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Reproducción impuesta y necropolítica

Por Lucía Melgar Palacios

Hablar de guerra contra las mujeres ante la eliminación de Roe vs. Wade no es exageración ni metáfora. Con esa determinación, la Suprema Corte de EE. UU., o más bien cinco hombres y una mujer, asentados en el autoritarismo del sistema patriarcal, dictaron una condena contra las mujeres y niñas que las reduce a vasijas reproductoras, con menos derechos que un embrión o feto.

Al eliminar la protección al derecho a la privacidad y decidir libremente la maternidad, ni siquiera les hizo falta revestir de personalidad legal al conjunto de células que apenas si contiene potencial de vida humana: su palabra, la de un juez o un político, bastará al parecer para determinar el (indefinible) inicio de la vida y prohibir la interrupción del embarazo desde la fecundación o la concepción.

No contentos con arrogarse más sabiduría que la ciencia, los seis súbditos del oscurantismo se apropiaron también de los criterios éticos y morales que, en una democracia, deberían proteger a cualquiera del abuso extremo, para someter a la tortura de llevar a término un embarazo impuesto a niñas y mujeres violadas.

Lo hayan explicitado o no es irrelevante: en los hechos han permitido que estados como Texas, Missouri, Georgia… echen a andar leyes draconianas que prohíben el aborto (aun antes de que la mujer sepa que está embarazada y durante un periodo en que pueden darse abortos espontáneos),  fomentan la estigmatización y hasta promueven la persecución de quienes busquen abortar, o practiquen el aborto o simplemente lleven a la mujer o niña a una clínica o le den dinero para hacerlo, como sucede ya en Texas.

Como ya han advertido organizaciones defensoras de los derechos de las mujeres, la eliminación de Roe vs. Wade no erradicará los abortos sino los abortos seguros: las mujeres y niñas que no puedan aceptar la condena de ser madres contra su voluntad, buscarán evitar la tortura que implican el embarazo y la maternidad no deseados, aunque pongan en peligro su vida o su salud.

Quienes más sufrirán serán las mujeres pobres, sin recursos, que viven al día y no tienen posibilidades de viajar a otro estado o país para acceder a un aborto seguro. Ellas buscarán abortos clandestinos, inseguros, como aquéllos por los que tuvieron que pasar sus abuelas o bisabuelas hace 60 o 100 años.

Borrar de un plumazo la protección al derecho a decidir y la privacidad (puesto que con este criterio se salvaguardó el primero) implica, se ha dicho también, retroceder 50 años. En realidad, el retroceso es mayor: no sólo se pierde lo ganado en medio siglo, desde la aprobación de Roe, se pierden los esfuerzos que llevaron hasta ahí: la energía de millones de mujeres, organizaciones y agentes políticos que hicieron posible el reconocimiento del derecho a la maternidad elegida y del derecho a no ser objeto de extrema vigilancia estatal.

En la era del espionaje tecnológico y en medio de la ola fascistoide que azota Estados Unidos, la pérdida o debilitamiento del derecho a la privacidad es muy grave: está en riesgo la preservación de la intimidad misma. No es imposible que a la prohibición del acceso al aborto, a la vigilancia de los movimientos y decisiones de quienes pueden necesitarlo, siga la vigilancia de las relaciones íntimas, como lo permitían las leyes contra la sodomía.  

Ya hay medios en EE.UU. que advierten a las mujeres que usan aplicaciones para seguir sus ciclos menstruales que la ley que protege la confidencialidad de datos médicos no incluye este tipo de tecnologías, por lo que si sus datos se hacen públicos, no hay modo de que el estado que quiera enterarse y usarlos contra ellas no lo haga. Las mujeres, entonces, quedan a merced del espionaje estatal.

Si, como en Texas, se permite perseguir a la vecina que asiste a una clínica y a quienes le hayan ayudado, no es de extrañar que el Estado pretenda perseguir a padres y madres que hayan apoyado o apoyen el cambio de sexo de sus hijos/as menores trans. La pertinencia de autorizar una transición a temprana edad puede cuestionarse, pero no le corresponde al Estado imponer su “moral”.

Lejos de resultar paradójica, la coincidencia del extremismo antiaborto con la exaltación de las armas y la violencia anti-migrante en Texas, Arizona y otros estados sureños, no es sino rasgo paradigmático de un sistema necropolítico aceitado desde la manipulación del miedo y la ignorancia por una clase política-corporativa corrupta para la cual la vida de niños, niñas, mujeres, pobres y gente de color no vale nada.

La crisis de la república es abismal y escalofriante.

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