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Mi romance con un seminarista

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

«Puedo hablaros del bien que está en vosotros, mas no del mal. Y, ¿qué es el mal sino el bien torturado por su propia hambre y sed? La verdad es que cuando lo que siente es sed, bebe hasta de las aguas estancadas».
Gibrán Jalil Gibrán

México DF, 4 dic 07 (CIMAC).- Después de mi frustrada vocación como religiosa, trabajé un año en la venta de libros católicos. Iba a los cursos de Teología, Biblia y Catequesis a ofrecer mi mercancía a seminaristas y religiosas.

Creía que mis relaciones con el sexo opuesto eran «muy sanas y con confianza». En apariencia sí, pero me engañaba. Me engañaba aplastando o marginando cualquier sentimiento de deseo o atracción, desviando mi mirada hacia los hombres en la calle o en el pesero.

«Hay que mortificar la vista», dirían las religiosas, despreciando mi cuerpo y mis sensaciones en aras de una malentendida espiritualidad. A ello contribuía que la mayoría de los hombres con los que me relacionaba eran sacerdotes o seminaristas. Estaban descartados de entrada, pintaba mi raya. No me permitía ni siquiera fantasear con alguno de ellos; era algo prohibido y castigado por Dios. Ellos eran sus elegidos, y me tocaba ayudar con mi oración y mi amistad limpia «a preservarlos del contagio del mundo y sus concupiscencias».

La excepción a la regla fue José Alberto. En los meses que duré visitándolos en su casa de formación con mis libros a cuestas me sorprendía a veces pensando en él con cariño, deseando el siguiente encuentro, que me tomara de la mano al despedirnos.

Era un grupo de seminaristas, cinco, muy unidos, con los que floreció una amistad muy bonita. Uno de estos seminaristas, Rubén, captó enseguida mi búsqueda espiritual y mi falta de identidad, y me cuestionaba fuerte a través de comentarios casuales o preguntas capciosas.

José Alberto, en cambio, lo que captó con más fuerza fue mi vacío afectivo. Yo lo veía alto, fornido, con mucha seguridad en cada actitud y movimiento. Me imponía mucho. Lo consideraba un poco mi guía y le confiaba inquietudes y vivencias pidiéndole consejo. Pero detrás de las apariencias y del «discurso angelical» había un elemento arrollador: la atracción física.

Un día me habló Rubén a mi casa, que ya no fuera a visitarlos a su seminario. Hubo un problema con su grupo de compañeros y algunos se salieron. Él, Rubén, iba a continuar su formación en otro seminario. José Alberto no sabía qué iba a hacer…, yo me quedé con una opresión en el pecho esperando noticias…

Tiempo después me habló José Alberto. Nos vimos en Bosques de Tlalpan. Me confió que había pedido un año de prueba fuera del seminario para reflexionar si tenía vocación al sacerdocio o no.

Después de horas de plática y de confidencias, yo me sentía muy cerca de él emocionalmente. Comenzó a llover y nos refugiamos en el rincón de una casa grande. Me acerqué, acurrucada en su abrazo. ¡Era tan delicioso! Y estalló el beso. El principio de muchos otros besos.

Pero al momento de la despedida, cuando me preguntó anhelante cuándo sería el siguiente encuentro, yo pensé estúpidamente en su vocación y no en nosotros. «Ojo. Es un hombre que quiere consagrarse a Dios. No puedes convertirte en un obstáculo en ese camino suyo». Y mis palabras fueron ambiguas, sin mucho entusiasmo, muy contrario a lo que en verdad sentía.

Pero el corazón tiene razones que la razón no conoce, y meses después hubo otro encuentro, mucho más intenso que el anterior. Él me confió que, en ese año de prueba lejos del seminario, quería tener la experiencia de una novia… y me miró significativamente.

Yo sabía que era un riesgo lanzarme a esa aventura con él. ¿Y si decidía regresar al seminario? Pero la atracción me ganó. Sellamos con un beso el principio de una relación que mil veces me quitó el sueño.

Yo me debatía entre el amor y la culpa. Me sentía muy mal por amar a un seminarista, pero no podía evitarlo. ¡Cuántas veces, descolgando el teléfono, me hacía violencia para no llamarlo! «Él quiere ser sacerdote, no tienes derecho a perturbarlo», me decía. Pero a veces le llamaba o él a mí y nos veíamos… luego, yo me recriminaba.

Finalmente pasó el año de prueba. Sabía que la siguiente cita era crucial porque me compartiría su decisión: regresar o no regresar al seminario. Yo había hecho muchas veces «oración de abandono», diciéndome a mí misma que si Dios lo llamaba al sacerdocio, tendría que estar muy contenta por un sacerdote más para nuestra Iglesia católica.

Sin embargo, cuando ya, frente a frente, José Alberto me dijo que se regresaba al seminario, sentí un balde de agua fría. ¡Cuál oración de abandono ni qué nada! ¡Era un dolor al rojo vivo que me calaba hasta lo más profundo! Como si me arrancaran un pedazo de carne… y quería lanzarme en sus brazos y apretarme contra su pecho y llorar y susurrarle que lo quería muchísimo y que su decisión me partía el alma… Pero no.

Paré en seco el torrente de sentimientos. Tragué saliva varias veces, sonreí y le dije «tranquilamente»: «Estoy contenta, estoy contenta de que te vayas…» ¡Mentira! Yo tenía las tripas hechas nudo y me lo guardé todo.

Sin embargo, había un rayo de esperanza: Él me dijo que regresaba al seminario, pero que no estaba seguro de su vocación… ¡Oh, maravilla! ¿Y si un día colgaba los hábitos por estar enamoradísimo de mí?

Mi fantasía era que José Alberto dejara su seminario y regresara a mi lado, pero la realidad era otra. La realidad era que empezamos un «doble discurso» que nos hizo mucho daño. Él seguía en su seminario y nos veíamos en sus vacaciones… y todas las veces me dijo que no estaba seguro de querer ser sacerdote…

En una de sus ausencias, yo entré a un grupo de autoayuda. Allí me dijeron que José Alberto era una dependencia malsana con la que había que romper. Entonces decidí no verlo más y comencé a andar con un chico, Armando, mi mejor amigo…

Pero la cabeza decía una cosa y el corazón otra. Cuando José Alberto me llamó por teléfono en sus vacaciones, yo corrí a su lado. Y tuvimos un encuentro muy intenso, muy bello… y muy complejo. Ambos éramos dos manojos de contradicciones…

Yo estudiaba comunicación en la Universidad Autónoma Metropolitana, era buena estudiante, «matadita», como dirían mis compañeros. Sin embargo, por primera vez en la vida me fui de pinta para ver a José Alberto.

Cuando regresé a la universidad, teníamos que estar en unas conferencias en el auditorio. Yo me replegué en el último rincón, el más oscuro, y mis lágrimas afloraron a torrentes… ¿Cómo fui capaz de serle infiel a mi novio y (lo peor) con un hombre que quería consagrarse a Dios?

Pero la vida sigue y tuve que poner atención a las conferencias para presentar mi reporte. Siguió la relación con mi novio, pero ya nada era igual. Me di cuenta de que no lo quería, que seguía enamorada de un imposible…

* Autobiografía de una mujer en su búsqueda por una vida libre de violencia.

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