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La lámpara de Diógenes

Por Rubí de María Gómez Campos

«El pueblo de Iztapalapa exige: destitución inmediata de Rafael Acosta (alias Juanito)». Así reza la manta que llevan los seguidores de Clara Brugada, quienes a inicios de semana, estaban por presentar una petición formal de remoción del personaje que, al mismo tiempo que cumplir su mandato ante la delegación de referencia, se prepara como actor para la obra de teatro Ay Juanito no te rajes.

«Si María Rojo lo hizo, yo por que no», afirmó el polémico comediante; quien no parece darse cuenta de cómo se aprovechan de su simpleza, múltiples figuras del mundo del espectáculo teatral, mediático o político, que surcan el entorno público de hoy.

Juanito no tiene ningún discurso aprendido, esta es una idea maquiavélica que me he propuesto, y me estoy aprovechando de su popularidad. (…) Estoy contratando a un fenómeno social mediático que nos va a servir mucho para que la gente vaya y se desahogue, dijo Alberto Rojas El Caballo, actor y productor de la obra (Milenio Diario, 20 de noviembre de 2009).

Desafortunadamente, la escasez de discernimiento que caracteriza a esta cómica figura, que se ha apoderado junto con sus promotores del escenario público de la política mexicana, no es exclusiva de un partido político o de la disputada delegación. Los «Juanitos» y «Juanitas» abundan en el panorama nacional, tanto en los partidos políticos como en los gobiernos que deciden a todo lo largo y ancho de nuestro dolorido país.

Y no satisfechos con el poder obtenido mediante artilugios diversos, los mediocres «políticos» y «políticas» que nos circundan, amenazan con seguir avanzando en la escalada de poder que les ofrece la débil participación ciudadana. La misma que, cuando emerge, no siempre lo hace limpiamente sino alimentada por la compra desvergonzada de conciencias, y el acarreo que muchas veces, a base de promesas y expectativas fundadas en la carencia previamente establecida, sigue sujeto a la dádiva indigna de grupos poderosos o en busca del poder.

Para un pueblo que sobrevive a duras penas la extrema desigualdad -desigualdad que se mantiene y se agudiza a pesar de los supuestos avances democráticos de la izquierda- la participación social activa (así sea como acarreados) es para muchos la única alternativa a la pasividad que se vive del otro lado de la línea «crítica», en un país colmado por la violencia social e institucional así como por las demandas no escuchadas de justicia social.

La aparente confianza de las y los ciudadanos en personas tan débiles y defectuosas como Clara Brugada, Andrés Manuel López Obrador o, en otros momentos, Rosario Robles, y ahora, Marcelo Ebrard, proviene de la necesidad acuciante de mantener la esperanza en alguien que aun conserve el sentido común. Sentido que, de cobrar vigencia, obligaría a la clase política a reconocer el valor de la justicia y el compromiso solidario con la sociedad.

No obstante, sólo la participación crítica y el activismo organizado de la sociedad podría parar el avance desenfrenado de una clase política que sólo se sujeta a la defensa de sus intereses personales y se guía por una aspiración al ascenso de su anodino poder.

Después de casi 100 años de promesas incumplidas y del fracaso sistemático de un proyecto democrático que ha quedado en las manos ruines de quienes sólo supieron aprovechar las profundas necesidades sociales para llegar al poder, y olvidaron la causa y los principios que decían defender, la revolución social de comienzos del siglo XX, es coronada por una tragicomedia pública, actuada por seres ordinarios que se erigen en políticos, aunque desconozcan totalmente la dignidad del poder.

Hoy, «Juanito», se dispone a resarcir sus límites innatos «estudiando derecho» -algo parecido ocurre en Michoacán, en donde una actual funcionaria de la universidad prometía durante la campaña al gobierno de Leonel Godoy títulos universitarios a quienes votaran por él. Hoy existen funcionarias gubernamentales mostrencas que, sin contar con estudios de bachillerato, aseguran estar inscritas en la Universidad- y a recuperar el espacio que le fuera entregado por un electorado creyente en los confusos caminos del «bien» social, aunque empedrados de chuecas disposiciones.

Desconfiando hasta de las leyes, y sobre todo de los cauces legales que evidentemente sólo sirven a los intereses del más mañoso (como ocurrió en el último proceso de elección presidencial), los habitantes de Iztapalapa decidieron invertir la lógica y confiar mejor en la palabra y las buenas intenciones enunciadas públicamente, que en los caminos rectos de la paciencia y el activismo político, sin darse cuenta que con su confianza daban el mando a un estólido que hoy se apresta (después de «desquitarse» cobrando sus 40 mil pesos, y con la certeza de que cualquier partido «quisiera tener a un ‘Juanito’ en sus filas») a proyectarse, a través del cine y la televisión, a llegar a la jefatura del Distrito Federal.

Después… no preguntemos qué sucedió. Si «Felipito» llegó…

09/RMGC/LGL

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