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Cristal de Roca

Cristal de Roca es una columna sobre participación política de las mujeres, y sobre temas cotidianos abordados desde los Derechos Humanos de las mujeres

Cuando llegó me dijo: «Ahora yo voy a ser tu hija». Y yo me reí, más por no saber qué decir que porque me causara gracia. ¿Yo, ser la mamá de mi mamá?

Mi madre vino a visitarnos. Desde que murió mi padre (hace 12 años), ella no había venido. Así que cuando manifestó interés por venir nos organizamos para recibirla. Y eso incluyó poner pasamanos en el baño, librar de obstáculos el cuarto donde la alojaríamos y poner televisión “en la que se viera TV Azteca” (pueden imaginar mi cara). De hecho, esa fue la única condición para venir. Ni los pasamanos ni espacio en el closet ni librarla de obstáculos: solo TV Azteca.

Como no era cosa de ponérsela difícil, su petición fue atendida como se atienden las excentricidades de cualquier artista cinco estrellas.

Y cuando puso un pie en mi casa dijo eso: «Ahora yo voy a ser tu hija».

Pensándolo bien, a lo mejor me reí porque eso de ser madre se me dio a duras penas (literalmente). Con Alex en especial. Claro, fue el primero y yo no estaba preparada en absoluto (¿alguien lo está?). Con Talía fue más fácil, pero realmente ella lo hizo casi todo con su dulzura y determinación que trajo repartidas en cantidades iguales.

Ya en su juventud, la verdad es que gocé mucho ser madre. Pero a esa edad, la verdad es que ya no se es madre, madre. Más bien, una pasa a ocupar un puesto de asesoría en el que, como suele suceder con ese cargo, a veces te preguntan, otras te ignoran y si opinas te miran con cierta indulgencia o enojo –según sea el caso y el humor– y un gesto inconfundible que manda el mensaje: nadie te preguntó.

Así que eso de ser madre de mi madre ni siquiera se había cruzado por mi cabeza.

También he de agregar que yo pertenezco a una generación en la que muchas tuvimos que ser nuestras propias madres. No porque no tuviéramos una, sino porque no tenían respuestas a nuestras preguntas. Pertenezco a una generación de mujeres que rompió con muchos moldes tradicionales. Brecha generacional, pues.

Pero ha llegado el tiempo en que ella supone que es hora de colocarse suavemente sobre mi ala protectora.

Pero no es así. No aún. Mi madre siempre ha sido una mujer inteligente, fuerte e independiente, más de lo que en realidad ella cree.

Baste saber que a sus 80 años tuvo la osadía de vivir por primera vez sola. Porque, claro, como dictaban los cánones de la época, vivió bajo la tutela de mi abuela hasta que se casó y pasó a la tutela de mi padre. Y cuando él murió, después de 50 años de matrimonio, vivió por temporadas con mis otros hermanos, hasta que dijo: «Quiero mi casa». Y más tardó en decirlo que en buscar, rentar y decorar su casa a su entero gusto y placer. Y ahí vive, sola, muy a gusto. Y además, por puro gusto, trabaja medio tiempo en la empresa de una de mis sobrinas.

¿Y esa mujer que ahora que tiene 84 años, camina con dificultad, sabe de memoria los impronunciables nombres de medicamentos que toma, juega cartas con singular alegría y habilidad, supone que ya debe colocarse bajo mi ala?

Simplemente no pude mirarla como a una hija (ni cuando le dio COVID). Lo cual fue una maravilla, porque tuve dos meses para conocer mejor a una mujer que, como yo, hizo y hace lo mejor que puede con lo que tuvo y tiene. Su visita fue un gran regalo de la vida.

