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Las capitanas de los Mil Días

Por la Redacción

Desde las guerras de la Independencia, grupos de mujeres acompañaron los ejércitos, con los cuales marchaban cargando bártulos y niños, arrastrando y generando conflictos; en 1819 el ejército de la Nueva Granada prohibió terminantemente su presencia: «No marchará en la división mujer alguna bajo la pena de cincuenta palos a la que se encuentre; si algún oficial contraviniese a esta orden será notificado con severidad, y castigado severamente el sargento, cabo o soldado que no la cumpla».

Palos y castigos nunca fueron suficientes para desanimar a las obstinadas que continuaron detrás de los ejércitos, siguiendo a su hombre, porque temían más al abandono que a las palizas. Años después, en muchas campañas de las guerras civiles, las mujeres dispuestas a marchar fueron las encargadas de conseguir provisiones, cocinar, cuidar a los enfermos, arriar el ganado.

Nunca se integraron en calidad de militares, salvo algunas excepciones notables como María Martínez de Nisser, una señora que se alisto durante la revolución de 1841, o la negra Dolores, afamada lancera caucana que llegó hasta Bogotá con las fuerzas de Mosquera en 1861. Por el contrario, en la medida en que los ejércitos se fueron haciendo más profesionales y disciplinados, las «voluntarias» fueron puestas de lado, sin desaparecer del todo.

En el transcurso de la guerra de los mil días, la participación femenina alcanzó importancia numérica y tomó un giro diferente, porque además de prestar los servicios y apoyos que eran tradicionales, como integrantes de las tropas revolucionarias tuvieron mando, participaron en combate, consiguieron grados y ascensos militares.

Tras ese cambio trascendente se percibe algún grado de conciencia política que se había generado lentamente en las mujeres de todos los niveles, aglutinadas por el llamado de la Iglesia a defender sus fueros disminuidos después de la Constitución radical de 1863.

Las fuerzas femeninas alcanzaron su momento estelar levantándose en contra del Decreto Orgánico de Instrucción Pública expedido en 1870, que establecía la enseñanza pública y obligatoria «religiosamente neutral». Incitadas por el clero, las mujeres se opusieron de muchas maneras al ambicioso proyecto educativo radical: se negaron a matricular los hijos, suscribieron protestas, hostilizaron a los profesores extranjeros, hicieron colectas y donaciones para fundar colegios católicos, en una actitud de rechazo que constituyó, aunque no lo percibieran, la primera actuación política de esa parte de la población hasta entonces relegada de los asuntos nacionales.

Sin haber soñado siquiera con acceder a ningún derecho ciudadano, ellas constataron que podían constituir una fuerza de presión, y al margen de las decisiones oficiales, en la recámara, en el costurero, en la trastienda o en el atrio, excitadas por el llamado de la jerarquía eclesiástica se volvieron rabiosamente políticas; los radicales acusaron a los curas de la politización de sus mujeres, los padres censuraron a los maridos por no saberlas contener, y cuando ellas tímidamente se atrevieron a expresar sus preferencias, los maridos se quejaron de sus consortes por opinadoras y desobedientes. Y ¡quien lo creyera!, don Miguel Antonio Caro, el ultra tradicionista, apoyaba tal rebelión, siempre y cuando ellas se pusieran «…con entusiasmo y con energía, al lado de los defensores de la Iglesia».

Esas mujeres que de alguna forma habían elaborado su discurso, que tenían partido y bandera, no permanecieron pasivas ante la tensión política de la última década del siglo, y cuando los estridentes clarines revolucionarios se oyeron en octubre de 1899, ya estaban listas para cambiar o resistir y lo hicieron de múltiples maneras.

Muchos fueron sus roles en esa contienda: las que marcharon con su marido porque temían el desamparo, el abandono, las represalias y el riesgo de quedarse solas; las que asumieron la aventura para seguir al amante, las que ofrecieron apoyo económico y logístico, las que organizaron redes de postas y de espías (que las hubo de todos los rangos sociales), las que convirtieron su casa en hospital de sangre, las que animaron a sus hombres y se resignaron a verlos partir y, finalmente, aquellas que se enrolaron en las fuerzas contenedoras con la esperanza de recibir un arma, ser llamadas a combate y entrar en acción.

Algunos documentos, como partidas de gastos o informes de tropa, indican que los ejércitos del gobierno llevaban mujeres encargadas de cocinar y lavar, cuya ayuda en las batallas era abrir las cajas de municiones, repartirlas, dar auxilio a los heridos y suministrar agua a los soldados; en la emoción del combate algunas recogían las armas y terminaban combatiendo. En las fuerzas revolucionarias, siempre necesitadas de gente dispuesta a la lucha, las mujeres encontraron mayor campo de acción y trascendiendo las tareas de apoyo logístico fueron aceptadas como combatientes; en esa condición hicieron la carrera militar desde soldados hasta capitanas, que fue el grado más alto que se confirió a las mujeres.

Rastreando cuidadosamente los expedientes conformados por algunas mujeres que pelearon en la guerra de los mil días y después de 1937 pidieron ser escalafonadas para recibir las recompensas establecidas en ese año para los veteranos, salen del olvido motivaciones, logros y fracasos; sus relatos comienzan con las razones que las indujeron a participar en la guerra, se mencionan los jefes y batallones a los que pertenecieron, los servicios prestados a la causa, los grados militares y las circunstancias en que les fueron concedidos.

