Por más que nos repitan que la Cuarta Transformación es paritaria, incluyente o feminista, los hechos revelan una cruda verdad: el poder real, ese que se ejerce en la sombra, sigue siendo profundamente masculino. Ser mujer en la política mexicana sigue siendo una hazaña, y ser mujer presidenta, en medio de un partido lleno de tribus machistas, es una batalla diaria contra la soledad política y los pactos patriarcales.
La presidenta Claudia Sheinbaum, carga no solo con las complejidades de gobernar un país profundamente desigual, sino con el peso de ser mujer en un espacio diseñado por y para los hombres. Y lo que es peor: los hombres de su partido, los mismos que fueron elevados por el discurso de la transformación, hoy le generan más conflictos que respaldo.
Resulta revelador cómo las militantes de Morena están dispuestas a cerrar filas en torno a hombres bajo sospecha —inactivos, corruptos o cercanos al crimen—, mientras su presidenta es dejada a la intemperie ¿Dónde están esas redes de sororidad cuando más se necesitan? ¿Dónde están las voces feministas que no solo hablen bonito, sino que actúen en consecuencia?
Primero fue Cuauhtémoc Blanco, figura impresentable del morenismo, que no legisla, pero sí cobra; luego, Adán Augusto López, símbolo de los privilegios patriarcales, ex gobernador de Tabasco y el favorito del expresidente López Obrador. A él se le aplaude con “no estás solo”, mientras que a ella le toca apagar fuegos.
Esa escena resume la desigualdad: al hombre cercano al poder se le protege; a la mujer que ostenta el poder se le exige sobrevivir sola.
Cuando el expresidente justificó el nombramiento de Adán Augusto como secretario de Gobernación, no habló de méritos feministas o del fortalecimiento institucional. Habló de confianza personal, de cercanía, de “tranquilidad” para él. Hoy, ese hombre es una carga para Sheinbaum, un lastre político que debe administrar con cautela para no tensar su relación con quien sigue moviendo los hilos desde Palenque.
No es menor recordar cómo desde esa misma trinchera se impuso la continuidad de Rosario Piedra en la CNDH, ignorando perfiles más calificados como el de Nashieli Ramírez. Porque así funciona el poder cuando es vertical y masculino: se impone, no se debate.
Ni siquiera otras mujeres con cargos relevantes dentro del partido, como Luisa María Alcalde, pueden ejercer plenamente su liderazgo. Porque también ellas libran sus propias batallas en un mar de complicidades patriarcales. Así, mientras el discurso presume avances históricos, la práctica política reproduce la obediencia y la simulación.
Ser feminista en política no es repetir consignas, ni usar palabras vacías en los discursos. Es construir un nuevo modo de ejercer el poder, desde la autonomía, la corresponsabilidad y la sororidad real. Y si Morena aspira a ser parte de esa transformación, sus mujeres deben dejar de mirar al liderazgo masculino en busca de dirección, y comenzar a tejer redes que sostengan a quien hoy lleva la mayor carga: la primera presidenta de México.
Porque si el poder compartido es apenas numérico y no sustantivo, lo que tenemos no es paridad, es espejismo. Y eso, los señores del poder, lo saben muy bien.