Por Ambar*

Cuando tuve la menarca a los diez años, mi madre dijo categórica: Eso le pasa a todas las mujeres que van a tener hijos. Así que de hoy en adelante debes tener mucho cuidado con los hombres, porque sino, cuando te des cuenta, ya vas a estar embarazada. Nomás sales con tu domingo siete y ya verás la golpiza que te doy.

Estas palabras me dejaron muy desconcertada. Siempre creí, desde niña, que podía decidir si quería o no tener hijos. Según las palabras de Isabel, mi madre, tal parecía que no. No había escapatoria. Menstruación era igual a hijos.

Después me dio una serie de restricciones. Nadie se debería de dar cuenta que estaba menstruando. Era algo vergonzoso. No podía comer limón, ni paletas o helados. No debía hacer ejercicio, ni brincar, menos bañarme durante el periodo menstrual. Una información absolutamente contradictoria, pues con tantas cosas que debía evitar, todos los que me rodeaban se darían cuenta de lo que sucedía.

Afortunadamente, ignoré sus restricciones, sobre todo la de no bañarme esos días. Las secreciones corporales siempre me han incomodado. Seguí haciendo ejercicio en mis clases de educación física, comiendo helados, limón. Mi vida fue normal, a pesar de que mamá amenazó con que podía darme cáncer. ¿Qué tipo de cáncer podía darme?, la interrogué un día. Su respuesta fue: Siempre has de ser retobona y cuestionar todo lo que te digo. Dedícate a obedecer.

Jamás habló antes ni después de sexualidad. Pensó que yo era adivina en esos menesteres. No supe como interpretar el debes tener mucho cuidado con los hombres. Lo del embarazo sí lo había entendido. Tenía una compañerita en la escuela cuya madre paría una niña cada año. Había observado que le crecía la barriga a la señora, y posteriormente reaparecía con un bebé en brazos. Obviamente, no tenía la más remota idea del mecanismo para embarazarse.

Ya había superado la etapa en que creí que las mamás ponían huevos. En mi ignorancia llegué a pensar es suficiente que un hombre me vea, o me toque, para quedar embarazada. Tal vez un beso sería suficiente. Entre los ocho y nueve años empecé con los cambios físicos y fisiológicos, así que al empezar a menstruar, mi cuerpo ya resultaba atractivo a los ojos masculinos. En varias ocasiones, al ir por la calle con las dos manos ocupadas, no faltaba un hombre que se sintiera con derecho a manosearme nalgas o pechos.

Nunca fue mi deseo tener hijos, pues ya había descubierto que era muy fácil repetir el círculo de la violencia. Pensé que la mejor solución era dejar de existir. Un día tomé una navaja Gillete, que utilizaba mi padre para rasurarse. Hice una herida en la muñeca izquierda. Sin embargo, el dolor que sentí fue tan agudo, que sinceramente, no me dieron ganas de profundizar la herida. La crudeza del color rojo me asustó. Me quedé paralizada con la vehemencia de la sangre, no soporto ver un cuerpo ensangrentado.

Ahí terminaron, por esa ocasión, mis ímpetos suicidas. Este intento lo hice en el baño de la casa, las hojas para rasurar estaban en el botiquín al alcance de todos. La hemorragia, aunque copiosa, cesó por sí sola después de mantener la muñeca bajo el chorro de agua durante algunos minutos. Un tiempo eterno. Nadie se enteró del incidente. Cuando descubrieron la cicatriz y me interrogaron, la autoría intelectual y material fue del Chícharo, mi gato, pues era frecuente que me arañaba.

Como la violencia que se ejercía contra mí no cesaba, un año más tarde hice otro intento.

Isabel frecuentemente padecía insomnio, así que tomaba somníferos. Con media pastillita cada tercer día, era suficiente para dormir bien. Un día, sin querer, encontré su caja de pastillas mágicas, me tragué una tira completa con doce tabletas. Ahora me da risa. Mi razonamiento pecó de ingenuidad: Si media pastilla la hace dormir bien dos noches, con doce completas de un jalón, lograré dormirme para siempre.

Acto seguido, me empaqué las doce tabletas con medio vaso de agua. Al poco rato, empecé con trastornos motores, visuales y de lenguaje. No podía articular palabra. Sólo balbuceaba y me escurría una cantidad impresionante de saliva por las comisuras de los labios. Perdí el equilibrio. Veía que todo empequeñecía, se hacía enorme, se acercaba, se alejaba.

Todo parecía muy gracioso, como en la casa de los espejos. Veía a mis hermanas gordas, flacas, gigantes, enanas. Se elevaban, descendían. Reía con entusiasmo sin saber por qué. Caminaba a tropezones, como si estuviera alcoholizada. Preguntaron qué me pasaba. Fingí ignorarlo. Entre Olivia y Adelaida me llevaron a la cama.

Dormí pensando y deseando con toda el alma no despertar nunca más. Para mi colección de frustraciones, dormí veinticuatro horas seguidas y desperté perfectamente recuperada.

Cuando descubrí que no había logrado mi objetivo, caí en una gran depresión. Sentía que el mundo era hostil y sin lugar para mí. Antes de tragar las pastillas había escrito una carta de despedida para la familia. Me costó varios meses tratar de reencontrar el camino. A veces pienso que no lo logré.

Mamá nunca pidió una explicación por la desaparición de los somníferos.

Ahora tengo sueños recurrentes. Me veo como en película, como si fuera esquiadora que pierde el control en el descenso. Veo mi cuerpo diminuto dando vuelcos en el aire, sin ningún control. Ya que voy a estrellarme contra las rocas, digo: No importa, al fin que estoy soñando.

*La autora creció con violencia y gracias a la literatura fue cerrando sus heridas.

06/A/CV

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