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La desigualdad histórica que se cree superada

Por Argentina Casanova

Primera de dos partes

Por siglos las mujeres lucharon para obtener el voto mientras en los congresos los hombres decidían el futuro de ellas, de sus cuerpos, de su presente y de su futuro, no solo en México sino en todo el mundo. Hoy, en muchas partes del mundo esto aún es una realidad. En México, si bien existe una mayor participación numérica de las mujeres, aún falta muchísimo para alcanzar la representación sustantiva y tardarán muchos años más para revertir esa desigualdad histórica, acumulada por los milenios de silencio.

Catherine Mackinnon, una abogada feminista norteamericana lo sintetiza en unas cuantas palabras: “el problema no es la diferencia, es la desigualdad que las mujeres viven a partir de esa diferencia”, es decir, en todo el mundo existen condiciones específicas acumuladas que a muchas personas les ha costado décadas entender y que cuesta la libertad y los derechos a las mujeres.

La mejor forma de explicarlo y entenderlo es que en cualquier lugar del mundo nacer siendo mujer, crecer como mujer, vivir como mujer y socializar como mujer tiene distintas aristas que a la larga generan inequidad, desigualdad, diferencias derivadas de esas etapas y en cada una de ellas. Es decir, como básicamente se explica en la teoría de género, cuando un bebé nace lo primero que se sabe es si será niña o niño y a partir de ese momento se generan múltiples condiciones en torno a su vida presente y futura.

Hace tiempo, y lo he citado como ejemplo varias veces, escuché a una mujer hablar con otra mujer en el metro. Ambas conversaban y una respondió a la otra con mucha alegría
cuando le preguntaron qué sería su bebé, pues lucía un vientre de varios meses. Ella respondió entusiasmada: “Es niño, estoy muy contenta comadre, porque ya ve que las mujeres sufrimos demasiado”.

Eso ocurrió hace no muchos años. Su frase, para mí, sintetiza todo el halo en torno a lo que significa realmente nacer como mujer, las expectativas, los temores y la realidad que se basan a partir del cuerpo y sus diferencias biológicas exclusivamente. Es decir, sin importar lo que se diga o se teorice respecto a la igualdad o a las diferencias. Lo cierto es que en la mayoría de los países esa conversación tiene una base sobre las profundas diferencias en lo que significa “nacer hombre o nacer mujer”.

Pero la cosa no termina ahí, crecer como niña es diferente a crecer como niño. Eso ya lo sabemos, aprendimos muy bien lo que el “género socialmente construido” impacta en la vida de las personas y lo que implica. Además, luego viene la parte de vivir como mujer que para la mayoría de las mujeres es una condición ligada a su rol social, a su vida
familiar y a sus vínculos con otras personas. Es decir, no hay una “elección” para las mujeres sobre si quieren vivir o no como mujeres, porque esa desigualdad histórica de la que hablábamos al principio impacta cada uno de los aspectos de la vida de las mujeres.

Aquí estoy siendo somera pero abundaremos más adelante en esto. No es nada nuevo y creo que sobra explicar que, si se ha dicho que la pobreza tiene rostro de mujer, el analfabetismo tuvo por siglos rostro de mujer. Lo mismo sucede con la muerte materna y la desigualdad social por la falta de acceso a empleos mejor remunerados. La negativa del sistema social patriarcal a permitir que las mujeres decidan sobre sus cuerpos y todo ese andamiaje de las estructuras de género creadas ex profeso para someter y controlar a las mujeres han funcionado a la perfección, derivando en formas de violencia como herramientas de control social sobre las mujeres.

El mundo fue dividido en mujeres periféricas y centrales; mujeres buenas y mujeres malas, mujeres decentes y mujeres indecentes; mujeres dignas e indignas. Se asocia a las mujeres todos aquellos conceptos que minimizan, que las sojuzgan y que las violentan con el propio lenguaje, no fue casual, supimos, que “un hombre público” fuera una persona importante y “una mujer pública” fuera una prostituta. De todo eso nos habla Mackinnon, de las diferencias que derivaron en desigualdades.

Desigualdades que poco a poco fueron acumulándose hasta llegar a que morir siendo mujeres es diferente. Los cuerpos de las mujeres aparecían en lugares públicos, víctimas
de violencia sexual. Los hombres son capaces de matar a una mujer solo para obtener el poder sobre su cuerpo, porque rompieron el mandato de permanecer en hogares violentos y muchas cosas más que denominamos feminicidios con sus razones de género.

Todo eso nos ha obligado a buscar ser oídas. Revertir la desigualdad no es para nada una tarea sencilla, nos ha llevado a explicar la necesidad de modificar la realidad: hace apenas seis años, en 2014, cuando empezó a garantizarse una mínima participación de las mujeres en 50 por ciento, con la representación paritaria. Es decir, como un “mínimo” para empezar a ser escuchadas. Parece que seis años después, sigue sin entenderse.


21/AC/ AGM

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