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Cruda realidad vive infancia que trabaja en el campo

Por Zoraida Portillo

Juancito F. ya no puede ir al colegio. Los dolores de cabeza son cada vez más intensos y las náuseas casi no lo abandonan. Su mamá no sabe qué hacer porque en el establecimiento de salud le han dicho que todo está «normal».

«Mañoso será pues, si no quiere ir al colegio tendrá que trabajar», dice Teresa, su madre, una campesina peruana de 43 años.

«Yo sí sé que le pasa, está intoxicado con tanto plaguicida», dice con resignación Ana López, su maestra, mientras lanza un suspiro y pasea la mirada por los alrededores de su escuelita rural. Sus ojos cansados parecen saberlo todo.

«He visto tantas veces estos síntomas en mis alumnitos que no necesito ser experta, estos niños fumigan por largas temporadas, los padres creen que es un trabajo sencillo y los mandan a fumigar a ellos, sin saber el peligro al que los exponen», dice. «A Juancito ya no lo van a mandar al colegio, lo obligarán a trabajar más y a fumigar más», añade dolida.

Estamos en un caserío del Callejón de los Conchucos, en la vertiente occidental de los Andes peruanos. Aquí, como en numerosos poblados rurales de la región andina y del mundo en desarrollo, la fumigación es una actividad que forma parte de la cotidianeidad de cientos de niñas, niños y adolescentes campesinos. Lo que sus madres y padres ignoran es que la exposición permanente a pequeñas dosis de plaguicidas altera sus procesos hormonales y resquebraja sus sistemas inmunológicos.

En consecuencia, muchos desarrollarán alergias, presentarán extrañas picazones en el cuerpo o hasta llagas, y tendrán los extraños síntomas de Juancito, muchísimos más tendrán secuelas internas: trastornos neurológicos, déficit de atención, incapacidad o lentitud para aprender y hasta cáncer a diversos órganos con el paso del tiempo.

Cuando estén en edad de concebir, las niñas sumarán a esos riesgos: abortos espontáneos y alumbramiento de bebés con trastornos genéticos.

Así lo demostró un estudio realizado en la década de los 90 por el Centro Internacional de la Papa y el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC en inglés) de Canadá, en la provincia ecuatoriana de El Carhi, entre una población altamente expuesta al uso de agroquímicos en los sembríos de papa.

El estudio demostró que menores de edad y adolescentes de las áreas rurales están expuestos por varias vías a estos potentes agrotóxicos: los envases se almacenan en condiciones precarias dentro de las viviendas, participan o están presentes durante la fumigación y no toman las precauciones debidas para la eliminación de los envases, patrones que ellos mismos reproducirán más tarde cuando sean adultos.

La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), así como numerosas organizaciones no gubernamentales que velan por la salud de menores de edad señalan a los plaguicidas como uno de los peores peligros que enfrenta la infancia y la adolescencia en las zonas rurales de los países en desarrollo.

Lamentablemente no es el único problema. El transporte de fardos y cargas pesadas, el pastoreo y crianza de ganado, las extenuantes jornadas de trabajo, que a veces se extienden hasta más de 12 horas, y que incluyen la apertura de surcos, el manejo de maquinaria o guiar a las avionetas fumigadoras, son otras particularidades del trabajo infantil en el área rural.

Muchas veces madres y padres retiran de la escuela a los menores de edad porque necesitan mano de obra barata en el campo. «De esta manera, lo único que consiguen es hacerse más pobres», se lamenta la profesora López.

«Yo lo he visto: los papás me dicen ‘qué hago señorita, lo necesito para que me ayude en el campo’ y se llevan al niño, lo hacen trabajar de sol a sol, se enferma, se convierte en una carga, es marginado y así va marcando su destino», relata.

«No hay cómo romper este círculo vicioso», reflexiona.

Y aunque Ana no lo menciona explícitamente, las niñas llevan la peor parte pues a ellas no sólo las retiran más rápidamente de las escuelas, sino que además de las tareas agrícolas –generalmente deshierbe o apertura de surcos– deben combinar su jornada de trabajo con tareas domésticas como acarreo de agua y de leña, desde lugares distantes a veces a varias leguas de distancia.

«Las chicas se embarazan muy rápidamente después que dejan la escuela y pasan de fungir de mamás de sus hermanitos a ser madres verdaderas y como ya no pueden ir al campo se llenan de hijos muy rápido», señala López.

«A veces las encuentro, con su hijito a la espalda, las manos ocupadas con bostas de vaca o leña para cocinar, algunas me desvían la mirada, creo que sienten vergüenza, a mí se me encoge el alma», dice.

«Sin posibilidad de asistir a la escuela y de jugar, sin formación y experiencia que les respalde, sin instrucciones precisas, ni conocimientos sobre las medidas de seguridad y a menudo utilizando herramientas diseñadas para manos de adultos, los niños son particularmente vulnerables a los riesgos que encierra el trabajo en la agricultura, la silvicultura, la pesca y en el procesado, transporte y comercialización de alimentos y productos agrícolas», subraya la FAO en su último informe sobre la niñez rural, publicado en diciembre de 2007.

