres quienes fomentan el abandonos de los hijos e hijas, la violencia familiar por desobediencia al esposo y la desintegración familiar por querer ser egoístamente exitosas».

El pequeño detalle, como podemos observar, es que si ellas estuvieran en casa, poniendo el ejemplo, atendiendo al marido, cocinando todo el día, educando a sus criaturas y fomentando la paz social en un hogar feliz; es decir, si siguieran sus propios consejos, no tendrían derecho a entrar a la Cámara de Diputados, ni derecho a opinar públicamente o a elevar pancartas con posturas políticas.

Estas mujeres del Opus Dei, generalmente privilegiadas económicamente, dueñas de la frase «las pobres son pobres porque quieren» y «a los machos lo hacen las mujeres», tienen una visión sesgada de la realidad, pero son, ante todo, mujeres con derechos y voz.

Lo cierto es que las mujeres participamos en los procesos políticos desde la sociedad civil, y esa participación está conformada por diversas visiones del mundo, por plataformas y postulados muy disímiles, cada uno sustentado en creencias válidas para su grupo coincidente.

Lo cierto es que absolutamente todas las mujeres, así en genérico, tenemos derecho a la equidad, a la justicia, a sueldos iguales por trabajo igual, a vivir sin ser víctimas de violencia masculina, del acoso sexual en las calles y las oficinas, a no ser violadas por que estamos accesibles en bares y calles, derecho pues a la libertad como iguales de los varones.

Todas, absolutamente todas, tenemos derecho a decidir sobre nuestro cuerpo y sexualidad. Derecho a determinar si ser madres o nunca parir una criatura, tenemos derecho a una vida plena y libre, pero sobre todas las cosas tenemos derecho a decidir como individuas qué hacer con nuestra libertad. Si la decisión es gozarla y hallarnos en los frentes de batalla política, así sea; si es en el hogar a plenitud, así sea; si es bailando tubo porque es lo único que conozco, así sea. Si lo que queremos es ser monjas y servir sin chistar a la Iglesia patriarcal y sexista, así sea.

El tema no es unificar a «las mujeres» como una masa humana idéntica, eso sería, además de una imposible fatalidad, un intento de reduccionismo ridículo.

La verdadera meta es, citando al filósofo Karl Popper «Construir una sociedad abierta que rechace la autoridad absoluta de lo establecido por la mera fuerza del hábito y de la tradición». Si esto se logra plenamente, algún día la que fue violada y no quiere al producto de la violencia, sabrá que es dueña de su futuro y su cuerpo, y su vecina, la joven tradicional, sabrá que tiene derecho a abortar y no lo hace porque su conciencia eso le dicta.

Y ambas entenderán que la libertad es un derecho al que aspiramos todas, y en la libertad está la tolerancia a las diferencias, la posibilidad de desactivar los hábitos autoritarios y, a cambio, promover el respeto a la otredad, la equidad.

*Directora del Centro Integral de Atención a la Mujer en Cancún.

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04/LC/GBG

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