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Debió ver mi cara cuando me enteré que: “Padres demandan a su hijo por no darles un nieto”.
El juicio se lleva a cabo en la India. La nota dice que los padres (infiero que padre y madre) en sus sesenta años (de modo que seniles no están) demandan al hijo, piloto de profesión y con seis años de matrimonio, que hasta ahora no da señales de querer procrear.
La demanda señala que eso les causa “sufrimiento emocional”. Y “sufren” tanto que la demanda es por más de medio millón de dólares.
El abogado explica que “según la cultura india, el nieto es el último amigo del abuelo”, así que las hijas o los hijos tiene “la obligación” de procrear tan pronto contraigan matrimonio.
Cada vez que utilizan el argumento de “la cultura” para justificar algo (por lo general alguna barbaridad) a mí se me sube la bilirrubina. Primero porque pareciera que la cultura es algo inmutable que nos viene del espacio exterior o es dado por los dioses del olimpo. Y segundo, porque ha servido para justificar desde el matrimonio de niñas con señores hasta la ablación; desde la prohibición de votar para las mujeres hasta la burka.
Llamó mi atención también el monto de la demanda. Se trata de un cálculo de lo que se invirtió en la educación del hijo y en su boda. De modo que el hijo, por obra y arte de la cultura, se convierte en una especie de bien inmueble, en el que se invierte esperando obtener beneficios en cierto plazo.
Y el “sufrimiento emocional” se explica porque el abuelo (nada se dice de la abuela) espera al nieto como su “último amigo”.
¿El nieto será obligatoriamente amigo de su abuelo? ¿Y si es nieta? ¿Y si no le da la gana? Digo, porque dada la demanda, el abuelo muy amigable no se ve.
Será muy interesante ver cómo resuelve el juez. Confío en que tome en cuenta que la cultura es obra y arte de sociedades formadas por seres humanos y, por tanto, cambia, se transforma en el tiempo y en el espacio.
Confío también que el juez (¿habrá juezas?) considere que un hijo no es un negocio del que deban esperarse rendimientos, que el abuelo ya está grandecito para buscarse sus propios amigos o, en todo caso, buscar a un terapeuta que alivie su “sufrimiento emocional”.
Y si el juez falla en contra, yo le entro a la coperacha para que el hijo pague el monto que lo liberará de semejante carga.
Por lo pronto dejo por escrito, con ustedes como mis testigas y testigos, que mi hija no me debe nada (como nada me quedó a deber mi hijo).
Traerla al mundo fue una decisión de su padre y mía (de modo que ni la vida me debe). Cada minuto, cada centavo invertido en ella fue una decisión en pleno uso de nuestras facultades, y se utilizó con el único fin de brindarle las mejores alas posibles, para que volara tan alto y tan lejos como quisiera; para que fuera una persona responsable consigo misma, con los seres que ama y con su comunidad. En otras palabras, nos esforzamos para dotarla de herramientas a fin de fuera libre e independiente, y procure felicidad y paz.
Dicho esto, dejo escrito por aquí también, que no compartiré la noticia de la India con algunos amigos que “mueren por un nieto”, ¡y dan una lata! No vaya a ser…

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nubes cielo
CIMACFoto: Lourdes Godínez Leal

La vida te puede sorprender, pero para eso debes querer que te sorprenda.

Esta frase -hermosa, en mi opinión, por su simpleza y su sabiduría- la pronuncia Lichi, un personaje encantador en la película “Hasta que volvamos a encontrarnos” (Netflix).

Yo la escuché y parecía que me hablaba a mí.

¿No le ha pasado que, de repente, de la nada, la frase de una canción, de un poema, de un libro que hojeaba, de una película que miraba o de una conversación que sucedía mientras usted pasaba por ahí, resuena en su cabeza y va directo al corazón?

Pues eso mismo me paso. Y eso es, en sí mismo, tener la disposición para que la vida te sorprenda.

A mí la vida muchas veces me sorprende, pero es difícil que lo haga en abril, porque la tristeza ocupa casi todo el calendario ese mes.

No soy la única a la que le pesa abril como tormenta en altamar. Muchas personas perdieron a seres que aman un mes de abril.

Un amigo, que perdió a su pareja en un abril de hace cuatro años, me dijo: Desde entonces mi año sólo tiene 11 meses. En abril no vivo.

Cualquiera que esté en duelo entiende bien lo que mi amigo quiere decir, y también a lo que yo me refiero. Puede ser, en efecto, cualquier mes. El mío es abril. Mi amado hijo murió en abril de hace cinco años.

Por eso cuando escuché esta frase –a principios de abril- resonó en mi interior. Y me dispuse a querer que la vida me sorprendiera. Y lo ha hecho.

