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Vocación religiosa, frustrada

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

«Entonces Jesús habló…¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos muertos y de toda suerte de inmundicia!» (Biblia Nácar Colunga, Mateo 23, 27).

Estuve casi cuatro años con las religiosas, preparándome para hacer mis votos, pero sin vocación. No era mi lugar allí y en el fondo lo sabía, pero me negaba a reconocerlo. Nadie me obligó a estar en el noviciado, yo lo escogí. Y no había presión para quedarse. De hecho, la mitad de mis 15 compañeras se salieron antes de hacer los votos.

Muchas veces me pregunto: «Si no tenía vocación para ser religiosa, ¿por qué estaba allí?» Poco a poco, he identificado algunas razones.

Por darle gusto a mi papá. Él había estudiado, de joven, con esta misma congregación, le propusieron continuar sus estudios en el seminario, para ser sacerdote, y no aceptó. Yo cumplía en mi vida lo que a él le faltó, él estaba feliz de mi elección.

Antes de entrar, conocí a un sacerdote que movía ejércitos: Juan Ignacio Calva. Su figura me influyó. Yo quería tener ese poder sobre la gente. Había sufrido, además, una decepción amorosa.

Le tenía mucha envidia a mi hermana, año y medio menor que yo. Ella brillaba siempre en cualquier ámbito. Como religiosa, yo podía brillar en un ambiente al que ella no tendría acceso nunca. Tenía miedo también a vivir mi sexualidad por un acoso que sufrí en la infancia. Ser religiosa era una forma de huir.

Mis compañeras salieron una a una. Fueron valientes para decir «hasta aquí», yo no pude ser honesta con mi verdad. Las que se quedaron, sí tenían vocación. Yo creo que cuatro años es buen tiempo para discernirlo. (Luego dan seis años más para asegurarse, porque los votos son válidos por un año y se van renovando, hasta después de seis que se hacen los perpetuos, para siempre. Pero a esas alturas, quien lo hace, ya pasó diez años allí)

Yo me quedé, pero me volví muy crítica. A veces lo exteriorizaba con alguien, a veces no. Señalaba con firmeza lo que no era correcto, las faltas de coherencia de distintas hermanas. Y de tanto mirar a las otras me olvidé de mirarme a mí.

Tenía 22 años. Vivía volcada hacia el exterior: cumplir en las materias, las revistas internacionales con noticias de las misiones del otro lado del mundo. Idealizaba esas misiones, me soñaba en África o en Chiapas siendo «redentora» (¿¿¿???) de tantos «pobrecitos» que esperaban sólo el anuncio de la palabra de Dios para vivir dignamente. (¿¿¿???) . ¡Y vaya fuerza con la que yo lo iba a anunciar! Con verdadera pasión. ¡Tenía tantas herramientas por los conocimientos recibidos de Teología, Liturgia, Biblia! Nada me detendría. Pero mi realidad era otra…el querer abarcar y abarcar tanto que al final no abrazaba nada.

Quería racionalizarlo todo, armar un gran rompecabezas, en vez de vivenciar mi pedacito. Había un abismo entre lo que yo racionalizaba y lo que vivía.

Por un lado, adopté muy bien el lenguaje: «Todo por Vos, mi buen Jesús…». «El Señor dice… «Somos hostias vivas para el divino Pastor» ….y componía unas oraciones preciosas cuando me tocaba coordinar, pero, ¿qué vivía de todo eso?

Odiaba la monotonía del rosario, odiaba planchar las blusas blancas de todas cuando me tocaba, no era capaz de decir tres oraciones por mi cuenta fuera del tiempo de oración en la capilla…Y el sacerdote con el que llevaba correspondencia me lo cuestionaba en sus cartas: «¡¡Qué bonito todo lo que haces!!, pero…¿qué queda de eso?»

Al principio las cartas para este sacerdote externo las mandaba a través de la directora, pero como para todo había que pedir permiso, después vi mejor que fuera a través de mis papás.

Mi error fue cuando dejé que las leyeran antes de enviárselas al sacerdote. Error no sólo por permitirles entrar a mi intimidad, sino porque me alabaron tanto algunas cosas que luego procuraba escribirlas bonito para ser aplaudida. Y más cuando supe que mi mamá les sacaba copia y las leía a tías y amigas. Entonces dejaron de ser cartas confidenciales y se convirtieron en «crónica de bellas actividades en la casa de las religiosas».

Poco a poco me fui identificando con eso, como si ese despliegue de acontecimientos –obras de teatro, excursiones grupales, eventos con los niños del catecismo– fuera lo que yo estaba viviendo como religiosa. En un nivel sí, como mero hecho, pero nada más. Yo me quedaba allí, sin profundizar, sin cuestionarme si me estaba gustando realmente o no lo que estaba viviendo.

Las vacaciones eran la oportunidad de confrontar. Una o dos semanas en casa, con tu familia, de nuevo.

Los dos primeros años, en vacaciones íbamos sin uniforme. Otra vez la hija de familia, otra vez las amistades, otra vez tu libertad para hacer y deshacer….vacaciones era el espacio para confrontar, pero nunca aproveché esa oportunidad. No había toques de campana para hacer tu oración, pero mis compañeras, las que se quedaron como religiosas, sí hacían su oración y su rutina en vacaciones, se asilaban para interiorizar.

Yo no. Los pocos días que tenía, los llenaba hasta el tope con mil actividades y encuentros con toda la gente que no había visto en tanto tiempo. Agenda retacada. No me daba tiempo para detenerme ni a reflexionar ni a descansar. Demasiado ocupada en decir a todos lo bien que estaba…

Pero en el fondo no estaba bien. Mi cuerpo reclamaba sus derechos. Puedo engañar a los otros, puedo engañarme a mí misma, pero tarde o temprano la verdad aflora. A mi cuerpo no lo puedo engañar…es el termómetro de mis emociones. En 1992, pocos meses antes de mi salida, me hicieron análisis y salió que yo tenía gastritis, duodenitis y hernia iatal.

Recuerdo que por esos días, que me dieron los resultados, vino la madre inspectora de visita. Era la superiora de las 150 religiosas de la congregación en la parte sur de México. Alguien con visión de conjunto, clara y directa. Cada una de las novicias teníamos que pasar con ella a platicar en privado un momento.

Era una religiosa como de 60 años, y con carácter muy fuerte. La religiosa que más he admirado en mi vida….Cuando me tocó mi turno, recuerdo que me miró fijo y, firme, preguntó:

– ¿Qué es lo que no te gusta del noviciado?

– Nada, madre, todo en el noviciado me gusta…

– Veamos. Tú dices que todo va bien, y yo veo: tus calificaciones son excelentes, tus reportes de conducta son muy buenos, en el apostolado con los niños y jóvenes ni se diga…destacas…pero hay algo que me preocupa. Si tienes gastritis, es que algo no va bien.

– Pues no sé, madre.

– Pues investígalo. Te lo dejo de tarea.

Confieso que yo nunca hice esa tarea. No quise escarbar, no quise profundizar, y me quedé atorada, bloqueada emocionalmente y físicamente. Y (lo peor) engañada. No fui honesta conmigo misma. No fui honesta con mi verdad…

* Autobiografía de la búsqueda de una mujer por una vida libre de violencia.

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