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Sabias palabras

Por Cecilia Lavalle

Hace muchos años, al entrevistar al escritor Ricardo Garibay le pregunté: ¿A dónde va cuando está feliz? No aquilaté entonces su respuesta. Acaso porque hay respuestas que sólo el tiempo puede explicar.

Me quedo quieto, donde estoy, inmóvil, tragándome toda la felicidad, bebiéndomela toda. Esa fue su respuesta.

Como Garibay era un tipo fenomenalmente extraño, me pareció una respuesta digna de él. Digna de su forma de andar por la vida y digna del fabuloso escritor que era. Pero no la compartía. ¿Qué es eso de quedarse quieto? ¿Inmóvil? Cuando una está feliz brinca, grita, se ríe a carcajadas, abraza a quien tenga cerca, pensé. ¿Tragándomela toda?, pero si la felicidad rebosa, ¡qué va una a querer tragársela toda!, me dije.

Yo tendría entonces diez, acaso quince años menos de los que ahora tengo. Garibay tenía muchos años, no sé cuántos, pero muchos, y parecían más porque la enfermedad se lo consumía lentamente.

Ahora lo entiendo. Entiendo perfectamente eso de quedarse quieta, inmóvil. Y es que a cierta edad, una entiende que la felicidad ni se encuentra a la vuelta de la esquina, ni viene con promesas de larga duración, ni tiene garantías de no encogerse o dañarse al instante siguiente.

Claro, eso una no lo sabe a los 20. A los 20 sentimos que el mundo está a nuestros pies y que la felicidad salta a nuestra vera a la menor provocación.

A los 30 ya intuimos que la felicidad es veleidosa; pero creemos también que lo que pasa es que nos vamos volviendo más exigentes. Ya no cualquier evento nos hace felices. Y como, además, estamos muy ocupados tratando de lograr lo que sea que queramos lograr en la vida, tampoco nos damos mucho tiempo para pensar en esas «pequeñeces».

A los 40 todo se mira distinto. Para entonces ya descubrimos que la felicidad no salta a nuestra vera cuando la convocamos y, a veces, ni siquiera cuando la provocamos. Ya sabemos que, frecuentemente, la felicidad hay que conquistarla y, a menudo, su conquista implica un par de sacrificios. Ya sabemos, igualmente, que la felicidad no es veleidosa, la vida es veleidosa. Ya sabemos también que en la vida las garantías no existen, que todo pasa, que no hay nada permanente.

Ahora pues entiendo al maestro Garibay. La semana pasada me sentí profundamente feliz. El momento era perfecto. Y me quedé ahí, quieta, inmóvil, bebiéndomela toda. En algún momento incluso pensé que podía ser eterna la gracia de ser feliz.

Y hoy, que me siento tan triste, me acordé bien de aquel momento perfecto y de las sabias palabras de Garibay. Sí, cuando una está feliz debe quedarse quieta.

Por cierto, en aquella entrevista también le pregunté a dónde iba cuando estaba triste. Textualmente contestó: «A imaginar momentos de felicidad. La tristeza es algo muy pesaroso, y normalmente comienzo a recordar momentos felices, amorosos, cuando ella me amaba, me buscaba, me juraba; cuando me pedía repetir insaciablemente su nombre mientras bebíamos vino. ¡Coño, quién viviera eso dos veces!»

Apreciaría sus comentarios: [email protected]

*Periodista mexicana

06/CL/LR

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