Estoy recibiendo regalos, que no vienen envueltos en papel de colores. Por ejemplo, una hermosa y cálida tarde, a la sombra de un gigantesco árbol de tamarindo, conversé con algunas amistades y fuimos capaces de hablar de nuestros duelos, del minuto en que comenzó cada naufragio y de lo difícil que es sentirse a la deriva.

Otra noche, con distintas personas, también se habló del duelo, y varias compartieron sus naufragios, su tristeza. El silencio con el que escuchábamos era reverencial.

¿Por qué he de considerar un regalo hablar de la muerte y compartir la tristeza por la pérdida? Porque eso casi nunca sucede. La muerte se pasea en nuestros caminos y nadie habla de ella. El dolor por la pérdida nos atraviesa –algunas veces más que otras, y a algunas personas más que a otras- y nadie habla de eso. El duelo, en general se vive con mucha soledad.

Y todos esos regalos han sucedido en las presentaciones de mi libro. Porque justo el 1 de abril arranqué la difusión de la versión impresa de “Claves para atravesar la tormenta. Mis aprendizajes para vivir el duelo”.

Poder presentar la versión impresa ha sido un regalo. Lo bien que está siendo recibida, es otro regalo. Pero esta especie de abrazo colectivo que se ha generado es, quizás, de los más grandes regalos que he recibido hasta ahora.

Además, mi esposo, mi hija y mi yerno, han contribuido de distintas maneras en cada evento. Y hemos podido cenar juntos más veces que lo usual. Ese ha sido otro gran regalo.

La vida me sorprende de maneras que no esperaba. Porque hablar de la muerte, ha sido también hablar de la vida; hablar del dolor, ha sido igualmente hablar de la felicidad; y escuchar con amorosa atención ha significado un abrazo colectivo que permite recuperar abril en el calendario.

22/CLT/LGL

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nubes cielo
CIMACFoto: Lourdes Godínez Leal

Hola. ¿Hay alguien ahí? Cuando hay vacaciones, suelo tener la sensación de que escribo para mí, porque en la otra orilla están en fase de hibernación (en la web escribiría Germán Dehesa), o no están.

Estas vacaciones en particular, las de Semana Santa, se supone que no son días de descanso per se. Que son días de reflexión, contrición, duelo. Al menos para las personas que profesan la religión católica. Que la profesan de verdad, quiero decir, porque una cosa es recibir bautismo y confirmación, y otra muy distinta es seguir las reglas y rituales de esta religión o de cualquier otra que considere realmente Santa a esta semana.

Sin querer entrar en polémica con la jerarquía católica, tengo la impresión de que la mayoría de la población mexicana (que dicen que es mayoritariamente católica), en realidad está en la cósmica web (Dehesa dixit) o vacacionando en algún lugar que poco o nada tiene de santo.

Yo confieso que no profeso religión alguna; así que la Semana Santa es para mí como un largo viernes; es decir, hay oportunidad para el descanso, el ocio; no hay prisa y, sí en cambio, se puede invitar a la alegría a comer y a hacer una larga sobremesa, al fin que es “viernes”.

Ya que estoy en fase de confesiones, confieso también que no son los únicos días que son viernes para mí. Tengo otros que, aún sin marcarse en el calendario católico, escolar o laboral, declaro solemnemente que son viernes. Es decir, camino a otro ritmo, como el caracol que no tiene muy claro a donde va, pero va. O como la tortuga, que también camina despacio y cuando le apetece se mete en su casa y no sale por más que toquen a su puerta.

Algunos de esos “viernes” me gusta unirme al cardumen y navegar con mis amistades, reír a todo pulmón, jugar algún juego de mesa en compañía del vino (que no es sagrado, pero lo tratamos como tal).

También, como mamá gallina, me encantan las reuniones con mi pequeña familia. De hecho, cada reunión es gozosa como si fuera siempre viernes.

Y, en esta ocasión, mi siempre viernes es una reunión con mis tribus, tras largo recogimiento por el arribo de la realeza (algunas personas le llaman simplemente “corona”, aunque sus variantes lleven nombres griegos o combinaciones extrañas de letras y números).

Tengo dos tribus. La de mi esposo, que hice mía hace muchos años. Y aquella de donde vengo yo. Las dos igual de ruidosas, generosas, divertidas y amorosas.

