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El corazón del mundo (2 de 2 partes)

Por Argentina Casanova Mendoza

En los últimos 20 años, México transitó un clima de violencia, y con ello el debilitamiento hasta el rompimiento del tejido social, de las redes de apoyo familiares y comunitarias, cuyas poblaciones más vulneradas como consecuencia de las violencias directas contra las mujeres y hombres, fueron las niñas y los niños, sin que hasta el momento haya un balance integral que nos permita aproximarnos al costo social del impacto en la vida de esas infancias hoy juventudes.

Para poner en contexto, si las personas adultas fueron víctimas de desapariciones, desplazamiento, violencia feminicida, incremento de la violencia social y la exposición a la aparición de cuerpos mutilados en el espacio público, generando  una percepción de inseguridad, miedo y terror al enemigo invisible, la sensación de inseguridad y la apología a la violencia del crimen organizado, a esas mismas condiciones fueron expuestos y expuestas las niñas y los niños que vivían en las familias mexicanas que vivieron un hecho del que fueron víctimas, hogares golpeados por la violencia que fue en incremento hasta minar las ciudades, los estados y donde la vida nunca volvió a ser la misma.

Las infancias no solo estuvieron expuestas en algunos casos a ese “paraíso” de la niñez en la que nos tocó crecer a muchas personas que hoy trabajamos en protección de derechos humanos, en las instituciones y en los espacios de toma de decisiones, a ellas y ellos les tocó vivir otro país en donde las calles dejaron de ser seguras, las escuelas se convirtieron en espacios bajo la amenaza del crimen organizado y el tráfico de drogas.

A las infancias que hoy son jóvenes y a las que siguen creciendo les ha tocado ser niños y niñas en un país vulnerado por la violencia, y así como miramos que en Estados Unidos la sobreexposición a la violencia, al rompimiento de la familia, la disociación con la realidad y otros conflictos se mantuvo, y en paralelo creció la violencia con los tiroteos en las escuelas, en México aún no tenemos claro cómo se traducen esas violencias.

Tenemos una sociedad en la que los niños y las niñas afrontan contextos de violencias relacionadas con prácticas consuetudinarias como son el abuso sexual por parte de figuras de autoridad, docentes, figuras religiosas, familiares, prácticos de pederastia; abuso sexual infantil, estupro, violaciones, incesto, constituyen un ámbito que ya se vivía aunque apenas recientemente se denuncia y desnaturaliza en México.

A eso hay que sumar, o empezar a generar, reflexiones y extrañarnos frente a la normalización de que en algunas regiones de México se hable –tristemente, desde hace varios años ya– de los “niños sicarios”, de adolescentes que son presa del crimen organizado, que son seducidos por la violencia como si se tratara de un estilo de vida, más la violencia que las propias instituciones ejercen por su nula capacidad de entender que las infancias deben ser protegidas, y en vez de eso se tolera y permiten los abusos contra las niñas y los niños.

Y si sumamos otro factor al contexto de violencia que hay que considerar para mirar la situación que viven, tenemos que incluir el empobrecimiento, la pobreza alimentaria, el abandono y la deserción escolar, la falta de oportunidades, el ser tratados como adultos que tienen la obligación de proveer y sumar recursos a sus familias, niños y niñas que dejan los juegos y tienen acceso a armas de fuego, a drogas que están disponibles en las cercanías de sus escuelas porque hay una mirada discrecional que tolera la venta de drogas en esos espacios.

En nuestro país, las niñas y los niños, el futuro y el presente, el corazón del mundo que nos debería mover y convocar para darles un mundo de paz, por el contrario, vive el mismo país del que nos quejamos cotidianamente por la extraordinaria violencia que nos vulnera todos los días.

Hace poco Redim, organización de derechos de la infancia, puso en la agenda pública la condición de la niñez y la desaparición como víctimas directas, pero también viven y sufren las consecuencias de la desaparición de sus madres, hermanas y hermanos, de sus padres, de familiares o amigos, y hay escasa información acerca de cómo impacta esa violencia en su percepción de la seguridad, en la confianza y en la realidad.

Sin embargo es poco lo que se sabe, es poco lo que ha implementado como política pública para conocer la correlación entre la violencia social y de género y el impacto en las infancias en México, en el incremento en la comisión de delitos cometidos por adolescentes que vivieron sus primeros expuestos a ese país que nos robaron, que dejó de ser el paraíso de las calles donde se podía jugar pelota y volver a casa con un raspón en las rodillas como el mayor peligro afrontado en el día.

Hoy, es necesario sentarnos a hablar, a investigar y a reflexionar, a analizar qué está sucediendo con las niñas y los niños, no podemos soslayar la importancia que tiene la pérdida de la inocencia, el miedo, los suicidios de adolescentes y otras violencias autoinfligidas, o infligidas a otros niños y niñas.

Las juventudes que hoy son vistas como “frágiles millennials”, en realidad son niñas y niños que crecieron con el noticiero anunciando cuerpos entambados, jóvenes asesinados en discotecas, mujeres y adolescentes desaparecidas, asesinadas brutalmente en la calle o en sus casas, son los chicos y las chicas que escucharon silenciosos la noticia de la desaparición de un amigo de la escuela, del padre de algún compañero y vieron empobrecerse a sus familias, que vieron cambiar al vendedor de naranjas de afuera de la escuela por el dealer de drogas cada vez más duras.

Nuestra responsabilidad no se extingue con su mayoría de edad, nos toca preguntarnos qué sucedió con sus infancias, cómo les impactó la violencia, para ver si eso nos ayuda a evitar más violencias sobre las niñas y los niños que hoy miramos en los parques, en las escuelas y en las calles.

Hace un par de años me tocó escuchar a un chico vendiendo pan en Campeche, en conversación supe que su familia había llegado de otro estado, que su familia se fue del lugar donde nació porque había mucha inseguridad. Su mundo cambió, su pequeño universo le fue arrebatado porque su familia no tenía oportunidad de sobrevivir en medio de la violencia que se instaló en varios estados del país y que intenta seguir apoderándose del destino y presente de niñas y niños en este país. Y no podemos ni debemos quedarnos de brazos cruzados frente a esa violencia contra las y los más vulnerables.

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