De por sí, la cantidad de menores de edad que trabajan en el área rural en condiciones riesgosas para su salud e integridad física es todo un desafío: 132 millones de niñas y niños entre los 5 y 14 años, según la FAO.

Por su parte, la OIT afirma que el 70 por ciento de menores de edad que trabajan en el mundo lo hacen en el sector agrícola. Es decir, siete de cada diez niñas y niños y con un agravante: cerca de 20 por ciento de trabajadores infantiles tienen menos de 10 años, en promedio, de acuerdo con datos recopilados por el Programa Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil de la OIT.

En América Latina y el Caribe el porcentaje de niñez rural trabajadora ha descendido 16 al 5 por ciento entre 2000 y 2004, según la FAO. Más aún, el porcentaje de niñez involucrada en trabajos peligrosos ha bajado en 26 por ciento. Paraguay, Bolivia y Perú ostentan las tasas más altas de infancia trabajadora rural.

TRABAJO INFANTIL VS EXPLOTACIÓN INFANTIL

Para caracterizar debidamente el problema, sin embargo, hay que comenzar por aclarar los términos pues los organismos internacionales no están en contra de todas las actividades que menores de edad realizan en el campo, muchas de las cuales obedecen a las particulares características del sector rural.

«Participar de cierta forma en actividades de subsistencia de la familia, en especial si no implica trabajos pesados o peligrosos, o no interfiere con la escolarización, es legítimo y puede ser importante para desarrollar habilidades necesarias para llegar a ser agricultor, pescador o silvicultor en la vida adulta», aclara Eve Crowley, de la Dirección de Género, Equidad y Empleo Rural de la FAO.

«Por el contrario, no hay excusa para el trabajo infantil que puede resultar dañino, sea abusivo o suponga la explotación de menores de edad y les prive de su derecho a la educación», añade.

De acuerdo con la OIT, el «trabajo infantil» es aquel que perjudica la salud de la niña o el niño, impide que asista a la escuela y puede poner en entredicho su desarrollo y crecimiento futuros. Por lo tanto, aquellas tareas ligeras que no interfieren con su asistencia a la escuela son aceptables a partir de los 12 años de edad, al igual que los trabajos calificados de no peligrosos para adolescentes de 15 y 16 años.

Al analizar la problemática de menores de edad y adolescentes que trabajan en el campo, un aspecto bastante dejado de lado por las estadísticas oficiales se refiere a la situación de la niñez migrante, la mayor parte va a trabajar al campo, especialmente en las zonas fronterizas.

Ese es un problema que va en aumento en México, por ejemplo. Según el Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México, cada año unos 150 mil menores de edad intentan pasar la frontera.

De ellos, una tercera parte lo hace solo, sin la compañía de ningún pariente o amistad. Para el Centro, la principal motivación de niñas y niños es la económica y por ello un gran porcentaje de los 90 mil en promedio que logran trasponer anualmente la frontera se quedan trabajando en plantaciones agrícolas de los Estados Unidos, en precarias condiciones pues no existen ni como ciudadanos ni, legalmente, como personas.

En Guatemala, de otro lado, la edad promedio para comenzar a trabajar como jornaleros agrícolas es de 6 años, según informes de ONG que laboran en ese país. No obstante, no existen estadísticas oficiales de cuántos menores de edad trabajan en el campo, la mayoría de los cuales pertenecen a las etnias indígenas de ese país centroamericano.

«No nos gusta echar veneno (plaguicidas) porque huele feo y no nos deja respirar», fue una de las respuestas que niños trabajadores del campo de Nicaragua dieron a un grupo de educadores que realizó una encuesta entre mil 500 menores de edad y adolescentes que trabajan. También se quejaron de las herramientas que tienen que utilizar «demasiado grandes y difíciles de manejar». No obstante, reconocieron que «aprender a manejarlas da prestigio y reconocimiento dentro de los campesinos».

Cuestionados acerca de los riesgos que confrontan señalaron el peligro de sufrir un accidente, el dolor y el cansancio que significa trabajar muchas horas agachados o en posiciones poco cómodas, el peligro de contraer enfermedades y el no poder asistir regularmente al colegio.

En el Perú, coincidiendo con su ingreso a la primaria, las niñas rurales se encargan del pastoreo del ganado, cuidado de animales menores, recolección de leña y acarreo de agua, señala la Red de Acción Social por la Niñez. A medida que crecen, estas responsabilidades se incrementan, por lo que no disponen ya de tiempo ni condiciones adecuadas para continuar estudiando.

Como resultado, una de cada cuatro adolescentes entre los 12 y 17 años deja de estudiar. Otras 200 mil entre los cinco y 17 años nunca han ido a la escuela, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática.

08/ZP/CV

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