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Estereotipos occidentales de belleza fuera de las culturas indígenas

Por la Redacción

Si en las culturas occidentalizadas la estética privilegia la armonía de un cuerpo delgado, sin grandes curvas y, por ende, de apariencia algo débil, la mujer bella de los pueblos originarios es aquella que luce rellenita y fuerte, una imagen que está en directa relación con la necesidad de sobrevivencia que aún prima en estos grupos.

Alta, muy delgada y de rasgos delicados. Las «cualidades» de una mujer «bella» para el mundo de occidente está muy lejos del concepto de belleza que las culturas originarias de los pueblos latinoamericanos tienen en su ideario colectivo desde hace siglos. Una dicotomía que nos enfrenta como sociedades, en la medida que somos una fusión de ambas imágenes culturales.

En los pueblos indígenas, una mujer apreciada y continuamente cortejada es, más bien, aquella que, sin necesidad de ser obesa, demuestra fortaleza para la reproducción, tanto como para la sobrevivencia. De hecho, para los pueblos nativos, la idea de belleza está en función de la abundancia.

Muy poco se ha investigado sobre las nociones de estética en las naciones originarias de Latinoamérica, una construcción cultural que definitivamente nos determina como sociedades.

Uno de los pocos y pocas que ha trabajado en el tema es el antropólogo boliviano Wigberto Rivero, estudioso de la organización social, política y económica de al menos 24 comunidades que pueblan la amazonia boliviana, quien distingue dos elementos que armonizan con el paradigma de belleza.

El primero que señala: como estos pueblos se encuentran en permanente lucha por la sobrevivencia, «la mujer flaca no es bella para ellos; lo es aquella gordita, rellenita, pero no obesa. El concepto (de lo bello) está en función a cierta prosperidad». La explicación está en que tratándose de comunidades itinerantes, que se mueven de un espacio a otro de manera planificada, es preciso que la mujer resista con fortaleza los continuos recorridos, siendo capaz de cargar sus pertenencias y a los hijos e hijas.

El segundo elemento es la simbiosis entre naturaleza y mujer. El indígena aprecia, tanto como a una mujer fuerte, una que luzca adornos en sintonía con la naturaleza, con la fauna y flora de la selva, es decir artesanías con semillas, dientes y plumas de animales y maderas. En lo que se refiere a la vestimenta, una mujer que lleva una falda de hojas o corteza de árbol es más apreciada. En la actualidad, este hábito sólo sobrevive en los pueblos más aislados, pues con el proceso de aculturación tiende a perderse.

Lo que sí marca una diferencia es que mientras más cercana a la cultura occidentalizada se encuentre una cultura indígena, más restringido se encontrará el uso de joyas y ornamentos en las mujeres, quienes suelen desplegarlos para las celebraciones pagano-religiosas.

Igual de importante para los pueblos originarios de la región de los Andes es la forma en que la mujer luce la indumentaria.

Por su parte, el sociólogo Germán Guaygua explica que esto tiene que ver con su constitución física. El uso de la pollera, la manta y el sombrero no es bien visto si quien lleva las prendas es una mujer muy delgada. «En occidente, la estética privilegia la armonía estilizada del cuerpo, en el campo es a la inversa; esa estética está orientada a la obesidad. La gordura es un patrón muy fuerte vinculado al éxito».

Un elemento de singular importancia es el cabello. En la mayoría de las regiones latinoamericanas el pelo largo es sinónimo de abundancia y prestancia. «Cuanto más largo se tiene da mayor presencia», dice Guaygua sobre las largas trenzas que se observan en las mujeres más cercanas a los mundos rurales y/o indígenas.

Una hermosa costumbre que aún se mantiene en algunos pueblos originarios es la celebración de la llegada de la primera menstruación en las jóvenes indígenas: adquieren el estatus de mujer y todas las féminas de la aldea o grupo humano más cercano se reúnen para festejar a la nueva casadera. A partir de esta fecha, la mujer adquiere nuevos hábitos de vestimenta orientados a resaltar su belleza.

En muchos pueblos, las mujeres y niñas visten de diferente forma: en las naciones altiplánicas, generalmente las adolescentes visten una pollera sin frizado, largas, con colores muy llamativos, contrastantes, y no llevan sombrero, mas al casarse o al alcanzar la mayoría de edad usan uno y adhieren a su indumentaria la manta, la pollera frizada y las medias.

La transculturación de los pueblos originarios y la gradual migración del campo a la ciudad ha configurado en estos colectivos diversas transformaciones del canon del prototipo de la belleza femenina.

Las mujeres desarrollan un concepto de belleza en base al modelo occidental y construye los cánones de acuerdo a cómo se perciban, aunque obviamente se advierte una serie de contradicciones.

Los nuevos idearios de belleza van modificándose de acuerdo al estrato social y/o los espacios económicos donde van integrándose, dependiendo mucho, además, del grado de occidentalización del país latinoamericano donde el pueblo originario habite.

Una contradicción que tal vez debería aceptarse como tal para que emerja quizá un modelo de belleza, si se quiere, más latinoamericano y que acepte este sincretismo.

2003/LRB/MHOY/LG

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