Esas reuniones son un regalo de la vida siempre. Pero esta vez, además, celebramos como el milagro que es, que toda la tribu está viva. En esta larga y penosa pandemia no perdimos a ningún integrante de nuestras tribus; y el tiempo, la distancia y los vaivenes de la vida no han hecho mella ni en el ánimo ni en el amor.

De modo que declaro con la potestad que me he otorgado a mí misma, que allí donde haya mucho amor hay algo de santidad. Que allí donde se celebre la vida, hay milagros. Que allí donde se comparta el pan y el vino, algo sagrado ocurre. Y que allí donde haya alegría, risas compartidas y abrazos amorosos son siempre viernes.

22/CLT/LGL

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CIMACFoto: César Martínez López

Ya sé que no es un concepto nuevo, pero la verdad es que yo recién me percato de la contradicción y del absurdo. Porque, para empezar, ¿envejecer es una enfermedad?

Hay quienes tienen la osadía de decir que sí, y además, que es curable.

El ingeniero José Luis Cordeiro, uno de los fundadores de la empresa “Singularity University”, ubicada en Silicon Valley, asegura que “vamos a curar el envejecimiento”, y no sólo eso, “seremos capaces de rejuvenecer”.

Lleno de certeza, el señor Cordeiro afirma que la inmortalidad es posible, y asegura que en 20 o 340 años veremos “la muerte de la muerte”.

“Yo no pienso morir”, dice; cosa que podría causar gracia si no se supiera que habla absolutamente en serio y tiene mucho dinero financiando sus investigaciones.

Y yo no sólo lo escucho perpleja, sino aterrada de pensar en la posibilidad de la inmortalidad al alcance de… ¿de quiénes?

Por lo pronto me pregunto, ¿por qué ha de considerarse una enfermedad la vejez? Es cierto que el cuerpo se enferma, pero no sólo en la vejez.

Sin embargo, si se nos convence que la vejez, en sí misma, es una enfermedad, y que lo mejor es, cuando menos, parecer joven; entonces se comprende la cantidad de personas que se someten a diversos tratamientos y cirugías cosméticas.

La industria alrededor de esta idea es multimillonaria. Y, ¡vaya que hay demanda!, en especial de mujeres; porque, claro, a lo largo de la historia nos han enseñado que debemos “ser bonitas” (sea lo que sea que signifique esa frase en cada cultura), y que envejecer es una catástrofe. Se nos ha dicho que los hombres se ponen “interesantes”, nosotras nos ponemos “viejas”. Y, “vieja”, se asume como una descalificación, una devaluación.

Así pues, a estas alturas, muchas mujeres lucen caras en las que ya no es posible reconocerlas y distan mucho de verse jóvenes. Ni siquiera se parecen a las mujeres jóvenes que fueron. A veces el aspecto es grotesco: la piel brilla de una manera extraña, las comisuras de los labios sonríen siempre de modo casi siniestro, y los ojos alojan un asombro perpetuo.

No obstante, siguen envejeciendo. Tanto como yo.

En el colmo del absurdo, el mensaje ha llegado ya a las mujeres jóvenes. ¡Las que en este momento tienen juventud y lucen jóvenes! Porque ya no sólo se trata de cambiar la nariz o ponerse o quitarse senos.

Recientemente leí, que hay una vacuna “antiedad” que comienza a aplicarse a los 28 años (¡28 años), y a esa edad se recomiendan 6 vacunas anuales. ¿Cuánto tiempo? Hasta que se cumplan 45 años, momento a partir del cual hay que duplicar la dosis.

A mí me parece que lo que hay que cambiar es el enfoque.

Envejecer no es una enfermedad. Es un proceso natural que comienza en el instante mismo en que se nace. Además, es un privilegio. No todas las personas que nacen llegarán a viejas.

Por ello creo que debemos reivindicar todas las marcas de la vejez como algo valioso; tan valioso como las marcas de la adolescencia, por ejemplo.

Pero claro, mi idea no alimentará a las industrias que venden sueños de eterna juventud. Y menos a las que prometen inmortalidad que, dicho sea de paso, aunque sea posible, no debería serlo.

