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Murió doña Amalia Solórzano de Cárdenas

Por Guadalupe Gómez Quintana

«Primeras damas somos todas las mujeres de este país», dijo Amalia Solórzano de Cárdenas negándose a asumir ese «titulo» que le otorgaba la clase política mexicana por su condición de esposa del presidente, Lázaro Cárdenas del Río.

Y hoy, el día de su muerte, ocurrida a los 97 años de edad en esta ciudad, las imágenes sobre su vida pública, siempre discreta y efectiva, se suceden en la memoria de muchas y muchos mexicanos y reafirman la certeza de su dicho.

Afín a las ideas políticas y sociales de su esposo, no asistió a la toma de posesión del general Cárdenas como presidente de la República y participó escasamente en los actos públicos de lo primeros años del mandato. No gustaba de las joyas y su condición de ama de casa y madre de familia tampoco le causaban rechazo. Se dedicó a cuidar a su hijo Cuauhtémoc y a varios niños que compartían su casa.

Pero las obligaciones derivadas de la presidencia de Lázaro, quien la llamaba cariñosamente «Chula», la llevaron a presidir actos de mujeres, mítines de sindicatos y asambleas de intelectuales, casi todos calificados en la época como de tendencia «izquierdista».

Instaló una oficina para mantener contacto con organizaciones de mujeres de la República, apoyada por su secretaria Soledad Vázquez Gómez. Y formó la Asociación del Niño Indígena y el Comité de Ayuda a los Niños Españoles, que llegaron a México como refugiados de la Guerra Civil Española.

En 1937 encabezó a un numeroso grupo de mujeres que recibieron en la terminal del tren de Buenavista a cientos de niñas y niños cuyas madres y padres los enviaron a México con el fin de salvarlos de la guerra contra el fascismo español.

Al año siguiente, cuando tenía 23 años, convocó a las mujeres del país para recabar recursos y hacer frente a la expropiación petrolera emprendida por el gobierno de Lázaro. Éste le habría dicho: «Chula, creo que debe invitar a la mujer a una participación directa y motivarla en este momento que es tan urgente la presencia de todos los mexicanos. Hay que hacer labor en las escuelas, las familias, en fin, un llamado nacional».

La respuesta llegó pronta, pues para entonces diversas organizaciones femeninas luchaban ya por el derecho a voto, celebraban congresos, exigían la participación en la política nacional y se negaban a cumplir el destino impuesto del cuidado del hogar y la maternidad. Participaron, por tanto, gustosas en defensa de la nacionalización petrolera.

Como testimonio quedan innumerables fotografías en el Palacio de Bellas Artes, donde Amalia presenció la entrega entusiasta de bienes, desde gallinas hasta joyas, de las mujeres mexicanas en respaldo a la soberanía nacional sobre el petróleo.

Terminado el periodo presidencial, Amalia siguió acompañando al General en la vida pública y en su viudez se convirtió en símbolo de la propuesta política del Cardenismo.

Como parte de la clase política mexicana, doña Amalia, como la llamaron respetuosamente, no dejó escándalo. Acompañó tanto la carrera política de su esposo, como la de su hijo Cuauhtémoc y aún tuvo oportunidad de ver que su nieto Lázaro fuera, al igual que su abuelo, gobernador de su natal Michoacán.

En esa entidad, en la localidad de Tacámbaro, ella nació en 1911, ahí conoció también al general que se convirtió en su novio y más tarde en su esposo (a pesar de la oposición paterna) con quien se casó un 25 de septiembre de 1932. Michoacán la acompañó hasta la Ciudad de México, porque el General nombró la residencia presidencial como Los Pinos, en honor al sitio donde se habían conocido en su entidad natal.

Recibió reconocimientos nacionales e internacionales, como la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, máxima condecoración que otorga el Gobierno español y la Presea Generalísimo Morelos, de parte del gobierno de Michoacán, por mencionar solo algunas.

Para la historia queda su lento andar en Chiapas, apoyada del brazo del Subcomandante Insurgente Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), acompañada también por mujeres indígenas, niñas, niños y milicianos zapatistas, aquel día de noviembre de 1996 en que el comandante indígena David le dijo que ella era «de palabra y corazón verdadero».

08/GG

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