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Flores en vida

Por Lydia Cacho

El primer muerto que vi era un General del ejército que vivía en el departamento número 102 de la calle Donatello en la colonia Mixcoac. Yo vivía en el 104 y el señor, que me parecía un verdadero anciano, tenía en ese entonces apenas sesenta años. A su esposa yo la quería tremendamente, era la señora Anita, no recuerdo su apellido, él era El General, nunca supe su nombre de pila, hasta su mujer lo llamaba así…mi General.

Recuerdo clarito que llegaba yo de la escuela a los diez años, nomás abrir la puerta hacia la escalera me topé con unos señores malencarados cargando una camilla cubierta por una lona plástica color verde militar. Flaquita que estaba yo me quedé atrapada contra la pared y la camilla inclinada con el bulto, que luego comprendí era la panza del muerto.

¿Qué traen allí? les pregunté en mi incipiente curiosidad periodística. Un muerto, dijo el que iba en el lado superior y de tajo le bajó tantito al cierre. Yo, contrario a lo que seguramente esperaba el funeralista, me asomé sólo para descubrir el rostro palidísimo y bigotón del militar.

¡Ah! recuerdo que dije y me subí corriendo preguntándome si tendría algo de malo ver a un muerto a mi edad. Con eso de que las niñas y los niños no iban a los entierros, cargaba con la impresión de que algún mal causaría estar cerca de uno; más tarde entendí que son mucho más peligrosos algunos militares vivos que los fenecidos.

Mi segunda muerta fue la mejor amiga de mi abuelita, pero a ella la soñé mientras se moría, aunque pensaron que estaba zafada, mis padres luego admitieron que efectivamente había yo «presentido» el óbito de Elena la francesa.

Luego a los quince, un galán muy hippie que se llamaba Juan Sisniega se fue a morir en un accidente automovilístico y con él nació mi primera tragedia amorosa. Un poco antes, mi mejor amigo, un chavo llamado Carlos Aguilar, decidió quitarse la vida encerrado en su habitación aspirando insecticida hasta intoxicarse (aunque se rumoraba en la secundaria que también había bebido la pócima mortal) a él no lo vi muerto.

De su fallecimiento recuerdo una suerte de evento rockero y triste en el campo de deportes del Colegio Madrid, donde se hablaba de Carlos y se callaba sobre su suicidio, los y las maestras se sentían nerviosas, como imaginado que si lo mencionaba mucho, eso de quitarse la vida se fuera a convertir una moda adolescente.

A los diecisiete la muerte me agarró asustada con otro militar: mi abuelo paterno que se fue a morir entre mis brazos, afianzado de mi mano como si fuera la vida misma y diciendo quién sabe que cosas, lo lloré muchísimo, de amor y de susto.

Hace unos años, como en cascada, se fue mi abuela materna a quien amaba irremediablemente como una maestra de la vida, la que me enseñó a cocinar y a entender que la tierra es redonda y no se vive igual en México que en Francia o en Arabia Saudita.

En menos de un año, su esposo, mi abuelo Zeca, un portugués amoroso y jovial, que hizo de mi segundo padre, se fue tras ella con las mejores intenciones de amarla en «la vida después de la vida» en que él creía fervientemente.

Lo cierto es que con el tiempo cada vez entendí con más cordura la muerte y por eso aprendí a amar más a la vida. En estos años he visto morir a mucha gente en Cancún, a niños con VIH/SIDA, a sus madres y a algunos hombres jóvenes y asustados.

A mi, me he visto morir y renacer dos veces y, finalmente, hace un par de años despedí a mi madre, que le dio una batalla campal a la Parca, negoció con ella tres años de casi morirse, pero nada; de ella heredé la necedad para enfrentar el destino manifiesto.

Es curioso, este fin de semana la gente salió a la calle a ver a sus muertos y muertas, a darles bebidas, mucbilpollo y tamales en un Hanal Pixan y otras a llenar de cempazuchil las tumbas y mausoleos.

¿Y yo, y muertas y muertos? Pensé mientras fotografiaba las bellas y coloridas ofrendas y leía calaveras.

Yo nunca he visitado la tumba de mi madre que yace junto a su padre y su madre en un mausoleo del Distrito Federal; apenas caigo en cuenta que a mis muertos los gozo diariamente, les brindo seguido un tequila o un vino, les honro con su alegría y sus fados portugueses, les veo en las fotos enmarcadas por toda mi casa.

A mis muertos y muertas les canto y les hablo como si estuvieran vivas, les pido consejo y bendición en momentos difíciles; les llevo en el alma y en el cuerpo, en el gozo de la vida, en la certeza del recuerdo imborrable.

Tal vez por eso me sorprende tanto descubrir que los panteones tienen tan poco sentido para mi; que pienso en frase la favorita de mi abuela Marie Rose: en vida, hermana, en vida. Y entiendo el privilegio de haber sido criada sin miedo a la muerte, con amor a la vida, propia y ajena. Eso si, me queda claro que siempre es mejor recibir flores y amores estando en este mundo. ¿No cree usted?.

2003/LC/MEL

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