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Quinto poder

Columna feminista

CIMACFoto: César Martínez López

La abnegación, el sacrificio y la resignación, son los sentimientos que distinguen el ideal de una mujer buena -entre otras características-, modelo construido desde el patriarcado; pero son también las causas de los problemas que las mujeres afrontan y el origen en muchas ocasiones de la explotación amorosa que hombres, familiares, amigos, amantes o conocidos, ejercen en sus vidas.

Sobran ejemplos de en qué problemas y situaciones graves llegan a estar las mujeres por el sacrificio del amor, por la abnegación de dar todo lo que tienen y quedarse sin nada para ellas mismas hasta perder sus propias pertenencias, mujeres que se resignan y aceptan que no pueden cambiar su situación, ese aprendizaje del sistema social para domesticar los espíritus de las mujeres y que parece basado en las creencias de fe, sigue vigente en la vida de muchas mujeres creyentes o no.

Aunque parecen distintos, en realidad todos esos “sentimientos” en los que las niñas somos educadas, a compartir con el hermano, resignarnos sobre el lugar social que ocupamos, y me atrevería a describir la abnegación como ese sentimiento de anteponer la necesidad del otro a la propia, a justificar la necesidad del otro para desplazar a otras. Como la mujer que deja sin comida buena a las niñas para dárselo a los hijos varones.

Tenemos qué revisar cuándo transitamos de un feminismo que tenía claridad sobre los espacios para las mujeres, por las mujeres, de las asambleas feministas en las que teníamos certeza de que era y son espacios para mujeres y que las demás expresiones tenían la libertad de construir sus propios espacios y reflexionar sobre ellos, siempre hubo espacios de izquierdistas, derechistas, de sindicalistas, de abogados, contadores, médicos… hombres.

No significaba dejar afuera a nadie, ellos tienen y tuvieron sus espacios siempre, simplemente teníamos conciencia de que necesitábamos inventarnos espacios para estar a solas nosotras con nosotras, como lo fue por mucho tiempo el espacio de la cocina para las mujeres en casa, ahí donde se conversaba y se hablaba de los problemas de las mujeres en la familia, se resolvían las situaciones por las que se estaba atravesando y se atrevían las mujeres a contar lo que pasaba entre las cuatro paredes de sus casas a otras mujeres.

Sabemos y estamos conscientes de que muchas veces las mujeres dejamos de hablar si hay hombres presentes, y que no sólo pasa eso, sino que también ellos desplazan la voz, ellos ocupan el tiempo para oírse a sí mismos. Quizá tengo claridad de esto último porque hace una década empecé a estudiar el fenómeno a partir de la reflexión que Victoria Ocampo en su publicación “La mujer y su expresión” (1936), hizo hace más de 100 años con su famosa reflexión de “no me interrumpas”.

Hoy pareciera que no es el hombre diciéndole a la mujer “no me interrumpas”, sino es otra mujer diciéndole a las mujeres “silencio, no lo interrumpas”, o incluso pidiendo el turno para darle la voz a ellos, porque “no estamos bien, no estamos completas si no los escuchamos a ellos”.

Y es esa parte la que necesitamos revisarnos, cuando pensamos que “no estamos completas” si ellos.

Quizá necesitamos abrir más espacios de reflexión y conversa en los que revisemos los textos básicos feministas para saber y tener presente cómo y porqué se vuelve necesario empezar a visibilizar y a hablar de las mujeres, a que nosotras nos cuestionemos ese papel heredado de abnegadas, sumidas, sacrificadas y resignadas frente a lo inevitable y elijamos ese camino de ser llamadas locas, malas y egoístas porque no queremos compartir nuestros espacios.

Hace poco leí una frase que dice: “si el feminismo no es radical, son relaciones públicas”, y está bien -para ellas- para las que consideran que de eso se trata su posición política, pero no podemos perder de vista que nombrarnos feministas implica cuestionarnos cada día si estamos tomando decisiones o acciones que nos colocan justo donde el patriarcado ha querido colocarnos.

Esto es, como promotoras, defensoras y abogadas de las causas de ellos, sacrificando las causas de las mujeres, desplazando a otras mujeres, otorgándoles los espacios a ellos, ser extremadamente duras y críticas con otras mujeres que tienen que probar que son buenas todo el tiempo, porque eso significa que no hemos sabido construir un mundo para nosotras.

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21/ACM/LGL

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1 de 2 de dos partes 

La consigna de la calle, la de barrio, la de a pie, dice “y la maldad, y la maldad y la maldad feminista”, seguida de aplausos, gritos y relajo. El significado es mucho más profundo de lo que se cree, tiene que ver con la capacidad de las mujeres de aceptar que seremos tildadas de locas, de malas y egoístas siempre que renunciemos a la abnegación y a la explotación amorosa de la que históricamente se valió el patriarcado para hacernos trabajar por ellos, para defender los intereses de ellos, para ser sus voceras y sacrifinar nuestros intereses por los de ellos.

Esta semana un artículo sobre literatura y mujeres que retoma algunas reflexiones de escritoras recuerda que las mujeres son retratadas por los escritores como personajes arquetípicos, basados en cliches facilones y sosos, como sus descripciones en las novelas escritas por hombres con personajes femeninos. Ya lo sabíamos, hemos hablado y escrito de esto -algunas- desde hace algún tiempo.

Y es como nos “definen”, es el “concepto que nos han construido para decirmos cómo es ser mujer”, y ya lo decíamos aquí mismo en esta columna. Ahora nos dicen hasta quién es y quién no es “mujer”. 

