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La Santa Inquisición

Por Marta Guerrero González

Ya que nuestra política se encuentra en pausa –más no la situación que guarda la nación– en lo que el gabinetazo define lo que será informado el día primero, reconozco que de no ser por El padre Amaro no tendríamos el menor goce de escándalo. Pero afortunadamente la religión nos dio para tres o cuatro semanas de cotilleo: ¡si ha dado para más de dos mil años!, ni modo que no dé hasta que rompa el informe presidencial con las creencias y las esperanzas de la incipiente democracia mexicana.

Mientras los hombres de la iglesia ponen el grito en el cielo y prohíben que se vea la película de Carlos Carrera, consiguen todo lo contrario: más de dos millones la vieron en las primeras dos semanas. Por nuestra parte, celebramos la libertad de expresión recordando a Jorge Ibargüengoitia y su Ideas en Venta (Joaquín Mortiz): compilación de sus artículos publicados en Excélsior, sobre todo los de cine y arte donde nos narra las bondades de la censura y la represión de los años sesenta y setenta, con toda la ironía de quien sabe que en esos años la batalla de la libre expresión estaba perdida de antemano.

En este orden de ideas, Erma Cárdenas ha escrito –como bien dijo Francisco Martín Moreno– un gran libro para México y para el mundo: una novela sobre las pasiones y pecados del primer inquisidor en la Nueva España: Mi vasallo más fiel (Planeta), de obligada lectura si nos interesa comprender a nuestro pueblo, a nuestros gobernantes y nuestras tan meneadas creencias.

Para empezar, durante La Colonia las mujeres apenas sí se les consideraba humanas; tenían suerte pues los indígenas no llegaban a tanto: los hombres del poder pensaban que carecían de alma. En el año de 1570, Felipe II le encarga a Pedro Moya de Contreras que enmiende a los herejes mediante el Santo Oficio.

Erma es fabulosa con el castellano y con el náhuatl, su prosa descriptiva tiene el valor que llega una a sentir a la autora como testigo de la época. Erma conoce el pensamiento del inquisidor y nos lo cuenta:

«Un ejército puro e incorruptible para proteger nuestra fe. ¡Hay tanto que enderezar en esta tierra idólatra e inmensa! Mis allegados detectarán las más exiguas anomalías. Serán mis ojos y manos, mis tenazas y hierros. […] El padre desconfiará del hijo, el hermano del hermano, porque en cada casa habrá un delator. Con sus acusaciones abrillantaremos tu morada, Señor. Audi Deus vecem meam. Suéltales la lengua; apaga una compasión mal entendida. Conviértete en flagelo y exige que, por tu amor, traigan ante mí a tus enemigos. Amén.»

Crueles castigos, tormentos, hogueras que arrancan confesiones falsas o ajenas. Pecados en contra de la fe cometidos dentro del confesionario, en su mayoría. Los infieles juraban ser fieles, naturalmente, juraban ser inocentes pero ni de rodillas se escapaban del proceso de arrancarles la verdad.

Lean la sentencia final a un sospechoso: «Lo debemos condenar y condenamos a que sea puesto a cuestión de tormento, en el cual mandamos que esté y perdure tanto y cuanto nuestra voluntad fuere, para que diga y confiese enteramente la verdad según y cómo ha sido amonestado, con aviso y protestación que le hacemos, que si en el dicho tormento muriere o fuese lisiado o dél le siguiere efusión de sangre o mutilación de miembro, sea a su culpa y cargo y no a la nuestra, por no haber querido confesar enteramente la verdad, y por esta resolución, así lo pronunciamos y mandamos.»

¿Qué les parece? Les recomiendo el libro de Cárdenas. No apto para Abascal.

* Presidenta de la Asociación de Periodistas Communica

       
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