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Mujeres prehispánicas: una vida de pleno reconocimiento

Por Ma. Guadalupe Gómez Q.

«Criaturita, tortolita, pequeñita, tiernecita, bien alimentada? Como un Jade, una ajorca, turquesa divina, pluma de quetzal, cosa preciosa, la más pequeñita, digna de ser cuidada, tierna niña que llora, criaturita que aparece limpia y pura», así eran consideradas las niñas en el México prehispánico desde el momento de nacer.

Porque las mujeres, antes de la llegada de los españoles a la tierra donde hoy es México, tenían un lugar bien definido y reconocido, dentro de una sociedad que, a pesar de eso, no era igualitaria.

En ese mundo mesoamericano, donde no existía el diablo, pero sí un profundo sentido comunitario de supervivencia, las mujeres estaban perfectamente integradas dentro de un todo, dentro de un cosmos vital.

El ciclo de la vida, tanto de las personas, como de los animales, las plantas y los elementos naturales (el agua, el viento, la lluvia) era el centro de estas sociedades. Y en él las mujeres representaban la posibilidad de seguir existiendo.

Por eso la fertilidad femenina era, desde el inicio de estos pueblos, venerada. Así lo testimonian las miles de figurillas de mujeres embarazadas que encuentran los campesinos y estudian los arqueólogos por todo el país.

Desde la gestación hasta la muerte, los mesoamericanos hacían actividades y rituales específicos. El paso de una etapa a otra, por ejemplo, era signado por determinadas normas sociales, celebraciones, deberes y obligaciones. Eran reverencias ante la vida.

Era común la creencia de que los cerros y las montañas podían embarazarse y que la cueva podía tener el carácter de matriz. Son varios los códices que testimonian tal creencia, como en la Historia Tolteca Chichimeca, donde se observa un cerro con cuevas de donde son paridos pueblos.

En el mundo prehispánico la naturaleza entera, es decir, tanto los seres vivos como los inanimados, estaban dotados de vida y por tanto podían ser preñados.

EMBARAZO

Bailes, comidas y baños en temascal eran comunes cuando una mujer paría. Nada importaba que fuera niña o niño el recién nacido, porque lo que se celebraba era la existencia.

En la zona Mixteca, por ejemplo, los sacerdotes rogaban por la embarazada y, cuando llegaba la hora del parto, iban por leña al monte, la traían a cuestas, la bendecían y con ella calentaban el baño, el temascal, que tenía un carácter tanto higiénico como divino.

Si era un niño el nacido le ponían una flecha en la mano. Y si era niña, un huso. La partera derramaba sobre los infantes agua de una fuente que tenían por «santa».

Durante 20 días iba la recién parida al temascal y se hacían fiestas en honra a la diosa de los baños: cantaban, comían y bailaban. Y la fiesta para ella y para la criatura se repetía cuando ésta cumplía un año.

A los siete días, ponían nombre a la criatura. Los sacerdotes le hacían una pequeña incisión detrás de la oreja y ofrecían a los dioses la sangre que le brotara.

Entre los nahuas los nombres calendáricos correspondían al día de nacimiento, es posible que así lo hicieran también los mixtecos.

Hombres y mujeres tenían además un sobrenombre, como por ejemplo 8 Venado, Garra de Tigre, y éste era el que se le daba al infante.

Luego, «a los primeros destellos de la razón», dice Francisco de Burgoa, los infantes eran conducidos al templo, donde el sacerdote les daba una larga y conmovedora instrucción religiosa recordándole que dios le había dado vida y que le había buscado amigo y guardián en el animal que le había sido indicado, y que por lo mismo, era forzoso agradeciese a su dios tan gran beneficio.

El guardián asignado por el sacerdote a la niña o al niño se convertía en amigo y protector, compañero y guía, definía su futura personalidad y ambos corrían igual fortuna, próspera o adversa, quedando la vida misma sujeta a idénticos peligros, relata el historiador José Antonio Gay.

UNA MUJER JOVEN

La educación de la juventud era dura y entre los mesoamericanos. La mujer no era, como entre algunos europeos, un ser ocioso, un objeto de lujo, un costoso adorno del hogar, sino un ser racional y activo cuyos trabajos se reputaban el complemento de los del varón para integrar el bien y la felicidad de la familia.

Por eso al nacer recibía un malacate, símbolo que le recordaría perpetuamente sus deberes, enseñándole que con su laboriosidad y diligencia domésticas, no menos que con su belleza y amor, tenía que hacer la delicia del hogar.

Desde la infancia se ejercitaban en tener limpia la casa, preparar los alimentos y tejer los vestidos. El metate y el malacate son todavía su ocupación principal en muchas mujeres campesinas.

Llegando a la madurez, cuando se consideraba a los jóvenes listos para el matrimonio, los padres arreglaban el casamiento de sus hijos apenas entrados en la pubertad.

Los padres del joven ?apenas adolescente- elegían a la mujer con quien se habría de casar. Ésta debía ser hacendosa, limpia, diligente y hermosa, sin importar con qué bienes materiales contara en su familia. Aunque la familia del muchacho hacía algunos obsequios a la de ella.

En la Mixteca la alianza matrimonial se celebraba de la siguiente manera: una vez que se había elegido la hija de cacique, los padres de los novios consultaban con los sacerdotes si la unión convenía, si tendría descendencia.

Le llevaban presentes a los sacerdotes, tal vez para ofrendas, y éstos invocaban a sus dioses antes de dar alguna respuesta. Y si era favorable, los padres del novio enviaban mensajeros con regalos para el padre de la muchacha, tres o cuatro veces.

El día de la boda, iban por la muchacha y la cargaban a espaldas y la llevaban a la casa del novio, donde los sacerdotes decían sus discursos.

VEJEZ Y VENERACIÓN

A diferencia de lo que ocurre desde la imposición de la cultura occidental, en Mesoamérica los viejos, tanto mujeres como hombres, adquirían una categoría especial, de gran respeto, frente a la sociedad: eran los mediadores entre los hombres y los dioses.

Sus arrugas reúnen la experiencia de lo hecho, con el espejo del futuro. Los viejos suelen representar a los padres de todos los dioses. Se relacionan con el conocimiento de los ingredientes con los que se crearon los hombres.

Así por ejemplo, la diosa maya quiché Ixmucane, «La abuela», se encargaba de moler las mazorcas amarillas y blancas con las que preparaba las bebidas de las que proceden los músculos y el vigor de los hombres, como se narra en el Popol Vuh.

Las imágenes de ancianos moviéndose por el cielo, ricamente ataviados, que adornan una tumba de Monte Albán indican que la vida se prolonga después de la muerte, perdura en la conciencia de una familia, porque los ancianos son tronco y ramas de los linajes de los nobles antiguos zapotecas; por su conducto se borraban las fronteras entre la vida y la muerte.

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