22/CLT/LGL

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CIMACFoto: Hazel Zamora Mendieta

A mí me gustan las historias. Las personales, sin duda. Pero también las que construyen la Historia, esa que se va escribiendo con mayúsculas. Sólo que, como periodista, he aprendido que ante una historia siempre hay que hacerse preguntas, entre ellas una fundamental: ¿quién cuenta la historia?

En el ámbito de la Comunicación le llamamos “fuente” a la persona, grupo o institución que emite un mensaje -que cuenta una historia-.

Saber cuál es la fuente, permite conocer mucho más de lo que, a primera vista, se cuenta en una historia. Abre una cortina desde la cual se puede atisbar qué prejuicios, convicciones, intereses, intenciones hay detrás de esa historia.

Una misma historia puede ser contada de distintas maneras. Por ejemplo, si usted atestigua un accidente de tráfico, lo que cuente dependerá de lo que haya visto y del lugar desde el que lo haya visto; pero también de experiencias previas, de sus prejuicios, de creencias, entre otras variables, que se “colarán” en su relato, casi siempre sin ninguna intención y a menudo sin que usted lo perciba.

El asunto se vuelve complejo cuando “la fuente” tiene una clara intención al contar una historia. Es el caso la propaganda política.

En este tema es multicitado Joseph Goebbels, el creador de la propaganda nazi, y a quien se atribuye el ascenso al poder de Hitler.

Una de sus frases más famosas es: “Una mentira mil veces dicha se convierte en una verdad”. Y eso, hasta la fecha, es la base de mucha propaganda política en todo el mundo.

De todo esto me acordé en días recientes.

Primero los mensajes del Presidente López Obrador, que decían: “tengo información” de que las mujeres que marcharán el 8 de marzo, se están preparando con marros, sopletes y bombas molotov.

¿Cuál es la historia que me quieren contar? ¿Quién cuenta la historia?

Después, las fotografías de las vallas, casi murallas, ante Palacio Nacional; el despliegue por las calles de la Ciudad de México, de personal de la Marina y de miles de policías, con uniformes, toletes, escudos.

¿Cuál es la historia que me quieren contar? ¿Quién cuenta la historia?

Y llegó el 8 de marzo. 

Ni marros ni sopletes ni bombas molotov. Sólo miles y miles de niñas, jóvenes, adultas, ancianas exigiendo justicia para las víctimas de feminicidio, la búsqueda de las que han desparecido; reclamando su derecho a una vida libre de violencia.

Y también llegaron las flores. Mujeres manifestantes que entregaron flores a las mujeres policías, que abrazaron a las mujeres policías, que aplaudieron a las mujeres policías.

¿Qué sucede cuando la realidad no se ajusta a la historia que se contó? Lección de propaganda: Se ajusta la realidad.

Así, a la maravillosa foto de una manifestante abrazando a una mujer policía, le colocaron un fondo color vino (color del partido en el poder), superpusieron la frase del Presidente: “Abrazos no balazos”. Y la rúbrica: morena (partido del presidente).

Cuando comenzó a circular esta segunda imagen no sólo me pregunté: ¿quién cuenta la historia?, también: cuál de esas dos mujeres da el abrazo; y cuál es la que puede dar los balazos; para quién trabaja la mujer que puede dar los balazos.

Cuando nos cuentan una historia, sin duda hay que hacerse muchas preguntas.

22/CLT/LGL

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CIMACFoto: Hazel Zamora Mendieta

El próximo 8 de marzo, en casi todo el mundo, cientos de miles de mujeres ocuparán las calles, de nuevo, para manifestar hartazgo y protesta.

Los agravios son tantos y de tal calibre, que no es exagerado afirmar, como ha hecho Marcela Lagarde, que las mujeres vivimos en grave situación de emergencia.

La violencia contra las mujeres ocupará el primer lugar de las protestas.

Las mujeres somos agredidas –de distintas maneras y en distintos grados- en la casa, en la escuela, en el lugar de trabajo, en la calle, en el transporte público. En todas partes.

Las violaciones sexuales se cuentan por minuto. Las desapariciones y los feminicidios por día.

Ser mujer es, en sí mismo, un factor de riesgo. Y eso no puede seguir así.

