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La violencia de la sumisión

Por la Redacción

Primera parte

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

México, DF, 26 nov 07 (CIMAC).- Tenía 21 años cuando ingresé a una casa de formación, para ser religiosa. Me sentía segura y confiada en que ese era mi camino. Había dejado en el tercer semestre una carrera de administración de empresas; había dejado, con mucho dolor, un maravilloso grupo de campismo llamado Atma Omnium (Universo en armonía), dejé a mis papás y dos hermanas solteras (soy la mayor), había regalado mis libros, mis discos, mi ropa.

Después de un retiro vocacional al que me invitaron, «de casualidad», sentí el llamado de Dios, o al menos eso me pareció. Me conquistaron las religiosas con su alegría y su trabajo con jóvenes en escuelas y centros de misión. Yo quería hacer eso, y las veía muy contentas. Pero una cosa es lo que se ve desde fuera y otra muy diferente la disciplina y las reglas al interior…

DIOS ES ORDEN, decía el letrero arriba de la mesa de la lavandería, el lugar en que las prendas de todas se doblaban. DIOS ES ORDEN, rezaba el letrero del cuarto de costura, arriba de todas las máquinas de coser. «Dios es orden», oía la voz de la hermana encargada de la capilla, aunque no, allí no había letrero.

¡Qué desesperación! En la sacristía, donde se guardaban los implementos de la misa y donde se elaboraban bellísimos arreglos florales, había una colección formidable de trapos. Y cada trapo era para limpiar algo determinado. Y, cuidado con equivocarse. En la cocina, las decenas y decenas de recipientes de plástico para guardar alimentos debían ir estrictamente por tamaños, no cabía error.

Un día estaba en el comedor. Éramos como veinte novicias. Me tocaba servir, ir de mesa en mesa poniendo a cada una la ración correcta en su plato, para todas la misma. Mil ojos estaban puestos en cómo lo hacía. Era difícil que las raciones quedaran iguales, empecé a ponerme muy nerviosa. Derramé algo, con la consiguiente llamada de atención.

DIOS ES ORDEN, sí, pero yo no acababa de ajustarme a ese orden. Era un orden impecable, preciso, perfecto. «Hay que tender a la perfección», me decían. Sí, pero, ¿por qué especialmente en el quehacer y en la limpieza?, ¿por qué tallar las paredes, ollas y pisos hasta que brillaran? ¿Por qué esa disciplina tan rígida en todos los ámbitos de la vida comunitaria?

«Hay que caminar con compostura». «Hay que estar ordenada». «Hay que respetar a las superioras». «No hagas preguntas inoportunas»… poco a poco se me formaba una armadura, quemando todo rastro de espontaneidad. Cuando July y Gabriel, mis amigos del grupo de campismo, venían a la visita mensual, me decían que me veían tan, pero tan cambiada…

Me costó sangre intentar lo que llamaban «obediencia pronta y alegre». Yo decía «sí» y hacía las cosas, pero por dentro me carcomía el coraje. Mi gran dilema era el toque de la campana, porque por lo general tenía reguero de cosas, estuviera donde estuviera. (En mi pupitre del estudio sacaba cuadernos, libros, lápices, todo allí. En la cocina desparramaba las cosas aunque sólo fuera picar fruta). Entonces sonaba la campana para cambio de actividad. «Y la campana es la voz de Dios», nos decían.

Había dos toques, uno para «advertencia» y otro, diez minutos después, el definitivo. Cuando oía el primer toque yo temblaba en medio de mi regadero. Mi eterno dilema era éste: «O dejo regado y llego a tiempo, o arreglo y llego tarde». De las dos formas había regaño, en el primer caso por dejar «desórdenes», y en el segundo por ser impuntual.

Había un clóset con tablas de madera verticales y horizontales que marcaban divisiones. Un casillero para cada una, sin puerta, numerados. La puerta era del clóset y todas podían ver lo de las otras, aunque sólo metieran mano en su número. Mi dificultad es que nunca me cupieron mis cosas en el espacio que nos daban como casillero, como nunca han cabido mis diez mil proyectos en el tiempo disponible que he tenido.

Desde siempre uno de mis problemas mayores fue que no me alcanzaba el tiempo para hacer lo que quería, quizás porque siempre he querido hacer demasiadas cosas. A cada rato alguien abría el clóset de los casilleros y me llamaban para decir que todas mis cosas se habían caído, que fuera a acomodarlas…

Igual, o peor, que querer «hacer» cosas era querer «saber» cosas. Pero no sólo los conocimientos de las materias, no. Era una curiosidad insaciable sobre las hermanas, la estructuración de las casas, los procesos de la organización interna… «No sabes gatear y ya quieres correr», diría mi mamá. Los dos primeros años fui «la preguntona». Algunas me lo señalaron como un defecto, a otras les gustaba responder. El asunto es que quería racionalizarlo todo en vez de vivenciar mi pedacito.

Yo me sentí siempre presionada emocionalmente, pero también hice el cuadro más chico de lo que era. Fui sumamente perfeccionista, desde que llegué, y eso me creaba impaciencia y frustración cuando las cosas no salían como debían ser. Me costaba mucho admitir mis errores…

Pero me quedé porque había grandes satisfacciones. Estaba descubriendo otro mundo allí dentro. Un mundo donde compañeras que eran extrañas se vuelven como hermanas por todos los lazos que compartíamos, un mundo donde los grupos de niñas, niños y jóvenes que atendíamos eran la razón de ser de cualquier sacrificio.

Un mundo, también, donde el teatro era espacio de reflexión y de acción compartida (montábamos obras teatrales cada dos meses, yo escribía el guión), un mundo donde los ratos de oración común en la capilla eran el espacio para descubrir a Dios cercano y amigo, con signos que se vuelven mensaje, con un horizonte de retos espirituales que alcanzar. Un mundo donde el trabajo en equipo era importante y valioso, y donde se valoraba el aporte de cada una y su esfuerzo, no su capacidad intelectual, un mundo de compartir profundo y de crecer…

Pero era también un mundo con sus tremendas contradicciones, y yo no tenía vocación. Entré impulsivamente, después de una experiencia de «retiro» muy intensa. Y cuando me di cuenta de que no era mi lugar estar allí, no tuve el valor para salirme. Pasaron casi cuatro años antes de descubrir, de manera traumática, que yo no quería en el fondo ser religiosa.

* Autobiografía de la búsqueda de una mujer por una vida libre de violencia.

07/GV/GG/CV

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