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Gotitas rojas

Por Ámbar*

El día que mi madre murió no derramé una sola lágrima. No fue por alguna prohibición expresa, sino simplemente por falta de ganas.

Si he de ser honesta, debería decir que en algún momento de su larga y dolorosa enfermedad, llegué a desear su muerte. Cuando ella finalmente decidió desaparecer del mapa, yo experimenté una sensación de alivio. Pude respirar con profundidad y plenitud. En el instante que el médico nos comunicó que acababa de fallecer, sentí como si me hubieran quitado una losa que oprimía mis hombros.

Isabel era de baja estatura, de complexión delgada, piel muy blanca, cabello negro, corto y rizado. Ojos grandes color miel, con pestañas largas y chinas.

Sus ojos reían, lloraban, se sorprendían o dominaban. Cuando miraba a mi padre, él le decía: «Si tus ojos fueran puñales, ya me habrías matado no sé cuántas veces».

Su nariz era recta y grande. Boca de labios gruesos, que en sus últimos años semejaban una fina pincelada. En su juventud sus manos tenían dedos largos y finos. A ella le gustaba decir que eran de pianista. Al envejecer, esas manos se convirtieron en garras, pues debido a la artritis que padecía, sus dedos se deformaron, no podía estirarlos ni doblarlos.

Sus piernas eran extremadamente delgadas. Cuando estaba de buen humor, se burlaba de sí misma, diciendo que eran de fideo cambray.

Pocos meses después de enviudar, Isabel aumentó de peso. Rosario Castellanos tuvo razón al decir que el estado perfecto de la mujer era la viudez. Al morir mi padre, ella volvió a sonreír. Recuperó la vida social que le agradaba, y que durante treinta y cinco años tuvo que cancelar por prohibición de su marido.

Cuando mi madre murió, llevaba tres años anclada a una silla de ruedas, semiparalizada por una artritis reumatoide galopante.

Tenía adicción a un verbo: golpear. Nos golpeaba si reíamos con un volumen mayor al que ella toleraba; nos golpeaba con entusiasmo por hacer travesuras, como cualquier niño; nos golpeaba si teníamos la mala fortuna de caernos; nos golpeaba por romper algún traste; en fin, nos golpeaba por hacer o por no hacer lo que ella quería, y también por deporte.

Tendría yo entre cuatro y cinco años de edad cuando sucedió lo siguiente.

Isabel estaba planchando en un destartalado burro de madera que crujía a la menor provocación. Al oírlo, yo imaginaba que rebuznaba de dolor por la tortura a la que era sometido. Planchaba junto a una ventana, debajo de la cual se encontraba una caja rectangular con las esquinas puntiagudas. Era de madera color caoba. Encima de esa caja había ropa blanca y limpia, lavada a mano con jabón de pasta, serenada, asoleada con jugo de limón y sal de grano, para eliminar las manchas de óxido.

Mi madre tenía el ceño fruncido y una mueca de frustración y rabia. Yo me encontraba jugando cerca de allí. Aprovechando que se separó del burro para colocar la ropa que acababa de planchar en una silla cercana, se me ocurrió decirle: «Mamá, yo te quiero mucho», al tiempo que abrazaba sus muslos, que quedaban a la altura de mi cabeza. Isabel se enfureció, y con un gesto de repulsión me separó y arrojó violentamente contra la caja de madera gritando: «¡Quítate de aquí escuincla desgraciada, no te soporto, chocas, me fastidias, te odio, lárgate!»

No estaba preparada para esta respuesta. Perdí el equilibrio, caí y mi cabeza se estrelló en una de las esquinas de la caja. Al golpearme, una lluvia de gotitas rojas salpicó la ropa impecablemente blanca que esperaba turno para ser planchada. En ese momento sentí un dolor muy agudo del lado izquierdo, en la región del corazón, como si me hubieran dado una puñalada certera. Respiré profundamente, y en los segundos que tardé en levantarme, tomé tres decisiones: No voy a llorar, no me dolerán las caricias de mi madre, nunca más le diré a alguien que lo quiero.

Tuve suerte después de todo. La herida fue a escasos milímetros del ojo. Me levanté en silencio y salí de casa.

Al escuchar el golpe seco contra la caja, la señora Esther se asomó a la puerta de su vivienda.

-¿Qué pasó?, preguntó.

Al verme, exclamó alarmada:

-¡Pero mira nada más cómo estás, niña! ¿Pues que te pasó?

-Me caí, contesté lacónicamente.

Esta mujer fue quien me lavó con agua y jabón, rasuró la ceja, colocó miel y puso unos vendoletes sobre la herida. También lavó y plancho mi vestido blanco teñido de rojo.

Como suele pasar, del incidente hubo dos versiones. La que acabo de narrar y la oficial que dio mi madre a su marido. Por andar corriendo como chiva loca por toda la casa, pasé por donde ella planchaba, mis pies se enredaron con el cable, caí y me pegué con la caja. Y todavía agregó: «De puro milagro no se quemó».

En honor a la sinceridad, debo decir que me causó placer el hecho de que Isabel tuviera que lavar nuevamente su impecable ropa blanca, involuntariamente decorada por mí con gotitas rojas.

*La autora creció con violencia y gracias a la literatura fue cerrando sus heridas.

06/CV

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