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Violencias misóginas y corrosión social

Por Lucía Melgar Palacios
CIMACFoto: Hazel Zamora Mendieta

La brutal represión contra manifestantes feministas que protestaban contra la ola de casos de feminicidio en Irapuato es un ejemplo más de la ausencia de política integral para frenar la violencia misógina en el país, no sólo en ese estado. Peor aún, es una prueba más de que la estrategia gubernamental es recurrir al abuso policiaco y judicial para asfixiar las voces de protesta. Prevenir el acoso, el feminicidio y las desapariciones no es, ni de lejos, prioridad.

Las autoridades parecen creer que pueden seguir «administrando» las violencias mediante la manipulación de cifras y la estigmatización de las protestas sin mayores consecuencias. Apuestan por sembrar miedo y cansancio en las víctimas, sus familias y la población en general, en una siniestra «pedagogía de la violencia» que acabaría por paralizar y acallar a todas.

Si ya es evidente que negar el problema de la criminalidad común y desorganizada y dejar en la impunidad decenas de miles de desapariciones, casos de feminicidio y violaciones ha favorecido la expansión de estos crímenes y que, por tanto, complica y complicará aún más su solución, la responsabilidad del gobierno federal y de las autoridades de Guanajuato, la Ciudad de México, Nuevo León y demás estados, incluye la nefasta corrosión de la vida cotidiana de la población, de ese «pueblo» al que tanto alude el discurso oficial.

Los crímenes afectan a las víctimas directas y sus familias; trastornan también a comunidades enteras que, ellas sí, saben lo que pasa en su entorno y sienten miedo: miedo de que «se lleven» a sus hijas, miedo de que las violen si salen solas, miedo de que las maten si van de fiesta.

En vez de enviar un mensaje de fortaleza y tranquilidad, acompañado de acciones contundentes, de justicia efectiva y transparente, de políticas educativas que contribuyan a cambiar mentalidad y erradicar estereotipos, ¿qué hacen los gobiernos – de todos los colores? Estigmatizan a las víctimas, sus amigas y/o familiares, con apoyo de los medios, como sucede ahora con el feminicidio de Debanhi o sucedió antes con Ingrid Escamilla, o con Mile Virginia Martín en el caso Narvarte; justifican el abuso policiaco con argumentos deleznables como sucede ahora en Irapuato, y sucedió antes en la Ciudad de México y en Cancún; apuestan porque la sociedad «bien pensante» (ésa que en Guanajuato acalla el incesto y el acoso porque «los trapos sucios se lavan en casa») se indigne por la desfachatez de las manifestantes y los demás  olviden pronto el caso, agobiados por la continua avalancha de noticias aterradoras.

En Guanajuato han aumentado el feminicidio, la desaparición y la extorsión desde 2015, cuando ya se advertían indicios de la entrada del crimen organizado, que tal vez podría haberse frenado si las autoridades la hubieran reconocido en vez de negarla y dejarla pasar.

En Irapuato, la protesta legítima contra el feminicidio ha sido precedida por otras protestas, contra el acoso en la universidad, por ejemplo, problema que tampoco se ha solucionado. El feminicidio no sólo se deriva de la impunidad del crimen organizado, también se debe a delincuentes comunes, a parejas y conocidos, que actúan con mayor saña en el clima de violencia extrema predominante impune: ya se clasificará el asesinato como «homicidio culposo» o «suicidio» o se atribuirá al CO y nada pasará.

La política de simulación desde la fiscalía estatal y otras instancias de gobierno es responsable del dolor y miedo de familias y comunidades que no pueden defenderse solas. Para eso está el Estado.

La indignante respuesta de la «policía de género» de Irapuato contra manifestantes y chicas que sólo pasaban por ahí no es simple «producto del PAN», aunque la falta de alternancia en ese estado pueda haber contribuido a la inercia criminal de las autoridades.

Es preciso que ahí se haga justicia a las víctimas y se sancione a las autoridades agresoras, desde la policía, la alcaldesa y la fiscalía estatal que retuvo a las detenidas, humilladas y golpeadas.

Hace falta también reconocer que éste es un problema estructural de Guanajuato y del país, no para difuminar responsabilidades, sino para exigir un cambio radical en México. Las jóvenes feministas, hartas de violencias, se han atrevido a alzar la voz. ¿Dónde están, por ejemplo los empresarios de Guanajuato y Nuevo León? ¿Están dispuestos a vivir en un país donde se mata y desaparece impunemente a niñas y mujeres?   

22/LMP/LGL

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