Algunas de ellas extienden un poco más su relato y dejan saber cómo los azares de la guerra incidieron en su vida y cuál fue la suerte de sus hijos en esos tres años de lucha en que muchos niños nacieron, se criaron o murieron, sin más protección que el pañolón materno.

Relato de una capitana revolucionaria

Teresa Otálora Manrique, nacida en Choachí en 1880, hija de David y de Dolores, formaba parte de una compañía de voluntarios liberales que, dispersa en grupos pequeños para burlar las patrullas que controlaban las salidas de la capital, se dirigió al páramo de Cruz Verde en octubre de 1899, para integrarse a un batallón revolucionario.

Como centenares o miles de mujeres, esta muchacha, «llena de salud, vigor y energía» se alistaba entusiasmada con la idea de prestar sus servicios a la causa liberal, «sin saber dónde iríamos a morir o a triunfar…» De su campaña, finalizada en 1901, cuando llevando a su hijo de pocos meses regresó prisionera a la cárcel de su pueblo, dejó una breve y desordenada memoria que se guarda con su hoja de vida entre los expedientes de Veteranos de la Guerra de los Mil Días en el Archivo General de la Nación.

El suyo es un caso curioso por muchas razones, entre ellas, el hecho de leer y escribir y de hacerlo con ciertas pretensiones literarias. Algunos fragmentos narran las emociones y desventuras de una mujer joven en la guerra:

«Octubre de 1899. [En el páramo de Cruz Verde] se reunieron los caballeros bogotanos y se armaron con municiones y armas viejas y oxidadas, llegando mi turno de limpiar rifles y carabinas, arreglar baquetas, darles de comer a los que llegaban, volar a recibirlos para emprender marcha […]

«A órdenes del general Sánchez se armó la tropa de infantería porque las bestias se pensaban coger; tocándome de arma un viejo y oxidado corta-frío el que usé y empuñé como primer arma de campaña… ¿a quién va a matar con eso? me preguntaron todos. –Yo contesté: mi general, a los telegrafistas y al mismo gobierno… dejar que llegue mi turno, y con aquella voz de ‘fusiles al hombro, tercien, de frente, marchen’ se emprendió la nueva jornada hacia el norte del páramo que hasta ahora me era desconocido, para atravesar el de Choachí, llegar al camino real que conduce a Bogotá y siguiendo la misma cordillera, tomar el tercer páramo vecino de la Calera…

«Eran los momentos llegados para mí […] Llegué al Tolima procedente de los llanos a órdenes de los generales Cesáreo Pulido y Sánchez. Luego pasé a las fuerzas de Marín.

«Agosto de 1900. Mi hijo nació en Dolores, departamento del Tolima, sin tenerle más lecho que una fina almohadita, sin más compañía que el alba de la mañana y el risueño día, en donde yo podía contemplar y sonreír viendo a mi recién nacido mecido por el silbido de las balas y el tropel de los caballos mientras esperaba el triunfo o la derrota […]

«Tomamos nuevamente la vía del páramo hacia el pueblo de Colombia para seguir la vía hacia El Llano y atravesar El Ruiz; estacionados en la hacienda del Totumo se ordenó que se quedara allí una guarnición y los demás siguieron su marcha.

«Este niño nació con una hendidura en la cabeza, hacia la parte de la nuca, en el cerebelo, causada por la corriente del terrible río a donde fue arrastrado el cansado caballo y yo arrebatada por sus aguas, sufriendo enormes golpes con sus inmensas piedras. ¡Qué terrible momento para mí, profundizada entre las aguas sin esperanza de salvación! No hubo por donde se me diera alguna ayuda, la fuerza se quedaba viendo que yo partía para la eternidad…

«El caballo fue tirado por la corriente a un remolino donde pereció y se destrozó el galápago y yo al fin de tanto luchar con el agua logré levantar la cabeza para saber en dónde me encontraba: todavía alcanzaba a ver mi gente a la distancia de una cuadra… logré tomar a nado la orilla en donde me levanté gritando ‘Viva el partido liberal, hemos triunfado’.»

Llevando en brazos al hijo de un mes, Teresa continuó su trashumancia en las fuerzas revolucionarias del Tolima:

«Nos vimos apresurados a coger la directiva a Prado, yo en mi caballo, mi niño terciado en una sábana sirviéndole de blandura la almohadita puesta en la horqueta del galápago, llevando una que otra arma y provista de víveres para los más necesitados en la hora de la batalla, todo sujeto a las horquetas del galápago y a mí.

«En Prado hubo órdenes de seguir a Baraya con el general Pulido; posicionados allí, en octubre de 1900, en aquel inmenso llano se estalla una batalla de tres días sin descanso, el silbato de las balas, el estruendo del cañón y la metralla hacen reventar los oídos de mi tierno niño. Lloré en silencio el dolor de mi hijo, pero sonreí de alegría al ver el triunfo».

Finalmente, y antes de relatar su regreso prisionera a Choachí cuando el niño tenía cinco meses, se extiende llena de orgullo materno: «¿Cómo era este niño? A mí no me convendría decirlo pero me es necesario para dar a saber que las que lo odiaban no dejaban de alzarlo y admirarlo; la Providencia lo dotó con el don de la belleza para la salvación de una madre atribulada y de un hijo mártir de esa época…»

Salvadas por el azar, las páginas que contienen el relato de la capitana Teresa Otálora dejan saber las razones y las formas como las mujeres dieron muerte y dieron vida, aceptaron el amor y perdieron la guerra.

* Aída Martínez Carreño es investigadora colombiana. El presente artículo es publicado por cortesía del Centro de Estudios «La Mujer en la Historia de América Latina».

       
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