Inicio Sara, vendida en su niñez por aguardiente, recuerda desde su vejez

Sara, vendida en su niñez por aguardiente, recuerda desde su vejez

Por Livia Díaz/corresponsal

A Sara Bautista su papá la entregó a un hombre a cambio de una garrafa de aguardiente. «Estaba muy tonta», dice al recordarlo.

Ella ha estado en muchos lugares: Chicontepec, donde nació, Monterrey, la Ciudad de México, Tampico y Álamo Temapache. Quiere volver a la casa donde nació y estar ahí «hasta que muera. Allí sí está cerca el panteón, no como aquí que queda muy lejos».

A sus 78 años, sentada junto a un árbol, llaman mi atención sus pies descalzos, regordetes y abotagados, con uñas muy bien recortadas, sobre la losa del parque Juárez.

Trae lodo del camino. Salió de Palma Sola «a pasear.» Las costuras de sus zapatos están vencidas, el lustre ya desgastado deja reconocer un color café claro. Lleva una blusa blanca de bolitas, que rodea con sus dedos, jugueteándolas, mientras seguimos platicando sentadas bajo un almendro, llenas de hormigas a las que les estorbamos el paso.

Sus cinco hijos le prometieron que volverán a casa. Algunos tuvieron unos días diferentes, estudiaron y se hicieron licenciados y otros siguen trabajando en Estados Unidos y la Ciudad de México, juntando dinero y pagando «sus naranjales, que les heredó su padre a dos de ellos.»

Dice ser «mexicana, náhuatl.» Lengua que ya no habla, porque con el tiempo «todo se le ha olvidado.»

Llegó a casa de su esposo a los 13 años, cuando su papá la entregó. «No era ni siquiera mujer. Pero luego ya estuvimos y fui.» Su suegra la recibió «desde chiquita», no la maltrataron, ni le pegaron. Ella, dice, le enseñó todas las cosas.

Nació en Chicontepec, y casi llega a la escuela, pero «cuando ya iba a recibir mi libro, se murió mi mamá, y ya no fui. Mi papá fue muy pobre. Trabajaba en la milpa. Ya se murió. Nos quedamos huerfanitas. Rita está en México, y otro hermano ya se murió.»

Sara añora la Ciudad de México», donde trabajó para una doctora que vivía allá pero era de Poza Rica. Le gustó mucho esa ciudad. «Allá me iba caminando… así derechito… de la casa… caminando y compraba donde venden los bocoles, y los tamales y los pikis, que son tamales con frijoles, así despedazados», explica.

«Yo trabajaba, cuidaba la casa todo el día encerrada, alzando y cocinando», por eso no tiene amigas. Ella «no sale de la cocina, y nunca ha sido de calle, sino de andar en la casa». Cuidó sus nietos, cuidó a sus hijos. Piensan irse al campo, a su casa», que ahora está cerrada, «pero ya pronto van a abrirla y a levantar todo, y vas a sembrar yerbas… y a ver el río… Dice que antes Álamo, su comunidad, estaba muy tranquilo pero ahora, está muy apueblado».

A la edad de 50 años, Sara enfermó de herpes, se llenó de granos. Su esposo, Martín, con quien la entregó su papá, ya estaba muerto y ella comenzó a trabajar. «El señor», dice ella refiriéndose a su esposo. «Llegué a mi casa y todo tenía –recuerda en voz baja– frijol y maíz, y sacos de comida y todo».

Vestía de colores claros «y azul y rosa, y bordaba» su «vestido entero.» Su marido le compraba los cortes y cosía para ella y sus hijos. A ellos si les dio estudios, y fueron todos a la escuela.

Ahora que vive con su hija, cuida a sus nietos, ellos van a la escuela también. «El señor», la trató bien, pero «enfrente de la casa, tenía otra mujer», que era esposa del vecino.
«A ella le entregaba el señor todo el dinero de la cosecha de su parcela. Con bueyes y arado. Él trabajaba su parcela y producía. Me daba de 10 pesos. En aquel tiempo mucho de dinero. Un panecito así – dice haciendo un círculo con índices y pulgares– costaba de 10 centavos.»

Le pregunto si se ha pasado la vida cuidando a otras personas y responde: «Bueno cuando estaba joven, viajé. Trabajaba para los Rabatté muchos años, luego fuimos a Monterrey y a Tampico, y viajamos. Ellos son buenos, a veces voy, me dan mis cincuenta, mis cien pesos». «De último trabajé en otra casa de la 20, por allá adonde da vuelta el camión, pero ya me jubilaron por mi vejez».

08/LD/GG/CV

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