Sumemos ahora la impunidad, la indolencia, las omisiones, la costumbre de culpar a las víctimas. Todo eso que se puede resumir en la legitimación de la violencia. Dicho en otras palabras, la violencia contra las mujeres tiene permiso.

Y ese permiso de facto tiene a las mujeres, en particular a las más jóvenes –las más expuestas he de agregar- hartas. Están hartas, con sobrada razón, de perder hermanas, amigas, primas; hartas de tener miedo cuando caminan por la calle, cuando van al trabajo, cuando están en la escuela, cuando quieren divertirse. Y, sobre todo, están hartas de la impunidad. “El violador eres tú”, han gritado a coro a los gobiernos de medio mundo.

También se protestará porque, contrario a lo que se piensa, la pandemia no afectó por igual. De hecho, exacerbó las desigualdades ya existentes.

El desempleo o la precarización del empleo ha perjudicado más a mujeres que a hombres. Y, además, ha multiplicado el trabajo. Las mujeres, en general, trabajan más que nunca y ganan menos que nunca.

El trabajo se multiplicó fundamentalmente en las tareas del hogar y de cuidado.

Si antes, esas tareas recaían, en general, sobre las mujeres; en un contexto de confinamiento se intensificaron. Además, aquellas que siguieron con trabajo remunerado, desde casa, entraron en una espiral en donde no había horarios laborables. Todo el tiempo era laborable. Así que muchísimas tuvieron que multiplicarse y dividirse en casa, sin horario y sin descanso.

Por si fuera poco, aquéllas con hijas e hijas en edad escolar, tuvieron que convertirse en docentes. Y, claro, para las madres docentes el trabajó se multiplicó hasta el delirio.

Todo eso tiene que cambiar. Y debe cambiar hacia un esquema en el que los hombres asuman de manera igualitaria esas responsabilidades, y el Estado también se haga cargo.

Asimismo, se encuentra el hartazgo de que nuestro cuerpo sea terreno de disputa religiosa. El derecho a la vida comienza con el derecho a la vida de las mujeres, y eso pasa, necesariamente, por el derecho a decidir qué puede suceder y qué no en nuestro cuerpo.

En otras partes del mundo también protestarán en contra del matrimonio infantil, contra la ablación, contra la prohibición a ir a la escuela, a vestir pantalones…

El 8 de marzo las calles se llenarán de protesta. Y con ese panorama la pregunta es: ¿cómo no protestar?

De la vida, la integridad, la dignidad y la libertad de las niñas y de las mujeres, todas las personas de buena voluntad debemos hacernos cargo. ¿Qué hará usted el 8 de marzo?

22/CLT/LGL

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nubes cielo
CIMACFoto: Lourdes Godínez Leal

Si de contar se trata, puedo contar que he cumplido 61 años. Se han ido más rápidamente de lo que hubiese pensado cuando cumplí 30. Pero sin duda ya suman 61. Y al contarlo me doy cuenta que, a mi edad, en realidad puedo sacar muchas cuentas.

Por ejemplo, de mis 61 años, me he asumido insumisa casi 50. Fui rebelde sin causa hasta que encontré al feminismo y me volví rebelde con causa. Soy orgullosamente feminista hace un cuarto de siglo.

Como la comunicadora que soy, me he dedicado a compartir mis conocimientos y mi perspectiva feminista hace más de 20 años.

Y ya puesta a sacar cuentas, tengo 39 años como periodista; de los cuales, 14 los dediqué a los géneros de entrevista y crónica, y los siguientes 25 a los artículos de opinión. De esos, 19 escribí casi ininterrumpidamente la columna política Cristal de Roca; que luego combiné con Cuarzo Rosa, la columna intimista que escribo hace 22 años.

He escrito alrededor de 1 500 artículos periodísticos, cinco libros y decenas de textos con variados temas, lo mismo sobre la historia de Quintana Roo, que respecto al empoderamiento de las mujeres, las cuotas de género, la paridad, la sororidad; o sobre la pérdida, el duelo, la tristeza.

Escribir es mi forma de andar por el mundo, pero fue, además, un asidero cuando naufragué en la tormenta del duelo.

Sacando cuentas, he sido esposa 38 años y madre 35. Y ahora que lo digo, me doy cuenta que, con mi propia familia, ya he vivido más de la mitad de mi vida.

