En la víspera de la conmemoración del golpe miltar contra el gobierno de Salvador Allende en Chile, el domingo pasado, miles de mujeres de negro, iluminadas con velas, rodearon el palacio de la Moneda en un acto simbólico de memoria, defensa de la democracia y repudio a la política de terror que por más de 15 años enlutó al país. La memoria viva encarnada en mujeres de distintas generaciones es un recordatorio de los daños de la brutalidad militar sobre los cuerpos, el espíritu y la palabra.
Es también una advertencia contra la mentira, la distorsión de la historia y el olvido selectivo en estos tiempos de noticias falsas y discursos extremistas polarizantes.
Al impacto del silencio alrededor de la Moneda, siguió esa misma noche el poder de la palabra colectiva, en denuncia y rechazo de los crímenes de la dictadura: “Nunca+ la palabra silenciada”, “Nunca+ cuerpos torturados”, “Nunca+ mujeres secuestradas y violadas”, “Nunca+ niñas robadas”, “Nunca+ cuerpos torturados”, “Nunca+desaparecidos ni ejecutados”, “Nunca más búsqueda sin respuesta”.
Estas y otras exclamaciones, que sintetizan el miedo y el dolor, el acallamiento y la fragmentación social de decenas de miles de personas exiliadas, torturadas, asesinadas, desaparecidas; el desgarramiento de familias mutiladas y poblaciones aplastadas, el trauma de una sociedad amordazada y desmovilizada, resuenan con particular vehemencia hoy en un país donde 30 años de democracia no han bastado para suturar heridas y divisiones, donde persiste cierta admiración por el caudillo local y la ultraderecha ha ganado seguidores.
En un mundo donde resurgen (o han cobrado fuerza) voceros neofascistas que ofrecen falsos paraísos a los insatisfechos de la democracia, donde líderes iluminados reproducen, como en los años 70, promesas de “salvación” contra la incertidumbre y la desesperanza del presente, es preciso recordar que el gobierno militar transformó a jóvenes conscriptos de 18 años en verdugos de otros jóvenes, impuso la tortura como profesión a cientos de personas, salpicó ciudades y campos de centros de detención y muerte, justificó la saña y la deshumanización contra sus “enemigos”, así estigmatizados por apoyar a un régimen legítimo, por defender sus ideas y el derecho a vivir en libertad.
Contra las versiones que restan importancia a la intervención estadounidense y resaltan, en cambio, la visita de Castro a Chile en esos años de guerra fría, es importante recordar que el propio embajador de EU reconoció (después) que Nixon quería “hacer chillar” la economía chilena y que, ya en dictadura, Kissinger se encargó de frenar cualquier queja por la violación masiva de derechos humanos. El manto de impunidad sobre quienes favorecieron y apoyaron el golpe, sobre Pinochet y los agentes del terror, no debe confundirse con justificaciones históricas. El peso de esos crímenes sin castigo forma parte del legado envenenado de los regímenes dictatoriales en América Latina: los anhelos de justicia quedan siempre en el aire.
Aunque la justicia poética y la verdad sin reparación no basten, la persistencia y la esperanza desesperanzada de quienes vivieron esos años de miedo y angustia resuenan en viejas y nuevas voces.
Contra el militarismo, la impunidad y el discurso engañoso, canciones, novelas, documentales y obras artísticas hilan memoria y verdad. Nos invitan a reflexionar sobre nuestra propia responsabilidad ante el autoritarismo, la mentira y la manipulación del presente y del pasado.