Ciudad de México.- En México, la devoción a la Virgen de Guadalupe constituye un elemento central de la vida cultural y espiritual y cada diciembre vuelve a cobrar fuerza; sin embargo, junto con la fe, nos vuelve a plantear el análisis del arquetipo que ha proyectado el cual está vinculado con la construcción de la feminidad y maternidad, ideales no solo que son exaltados sino moldes rígidos en los que a las mujeres se nos exige encajar.
Dentro de la tradición católica, la Virgen de Guadalupe se ha convertido en el ideal femenino por excelencia. Ella es consagrada como buena madre, virgen, sumisa, amorosa, abnegada, libre de mácula (pecado), entregada y pasiva; aceptó la maternidad sin cuestionar, simplemente aceptó este destino sin oposición, sin duda y sin interrogantes.
Cabe poner bajo la mira que la religión católica continúa rigiendo la vida de las mexicanas, pues en 2020 y esto se afirma por el gran fervor que sigue ganando feligresía, se tiene información que hay 97 millones 864 mil 218 personas católicas en el país, es decir, 78 de cada 100 habitantes, lo que colocó a esta religión como la más practicada en el país; de esa cifra, aproximadamente 50 millones eran mujeres y 47 millones, hombres, de acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Este arraigo religioso se ve reflejado en la manera en que se ha construido simbólicamente el ideal femenino. El artículo “Diosas, vírgenes y madres o el peso del imaginario patriarcal femenino en la cultura occidental” expone que la figura de la Virgen María, madre virgen y asexuada, construyó históricamente el modelo de la maternidad desde una perspectiva patriarcal, relegando a la mujer al espacio privado, lo que consolidó una representación femenina estrechamente ligada al sacrificio y al deber.
Como consecuencia de ello, este ideal ha influido desde la antigüedad hasta la actualidad, pues la mujer ha sido definida principalmente por su función biológica y doméstica: criar hijos, mantener el hogar y garantizar la transmisión de la herencia familiar. Al mismo tiempo, se esperaba de ella castidad, obediencia y sumisión, reforzando un marco rígido de comportamiento.
En coherencia con este modelo, el hogar se convirtió en el espacio ideal donde la mujer debía desarrollar ciertas virtudes. A partir de ello, se construyó un simbólico que definía el arquetipo de la buena madre en torno a tres valores principales.
El primero señalaba que las mujeres estaba naturalmente vinculadas a la Naturaleza, por lo que su papel en el cuidado y la crianza se concebía como algo “instintivo” y propio de su biología. El segundo valor es la virtud, concebido como la capacidad de las mujeres para controlar sus deseos y pasiones sexuales, consideradas peligrosas y, por tanto, reprimidas mediante la castidad, exaltada como garantía del cumplimiento moral y social.
El tercer valor se centraba en la “utilidad”, vinculada al interés general, y consistía en procurar la mayor felicidad al mayor número de personas, especialmente al marido y a los hijos, siempre dentro del marco de la familia y del hogar. Así, las mujeres quedaron definida como seres destinadas a servir y sostener la estructura doméstica, consolidando un papel social que combinaba obediencia, cuidado y responsabilidad.
A partir de este conjunto de valores, en una sociedad rígida las mujeres obtienen respeto y reconocimiento únicamente mediante su cumplimiento, lo que la lleva a creer que la maternidad la convierte en el famoso “ángel del hogar”. Bajo este ideal, se espera que desarrolle virtudes como la compasión y protección hacia los demás, convirtiéndose en lo que se denominaba una “mujer asistencial”.
Este modelo se vio reforzado por la promoción de la Iglesia de la imagen de la Sagrada Familia como ejemplo de jerarquía patriarcal, en la cual el esposo ejercía autoridad sobre la esposa y las y los hijos. En consecuencia, las mujeres deben ajustarse estrictamente al modelo de conducta propuesto por los manuales de moral dictados por la propia Iglesia.
Ante estos ideales, a lo largo de la historia, las mujeres han sido excluidas de la educación, la política y el poder económico, consideradas lejanas a la razón y sujetas a vigilancia y control. Las leyes, los códigos y las costumbres sociales han regulado su comportamiento, restringiendo su libertad y limitado sus posibilidades de acción fuera del hogar.
La maternidad se idealizó como un deber moral y social, y su incumplimiento llegó a ser interpretado como un símbolo de caos y desorden. Frente a ese ideal, cualquier actuación de la mujer fuera de la norma, como el adulterio, el aborto o la maternidad en soltería era castigada, pues se le condenaba por “afectar” la vida espiritual (el pecado), la vida judicial y, sobre todo, la vida familiar.
Con el paso del tiempo, especialmente después del siglo XX, acontecimientos como las guerras, las crisis económicas y las transformaciones políticas, económicas y tecnológicas sin precedentes facilitaron que la presencia de las mujeres en la esfera pública se volviera cada vez más común, ya no limitada únicamente al hogar.
Sin embargo, pese a los avances sociales, culturales e incluso religiosos, en una sociedad profundamente influenciada por la religiosidad persiste la expectativa de que las mujeres encarnen las virtudes guadalupanas. Aquellas que se apartan del modelo de silencio, obediencia y santidad continúan siendo castigadas bajo el yugo patriarcal.




