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Sororidad (I)

Por la Redacción

«Mujeres juntas ni difuntas», dice un refrán que muchos varones y mujeres gustan de repetir y de aplicar frecuentemente en su vida cotidiana. La frase y otras muchas sostienen la creencia en la imposibilidad de alianzas femeninas, al tiempo que definen y construyen ideológicamente la conveniente (para el patriarcado) separación de las mujeres.

A estas alturas nadie puede dudar que los seres humanos deben ser definidos exclusivamente por sus prácticas reales y concretas, aunque éstas siempre son aprehendidas ideológicamente por quienes terminan definiéndolas de acuerdo a sus creencias y a sus propios marcos conceptuales. Este proceso, llamado interpretación, tiene consecuencias prácticas ineludibles.

De la frase inicial se siguen al menos cuatro temas: El significado misógino del gusto machista por definir idealmente a «la mujer» al margen de sus prácticas, relaciones factuales y los hechos concretos de su historia; la necesidad de analizar efectivamente la capacidad histórica y cotidiana de solidaridad entre mujeres; la clarificación de las características que deben tener las relaciones entre las mujeres para ser consideradas como solidarias; y la necesaria contrastación de la definición con su coherencia interna, en el contexto masculino en el que se despliega.

El «eterno enigma de ‘lo femenino’» es un lugar común que se sustenta en el principio machista de definición de lo humano como masculino. Las mujeres tuvieron que aceptar durante siglos este «no lugar» de la historia, que las colocó en el umbral entre lo bestial y lo divino. El deber ser que se impuso a las mujeres fue una disyuntiva inhumana y discriminatoria: divina o monstruosa; cuál si la única alternativa humana para establecer relaciones entre ellas (y hacia los hombres) fuera la imagen dulcificada de una armonía perpetua, de la cual los varones muy rara vez han dado muestra.

Si con honestidad nos preguntamos ¿los hombres siempre establecen relaciones de solidaridad entre ellos? tenemos que reconocer que en tanto individuos, diferentes que son, a veces sí y a veces no; y que algunos más que otros en la esfera privada.

Más la fraternidad que se deriva de su origen humano no los limita de una acción ética y crítica hacia otros sujetos; por el contrario, la semejanza con los otros hombres los faculta a establecer alianzas de solidaridad (auténtica o estratégica) en el marco del límite de lo que se define y es aceptado como humano.

Igualmente debemos reconocer que las mujeres son sujetos sociales capaces de establecer alianzas o rupturas éticas entre mujeres y con los varones en distinto grado, en diversos momentos y hacia diferentes personas, sin menoscabo de nuestra condición humana.

Que algunas veces ciertas mujeres puedan ser conflictivas, críticas o agresivas (no siendo igual ninguna de las tres), no se deriva de su condición de mujeres (como si el mero hecho de serlo las excluyera del orden de lo humano) sino del hecho mismo de ser seres humanos.

Si las mujeres, diversas y complejas como cualquier ser humano, tienen conflicto entre ellas o bien con los varones es porque el ser humano es conflictivo, no porque sean mujeres. Por más que se les quiera asignar el rasgo de conflicto, si a las mujeres se concibe como seres humanos no podemos distinguirlas ni en vicio ni en virtud de los varones, aunque estos se identifiquen excluyentemente con lo humano.

En este sentido, la frase a que aludimos al principio no tiene novedad cuando nos remitimos al principio Hobbsiano de que «el hombre (ser humano) es el lobo del hombre». Y si nos dirigimos a los hechos (cotidianos e históricos) no podemos negar que las mujeres no han configurado guerras ni sacado pistolas para enfrentar conflictos, como han hecho los hombres durante muchos siglos.

La mistificación misógina de la insolidaridad sustantiva de las mujeres cae por su propio peso ante los hechos y una interpretación más crítica de ellos.

Durante la segunda mitad del siglo XX las feministas italianas y francesas revelaron algunas claves de interpretación del mundo más efectivas por igualitarias.

Sin desconocer las diferencias de identidad que históricamente han adoptado los sujetos sociales, las feministas demostraron que hay partes de la realidad que no han sido suficientemente analizadas. La experiencia de solidaridad entre mujeres, que ellas llaman sororidad, es una de ellas.

Derivado del latín (soror = hermana), la sororidad es equivalente a la fraternidad, cuyo origen etimológico remite al reconocimiento de hermandad metafórica (frater = hermano) o de semejanza entre los hombres. Como la fraternidad respecto a los varones, la sororidad establece una afinidad capaz de preservar, en un marco de respeto universal, la posibilidad ética de la crítica y mantiene visibles las diferencias entre las mujeres.

El concepto de sororidad ha puesto nombre a la experiencia poco vivida y sobre todo asumida por las mismas mujeres, pero menos reconocida en el orden patriarcal, de solidaridad entre las mujeres y hacia ellas, a la que nos obliga su participación social en el presente.

Sororidad no significa armonía ni simpatía total entre mujeres, pero permite teorizar su realidad de grupo de manera incluyente con lo humano, y humaniza sus prácticas vitales más allá de las definiciones patriarcales que simultáneamente las aíslan y amalgaman.

Tener con que nombrar las formas de solidaridad entre mujeres y de los hombres hacia las mujeres nos permite enfrentar la tendencia machista de homogeneizar el ser de la mujer a través de consignas del estilo de la frase inicial que, además de introducir entre mujeres el estigma de la desconfianza, representa la misoginia que parecía un tanto superada de otra frase: «todas son iguales».

* Académica y ex titular del Instituto Michoacano de la Mujer

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