En fin, a mi edad puedo contar muchas cosas, pero hay algunas que no he contado y, de hecho, no podría.

No he contado, por ejemplo, la alegría que he sentido al escribir y dar cursos. Tampoco las veces que mi cabeza deambula buscando algo digno de contar, mientras la página en blanco me mira impaciente.

No he contado los abrazos amorosos que he recibido ni las sonrisas que me han regalado.

No he contado las risas compartidas con Carlos, Alex y Talía, ni los momentos que imprimo en el alma para que no se borren nunca.

No he contado, tampoco, los pasos que me han llevado a muchos sitios. Algunos que no pensé que caminaría. Otros, que se me colaron en el corazón porque los caminé con mis tres amores, y luego con Stef (el amor de Alex) y Luis (el amor de Talía), que también son mis amores porque se acomodaron en mi corazón para siempre.

No he contado las risas con amigas y amigos. Tampoco las lágrimas que hemos compartido.

No he contado los regalos de la vida por los que me he sentido bendecida muchas veces. Tampoco los días en que me he sentido desolada o en los que la sonrisa de Talía me ilumina como un sol esplendoroso.

Concluyo entonces que, si saco cuentas, tengo mucho que contar; pero que hay cosas que no puedo contar, no por incontables, sino porque contarlas no es lo que cuenta.

22/CLT/LGL

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Si es cuestión de confesar no sé preparar café y no entiendo de futbol.  Así empieza una canción de Shakira, y la traigo en la cabeza porque así estoy. Yo, en efecto, no sé de futbol; pero sí sé preparar café y sí quiero confesarle algo.

Como diría mi madre en los mejores tiempos en que ejercía su capacidad formadora de una humana de provecho: Estuve tiradota sin hacer nada (frase que decía de corrido, y que se aplicaba a cualquier cosa que estuviéramos haciendo, mis hermanos o yo, acostados fuera de la hora de dormir).

Durante unos días estuve tiradota y, además de leer (cosa que sí es de provecho), me dediqué a un ocio que es nuevo para mí. Entré al mundo de los videojuegos. Bueno, eso es una exageración. Bajé un par de jueguitos a mi tableta. Pero igual son videojuegos, e igual es un mundo nuevo para mí. 

Bajé un juego de armar palabras y otro de encontrar figuras similares. Un poco ñoños, la verdad, pero me han entretenido mucho. 

Lo que me tiene boquiabierta es la cantidad de juegos que se anuncian, cuyo relato implica una violencia y una misoginia increíble.

En muchos de ellos tienes que salvar a algún personaje. Ya de entrada, me pregunto por qué el relato debe centrarse en salvar a alguien. 

Ese alguien suele ser una mujer que es una inútil, incapaz de ponerse a salvo, en plena nevada, en una casa con la ventana rota. A veces esa mujer lleva un bebé, pero siempre es igual de inútil y debe ser salvada. 

Otra constante en ese relato, es que fue abandonada. La dejó –se infiere- el papá de esa criatura. Y la dejó por otra mujer que, nomás faltaba, luce más joven y sexy, y que, además, se regocija con el sufrimiento de la otra.

En otra variedad de este relato, una mujer es botada –literalmente- por un señor que elige a otra (mucha imaginación no tienen). La mujer que ha quedado en el suelo debe ser salvada, y las opciones son: ¡cambiarle el corte de cabello, cambiarle el vestuario, maquillarla! Y, el colmo, es que el objetivo es que ¡regrese con el señor que la botó!

Nada es inocente. Nada carece de intención. Y los juegos no sólo no son la excepción, sino que son el vehículo más engañoso (precisamente porque parecen inocentes) para fijar en el inconsciente una idea de cómo es o como debe ser la realidad, de cómo es o como deben ser las personas en la vida real.

Cuando a una niña le regalan un muñeco que parece un bebé, y que debe ser cuidado y alimentado, le regalan la idea de que su tarea es ser madre. 

Del mismo modo, cuando a un niño le regalan una pistola, le entregan la idea de que su tarea es matar a quien se considere ”el enemigo”. 

No, ningún juego o juguete es inocente. Tienen un relato implícito.

