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¿Rumbo al barranco?

Por Lucía Melgar Palacios

En poco más de quince días el gobierno mexicano nos ha dado una síntesis del grado de deterioro a que ha logrado llevar al país. Peor aún, sigue acumulando señales de que, lejos de rectificar, planea seguir por la misma senda, aunque lleve a la sociedad  y a la democracia al barranco.

Ni la política exterior, ni la garantía de los derechos humanos; ni la gobernabilidad asentada, entre otras, en la separación de poderes y el estado de derecho: ni la paz social, que depende en gran medida de elecciones confiables y transparentes han quedado fuera de la mira presidencial que apunta hacia un rancio autoritarismo. Peor aún, quienes podrían intentar cambiar el rumbo o frenar este curso han preferido acomodarse a la voluntad presidencial, incluso hasta la ignominia.

Recapitulemos. Ante el intento de golpe de Estado de Pedro Castillo en Perú, el presidente y su canciller, lejos de condenar esta ilegalidad, contemplaron darle asilo a quien desató una grave crisis en su país, como si la simpatía personal bastara para romper con una política exterior que apoyaba a las víctimas del autoritarismo, no a los golpistas (triunfantes o no).

Semejante actuación no debería sorprendernos: el Ejecutivo mantiene su simpatía por Trump, aunque en su país la Comisión investigadora de los hechos del 6 de enero de 2020 haya recomendado que la Justicia lo impute por “incitar a una insurrección”; calla ante la dictadura de Ortega y no ha condenado con fuerza suficiente la invasión rusa de Ucrania. Como si esto no bastara, pese a su supuesta “política exterior feminista” México (es decir, su gobierno) se abstuvo de votar la expulsión del régimen islámico de Irán de la Comisión Jurídica y Social de la Mujer, so pretexto de mantener el diálogo con quienes torturan y matan a mujeres que se han rebelado contra la opresión misógina y en protesta por el cruel asesinato de Masha Amini. De tal silencio cómplice son corresponsables el canciller y el representante mexicano ante la ONU.

Si en la calle México ya no es candil, en la casa se adensa la obscuridad. La semana pasada la mayoría de la Cámara de Diputados dio el miserable espectáculo de aprobar, sin leer siquiera (ni pedir tiempo para hacerlo), una iniciativa de reforma a normas electorales plagada de errores lógicos y jurídicos. La simpatía de los representantes de Morena por su presidente pesó más que cualquier obligación hacia la ciudadanía de la que, se supone, son representantes.

La mayoría en el Senado aceitó la antes tan denostada “aplanadora” para rechazar una tras otras las reservas que presentó la oposición. Los intentos de discusión de ésta cayeron en el vacío o fueron respondidos con descalificaciones que nada tenían que ver con el meollo del asunto. Entre otras perlas, un senador morenista rechazó los argumentos de la senadora Gálvez en favor de dar mayor representación a las comunidades indígenas con la acusación de que los partidos de “antes” nunca las incluían.

Ni el reconocimiento, por parte de su Coordinador, de que la iniciativa incluía “bloques de inconstitucionalidad” hizo reflexionar a quienes no representan sino la voluntad de su líder máximo y sus seguidores. Así, quedaron aprobadas casi todas las leyes del paquete que mutilan al árbitro electoral, favorecen el abuso de (pre)candidatos oficiales, facilitan la opacidad del dinero, debilitan la obligación de paridad y la representación de la diversidad. Si nada cambia en febrero, el paquete llegará inevitablemente a la SCJN, a la que la sociedad tendrá que recordar que se debe a la Constitución y al país, no a la voluntad palaciega. 

Como si minar la institucionalidad en política exterior, acción legislativa y proceso electoral no bastara, como si no nos pesaran demasiado ya las violaciones a los derechos humanos, la inseguridad y la violencia crecientes, el presidente persiste en su empeño de crear “enemigos públicos” sin reconocer que su discurso es por demás peligroso en un país permeado de sangre.

Lejos de ver en el atentado, fallido por fortuna, contra Gómez Leyva una señal suficiente para abstenerse de atacar a periodistas y críticos, y para cumplir y hacer cumplir la obligación del Estado de garantizar la libertad de expresión, el lunes 19 sugirió que ese atentado podría ser un intento “conservador” contra la “transformación” (como si la desestabilización en pleno país militarizado pudiera beneficiar a alguien), para luego arremeter sin mesura contra el propio Gómez Leyva y otros colegas periodistas. 

México es el país (sin guerra declarada) más peligroso para el periodismo. El mismo día del atentado contra Gómez Leyva, Flavio Reyes, periodista chiapaneco, fue también atacado. Solo en 2022 han muerto asesinados 12 periodistas, muchos y muchas más sufren amenazas, atentados, violencia física y digital por parte del crimen organizado y de agentes estatales. Ante la agudización de las agresiones contra el periodismo, sería prudente (y urgente) actuar en defensa de la libertad de información y de expresión, llamar a la concordia.

El discurso peligroso se define como aquel que puede incitar a la violencia. Las palabras no son inocuas. Si el presidente no es capaz de hablar y actuar como jefe de Estado democrático, por el bien del país, debería cesar de descalificar, insultar, estigmatizar y dejar en la desprotección a quienes ejercen el derecho a la crítica. Aquí sí sería de sabios abstenerse. 

De continuar por esta senda, el gobierno en su conjunto nos llevará, si no al desbarrancamiento de la democracia, a un callejón sin salida, obscuro y violento. De la conciencia crítica y de la resistencia ciudadana dependerá nuestro futuro inmediato.

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