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Santa Rosa

Por Cecilia Lavalle*
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No se ha preguntado cómo puede el mundo sostenerse cuando parece que todo se desmorona. ¿Tiene respuesta? Yo sí. Entre otras, por mujeres como las de Santa Rosa de Lima.
 
La Santa Rosa de Lima de la que hablo, no está en Lima, Perú. Sino en Guanajuato, México. Es un pueblo sobre una montaña de las muchas en nuestro país que te roban el aliento y te dejan muda (o con vértigo o con ambas).
 
Como muchos otros pueblos fue rico. Eso me dicen. Y ahora es muy pobre. Eso se ve. Y pasaría desapercibido, excepto porque las mujeres lo pusieron en el mapa.
 
La primera vez que yo oí de ese pueblo fue por causa de sus mujeres. El pueblo se iba quedando solo porque los hombres emigraban en pos del sueño americano.
 
Así, decían que las mujeres se quedaban solas. Solas con sus hijas, hijos, adultas y adultos mayores. Que no es estar muy solas que digamos. Lo que sí, es quedarse a solas con la carga económica y afectiva.
 
Un día, paseando por los caminos de Guanajuato, oí de nuevo del pueblo. Y, por segunda vez, fue por causa de sus mujeres.
 
Un puñado había fundado, contra viento y marea, una fábrica de conservas y sus productos tenían aceptación para una cadena trasnacional.
 
Y cuando digo contra viento y marea, quiero decir: a pesar de la gente de su pueblo, porque la costumbre indicaba que las mujeres no debían trabajar, que eso era cosa de hombres. Quiero decir también, a pesar de más de un explotador que les dio un terreno o enseres a cambio de años de productos cuyo monto variaba a capricho del “benefactor”.
 
Y también quiero decir, a pesar de sus limitados estudios (algunas apenas habían cursado primaria o secundaria), o sus nulos conocimientos, ya no digamos de la actividad empresarial, sino de las mínimas relaciones públicas necesarias para moverse fuera del pueblo.
 
Comenzaron como 20. Resistieron cinco. Cinco que ahora envían sus productos dentro y fuera del país, tienen algunas empleadas, aprendieron a usar internet, a hablar en público, a comprar equipo y a defender sus derechos y sus productos.
 
Tuvieron que equivocarse mucho y resistir la tentación de la frustración que, ya sabemos, es muy autocompasiva y saboteadora. Tuvieron que hacer malabares con sus dudas, sus angustias y sus decisiones. A veces tuvieron que elegir entre leche para sus crías o frutas para hacer conservas.
 
Hoy “Conservas Santa Rosa” está en el mapa empresarial de nuestro país. Todo eso lo cuentan con voz dulce y suave, como su mermelada de guayaba. Miran con ojos firmes y fuertes como su salsa de xoconostle. Se ríen a gusto como su licor de cacahuate, y recuerdan anécdotas mientras se miran entre sí con la complicidad de las pepitas enchiladas.
 
Cuando hacen el recuento, tienen muy claro lo que falta para consolidar su empresa. Pero también miran sus riquezas: hijos e hijas que asisten a la universidad; hijas que trabajan y ganan independencia; la certeza de que ellas pueden alcanzar sueños aunque su alrededor les contradiga.
 
Salí de Santa Rosa con el mejor sabor de boca que tuve en todo el viaje, entre otras razones porque vi los ojos de mujeres que permiten que este mundo no se caiga a pedazos.
 
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*Periodista y feminista en Quintana Roo, México, integrante de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género.
 
13/CL/RMB

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