En los videojuegos el relato es más brutal porque en la realidad virtual los personajes lucen, se mueven, interactúan de manera bastante real. 

Un joven amigo me dice que no he visto nada. Que en los videojuegos “de verdad”, la violencia y misoginia contra las mujeres puede alcanzar niveles feminicidas.

Si queremos construir igualdad es preciso cambiar el relato. Cambiar el relato en los juguetes, en los juegos electrónicos, en los videojuegos. Porque no hay nada más inocente que suponer que “es un simple juego”. 

www.cecilialavalle.com          [email protected]     @cecilavalle

22/CLT

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FOTOCIMAC: Angélica Jocelyn Soto Espinosa

Hay regalos en la vida que llegan en el mejor momento. Uno de esos recibí a fines del año que recién termina, pero será estrenado a lo largo de todo el nuevo año. Le cuento.

Cuando en 2020 escribí el libro «Claves para atravesar la tormenta. Mis aprendizajes para vivir el duelo», se difundió, a través de la editorial Página 6, en todas las plataformas de libros electrónicos, y dispuse que la descarga fuera gratuita, porque deseaba que quien buscara una tablita para no ahogarse en pleno duelo, pudiera leer mis letras sin que el dinero fuera un obstáculo.

Tan pronto como empecé su difusión –en 2021–, la gente me preguntaba cuándo saldría la edición impresa. He de confesar que fue una sorpresa para mí. Yo sin duda pertenezco a una generación de papel. Es más, de papel y lápiz. Así que esperaba que personas de mi edad o más quisieran el libro en físico. Pero, para mi sorpresa, muchísima gente joven comenzó a pedir el ejemplar impreso. Personas de esa generación acostumbrada a las nuevas tecnologías, quieren leer sobre el duelo y quieren hacerlo en algo tangible.

Acaso porque el duelo deja todo tan inasible. No sé. El punto es que como yo también lo quería impreso comencé a buscar una editorial que quisiera imprimir y distribuir mi libro.

La tarea no fue sencilla. El mercado de libros impresos se ha encogido mucho, y la pandemia sólo ha acelerado el proceso. Ha crecido, en cambio, el mercado de libros digitales y de audiolibros. Luego estaba el asunto de que yo no quería retirar la posibilidad de que se descargara gratuitamente la versión digital. Así que, de entrada, no sonaba a buen negocio. Y, para una editorial, debe serlo.

El caso es que a ratos emprendía la búsqueda y a ratos la abandonaba desanimada. Estuve a punto de imprimir unos cuantos para mi familia y para mí, sólo por el placer-necesidad de tener en mis manos las letras que, aún ahora, me ayudan a navegar por mi duelo.

En eso comenzaron a llegar las señales. Amistades que apoyaron la idea de la impresión (y no sólo con entusiasmo, sino con recursos). Lectoras y lectores que me hacían llegar sus palabras de cuánto les había ayudado mi libro y que ansiaban tenerlo impreso. La llamada de una amiga escritora que, tras elogiar el estilo y la forma, me dio pistas para buscar la editorial precisa; y, finalmente, casi por “casualidad”, llegó a mí un nombre y un teléfono.

Cecilia Gorostieta, dueña de la editorial Kóokay. Joven ella y joven su editorial. Sin pestañear (o casi), hizo suyo mi libro y apostó a la edición impresa. “Dejemos que siga su camino la digital tal como lo has planeado –me dijo-, pero demos un plus a la impresa”. Y puso manos a la obra. Enriqueció el diseño editorial y yo agregué contenido.

¡Quedó hermoso!

Para cuando usted lea mis letras, el libro estará a la venta, con envíos a todo el país, en la página www.kookayediciones.com, y en su correo: [email protected]

Pronto estará disponible también en algunas librerías y comenzaremos las presentaciones en versión presencial o digital, según lo permita la
pandemia.

Kóokay es una palabra maya que significa Luciérnaga. Así que mi nuevo año comienza con una luciérnaga a mi lado, que me permitirá llevar luz a quienes en los duros momentos del duelo se sienten a la deriva.

¡Que sea también para ustedes un año lleno de luz y esperanza!

www.cecilialavalle.com [email protected] @cecilavalle

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