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Olga Sánchez, la “Patrona” de las personas migrantes en Chiapas

Por Patricia Chandomí, corresponsal
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En 1991, su intención era llevar una palabra de aliento a las personas enfermas de Hospitales Públicos de Tapachula y se dio cuenta que entre ellas había unas en mayor vulnerabilidad: las personas migrantes, que no necesitaban aliento, sino ayuda concreta, medicinas, casa, alimento.
 
Olga Sánchez, presidenta del albergue “Jesús, el Buen Pastor”, se puso a vender ropa usada en septiembre de aquel año y a pedir limosnas en las calles para poder comprar medicamentos, sobre todo a migrantes amputados de piernas y brazos a causa de sus caídas de las vías del tren en Ciudad Hidalgo.
 
“Me di cuenta de que una vez que les daban de alta, las personas migrantes no tenían a dónde ir, no querían regresar a su casa, lloraban de tristeza e impotencia. Prefiero que mi familia piense que me morí, decían sobre todo los que estaban macheteados, amputados de piernas y brazos. Ni siquiera podían alimentarse, había que darles su comida en la boca”, cuenta doña Olga Sánchez, Premio Nacional de Derechos Humanos 2004.
 
“El primero que llevé a mi casa era de Guatemala, me acuerdo bien. Después puse 15 colchonetas en mi casa y me lleve a más personas, algunas amputadas, otras enfermas de VIH, mujeres violadas, asaltadas”, cuenta Olga.
 
Después logró que le prestaran una casa, donde llegó a tener a 75 personas migrantes. Posteriormente, gracias a un reportaje en una revista, un diplomático canadiense conoció su trabajo y gestionó una casa para el albergue.
 
“Me empezaron a mandar a todo tipo de migrantes con distintas problemáticas, dice, incluso personas que llegan a morir y a quienes les dábamos entierro, el velorio con todos los de la casa, flores, rezos”. En estos 20 años de trabajo voluntario, en el albergue han muerto cerca de ella 11 personas migrantes, 7 hombres con VIH y 6 de tuberculosis, 3 hombres y 3 mujeres. “Me han mandado hasta personas indigentes”, relata.
 
Sus ayudantes son toda su familia, su esposo, sus tres hijos y una hermana menor. Entre todos venden ropa usada y tienen pequeños comercios de pan y dulces para poder sostener el albergue.
 
Doña Olga recuerda que en una ocasión “llegó al albergue un grupo de jóvenes centroamericanos, tocaban desesperados porque los venía siguiendo los de la pandilla de la Mara-Salvatrucha. Cuatro o tres migrantes el albergue, todos ellos amputados, les abrieron la puerta. Al entrar se quedaron sorprendidos “¿quiénes son ustedes, que no es aquí un albergue para migrantes”? “Sí –les respondieron–  nos caímos de las vías del tren y así quedamos”. Después de escucharlos, “me lloraban los muchachos para que les diera para su pasaje de regreso a su país, ya nadie quería subirse al tren. No queremos quedar así, me decían”.
 
Estuvimos tres años en la casa prestada,  “con muchas carencias, a veces sin nada para comer. Miraba a la gente que se arrastraba en el piso porque no teníamos sillas de ruedas, muletas, mucho menos prótesis y era difícil conseguir apoyo, porque la gente no creía que eso estaba sucediendo”.
 
Las mujeres migrantes
 
Uno de los casos más tristes que recuerda doña Olga es el de una niña centroamericana de 14 años de edad, abusada sexualmente por 20 hombres y que murió como consecuencia de ello.
 
“Llegan muchas mujeres violadas que se sienten basura, inseguras. Hablo con ellas, les digo que el cuerpo queda, que esto se deshace y se lo comen los gusanos, que hay que seguir. Las acompaño al hospital, les hacen una prueba de VIH y de embarazo, les piden que esperen tres meses para otra prueba, pero se desesperan, porque no están ganando dinero para mandar a sus familias y muchas se van, agarran camino a la frontera norte, o se enganchan en algún trabajo sexual o como trabajadoras del hogar”, narra doña Olga.
 
También llegan a tocar la puerta muchas mujeres víctimas de trata.  “Casi no se quedan, se van a un refugio en la Ciudad de México y piden el visado humanitario. Quedan muy lastimadas, desconfiadas y tampoco quieren regresar”, explica la activista.
 
Contra las mujeres migrantes que trabajan como empleadas se cometen muchos abusos, explica Olga, violaciones que a veces provocan embarazos y muchas veces tienen hijos a quienes no pueden alimentar. 
 
Un caso así convirtió a Olga en  madre adoptiva en 2007, ya que ante la pobreza extrema de una mujer indígena centroamericana, ella se hizo cargo del bebé, quien no podía ver ni oír y tenía una válvula en el cerebro. Al principio, relata, lo cuidaba en el hospital, pero al verlo tan frágil lo adopté hace seis años.
 
La mayoría de las mujeres centroamericanas “vienen engañadas, les dicen que tendrán un buen trabajo, y luego las obligan a prostituirse, esa es la triste realidad”.
 
El retorno de los caídos
 
Cuando una persona migrante del albergue decide regresar a su país, “la vamos a dejar a Guatemala, El Salvador, Honduras, porque tenemos un chofer, y la entregamos a su familia. Parece que les llevamos un muerto: lloran, se asustan y con razón, porque si  regresa sin piernas y brazos, es algo fuerte.”
 
Hoy el albergue cuenta con 50 camas y tiene egresos mensuales por alrededor de 32 mil pesos, se mantiene de la venta de pan, ropa usada, pequeños apoyos de voluntarios y por limosnas que sigue pidiendo doña Olga.
 
En un principio, ella era señalada por las autoridades de ser “tratante” de personas migrantes, pero al paso de los años, ante la evidencia, han reconocido su labor, que le ha valido recibir  el Premio Nacional de Derechos Humanos en 2004 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), así como el reconocimiento del Dalai Lama en San Francisco, California.
 
Sin embargo, pese a los premios, el reconocimiento a su trabajo no se ve aún reflejado en apoyos para sostener este albergue de la patrona de las personas migrantes en Chiapas.
 
13/PCH/GGQ

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