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Malas Palabras

Por Cecilia Lavalle

No me gusta nada esa mujer, me dijo un amigo. ¿Por qué?, pregunté, parece que hace de manera muy eficiente su trabajo. No me gusta como habla, sentenció, dice malas palabras.

Mi amigo se refería a la Comisionada Nacional para Pueblos Indígenas, Xóchitl Gálvez, una mujer cuyo desparpajo al actuar y al hablar la han colocado en un lugar especial dentro de las figuras políticas nacionales. Sin duda, la ortodoxia no es lo suyo.

Su particular estilo para trabajar, para llevar a cabo las tareas encomendadas ha sido cuestionado y criticado. Hace poco apostó con el gobernador del estado de San Luis Potosí la edificación de un puente para la zona indígena conocida como Huasteca Potosina; si en un partido de fútbol ganaba el San Luis con recursos de la federación se construía el puente, si ganaba el Cruz Azul el gobierno estatal pagaba el puente. Perdió el Cruz Azul. Perdió Xóchitl. Ganó la Huasteca. De cualquier manera ganaba. Eso hace especial a la funcionaria. Claro, ahora anda viendo cómo conseguir dinero extra para cumplir su palabra. Y podemos tener por seguro que lo conseguirá.

Pero más allá de su estilo y de las estrategias que emplea para conseguir los objetivos propuestos, lo que más se le critica a la responsable de las políticas públicas para los pueblos indígenas es su forma de hablar. Y es que lo mismo en conversaciones privadas que en discursos públicos, en entrevistas televisivas que en conferencias de prensa, ante sus compañeros de trabajo o frente al presidente de la República, Xóchitl incluye en su vocabulario lo que popularmente se conoce como «malas palabras».

Es curioso que se le critique más su vocabulario que sus estrategias; es más tengo la impresión de que se repara poco en los resultados de su labor y demasiado en su forma de hablar. Las groserías escandalizan a más de uno, y parece que escandalizan particularmente porque se trata de una mujer quien las pronuncia. Aún hay muchos que piensan que calladitas nos vemos más bonitas; pero si es inevitable que hablemos en voz alta lo menos que quieren oír son, diría mi amigo, palabras que escucha en las cantinas. Entiéndase: palabras que usan los hombres entre hombres.

Acaso el punto fino de este asunto es que devela una particular forma de ser de nuestro pueblo. En México la inmensa mayoría de la gente utiliza groserías en su leguaje cotidiano. Pero lo hace en privado, en corto, con sus amistades, o en lo que considera lugares apropiados. En ese sentido si, como algunos afirman, somos lo que hablamos, podríamos concluir que somos personajes de doble cara. Un lenguaje en público, otro en privado. Una cara en público, otra en privado. Una moral en público, otra en privado.

Y en esa lógica es comprensible que a las groserías se les llame «malas palabras».

Inevitablemente me pregunto: ¿Hay palabras buenas y palabras malas? De ser así, ¿qué define la bondad o maldad de una palabra? ¿Su sonido?, ¿su significado?, ¿el tono en el que se dice?, ¿el contexto en el que se emplea?

Madre, por ejemplo, ¿es una buena o una mala palabra?

Nuestro singularísimo verbo «chingar» recientemente aceptado por la Real Academia de la Lengua Esapañola, ¿es una buena o mala palabra?

Si nos atenemos al sonido, ambas palabras «madre» y «chingar» tienen un sonido amable, quizás no tan bello como «colibrí», pero tampoco tan poco dulce como «moco». Concluyo entonces que guiándonos por el sonido acaso podamos cometer injusticias en eso de catalogar a las palabras entre buenas y malas. Eso sin contar que tal división carecería por completo de sentido entre las personas sordomudas. Vayamos entonces a los conceptos, a los significados que les hemos dado a las palabras.

Pero entonces en ese terreno me siento confundida, porque «madre» y «chingar» son palabras que en México se utilizan indistintamente para expresar vida, alegría, euforia o maravilla y media, y también para expresar lo caótico, lo terrible, el fin o desastre y medio.

No dejo de percibir que el concepto –el significado diría mi maestra de lingüística- nos brinda mayores elementos para –si de eso se trata- clasificar a las palabras en buenas y malas. Eso explicaría porqué palabras como «chachalaca» o «gober precioso» han pasado a formarse en la fila de malas palabras. Sin embargo, no resuelve mi dilema. Y es que no entiendo porqué mucha gente se escandaliza cuando escucha a Xóchitl utilizar palabras como cabrón, carajo o pendejo, pero no cuando escucha palabras como pederasta, violación, corrupción. ¿Será un asunto de doble moral?

Apreciaría sus comentarios: [email protected]
* Periodista mexicana
06/CL/LR

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