Ahora son cada vez más las mujeres que asumen que ser “empáticas” supone ponerse de su lado alguna vez, que si ellos están hay que meterlos a nuestras democracias, a nuestros espacios, etc. Es decir, algunas mujeres se terminaron convirtiendo en las voceras de sus intereses, de los que se enmascaran de “feministos”, “hombres progres”, “hombres solidarios”, los “compas”.

A las mujeres nos cuesta aceptar que somos sujetas muchas veces de la abnegación como un complejo aprendido en el que ponderamos las necesidades de los hombres, antes que la propia o la de otras, la explotación amorosa; nosotras terminamos siendo sus voceras, sus defensoras y pidiendo la inclusión para ellos.

En esa dinámica, las que estamos mal somos las que nos atrevemos a pensar diferente, a proponer que es necesario ponernos a nosotras en el centro, a privilegiar como hace unos años que los espacios de diálogo y discusión sean para las mujeres que apenas están aprendiendo a escucharse a sí mismas.

¿Se han dado cuenta que cuando un hombre participa en una reunión de mujeres tiene la virtud de recibir los aplausos, el reconocimiento y la defensa por encima de desplazar espacios para otras mujeres en aras de dárselos a ellos?

Hace más de seis ó siete años cuando empezamos a hacer las escuelitas feministas en la Península, cada vez que hacíamos una sesión, teníamos que destinar tiempo a explicarles a nuevas compañeras por qué no admitíamos hombres en el espacio, teníamos que explicarle a la compañera que insistía en ir acompañada por su novio, por su amigo, por su empático y solidario compañero de causa…

Ningún movimiento por radical que haya sido ha logrado revertir la condición de desigualdad de las mujeres, por eso tenemos la reflexión de “la revolución será feminista o no será”.

Ese tema sobre el que he escrito antes me ha puesto a reflexionar de nuevo sobre las locas, malas y egoístas mujeres, en que necesitamos convertirnos para dejar atrás esos complejos invisibles de abnegación y sacrificio, anteponiendo sus necesidades a las nuestras, poniéndolas por encima de las nuestras y de otras mujeres.

No es fácil, nada fácil asumir y vivir con la conciencia de asumirse egoísta y decir clara y directamente que nosotras no necesitamos su aprobación ni complicidad, que no tenemos porqué sentirnos malas o egoístas porque preferimos en un acto sororal a otras mujeres; bastaría explicarlo recordando que por siglos los hombres se guiaron bajo la fraternidad y no tuvieron ningún problema en tener un Senado, una Cámara de diputados, comités, mesas directivas, gabinetes total y absolutamente con hombres, que las mujeres que ocuparon espacios lo hicieron remontando adversidades como todavía lo hacen. 

No, no está mal ni tenemos porqué sentirnos mal o que nos vean mal si fijamos clara y contundentemente una posición de reconocer que las mujeres aún hoy día habitamos las periferias y que todavía las mujeres empezamos a construir nuestra propia voz y nuestros propios espacios.

Las escritoras han empezado a reflexionar sobre esto, hace ya bastante que Mary Louis Pratt lo dijo y reflexionó: estamos fuera del canon, lo estuvieron las escritoras. Ahora sabemos que son escritores hombres los que siguen construyendo arquetipicos personajes femeninos convertidos en objetos sexuales, que si tienen que pasar por ponerse “nombre de mujer” y ponerse un seudónimo de mujer lo hacen, usurpan el lugar de otras mujeres, se reúnen tres y construyen un personaje femenino como lo señalan en el artículo que recomiendo y dejo aquí

Margaret Atwoo decía que las mujeres debían enmascarar su nombre en el de un hombre para ser publicadas por siglos, ahora los hombres desplazan a las mujeres y los espacios de las escritoras, pero esto también sucede en otros espacios en los que prevalece ese sentimiento de abnegación frente a las necesidades de ellos, los feministos de hoy.

21/AC/ AGM

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CIMACFoto: Hazel Zamora Mendieta

Celebramos la lucha de las organizaciones feministas en las entidades, el trabajo de las activistas de ayer y de hoy, de las defensoras de los derechos sexuales y reproductivos, quienes son las que han impulsado desde sus regiones y territorios, hasta hacer posible que la voluntad política se concretara para llegar al posicionamiento y pronunciamientos para dar certeza de que es inconstitucional la criminalización total del aborto y que no es competencia de los congresos definir el origen de la vida.

Sin embargo, es evidente la respuesta de los grupos antiderechos, fotografías y notas en las que hablan los representantes de Iglesias, los representantes de grupos, y los médicos diciendo y opinando. Y no, no es casual que enfatice “los”, porque por extraordinario que parezca la dicotómica posición evidente en los medios es de “las feministas celebran”, los (…) -lo que sea-, condenan.

Y esto evidencia su posición de salir y opinar sobre un tema en el cual sienten competencia y facultad para decir quiénes pueden elegir o no ejercer el derecho a la maternidad. Es porque representan ese sistema social patriarcal del que tanto hablamos -aparentemente- en abstracto en el movimiento feminista. Ahí está, existe, está tan vivo que habla y opina sobre el cuerpo de las mujeres del cual se siente propietario y que aún puede tutelar y decidir.

Para nosotras, las mujeres, resulta incomprensible cómo una persona que no puede ni sabe cómo y en qué consiste el embarazo, que jamás podrá hasta donde nos consta, embarazarse, puede sentirse con la facultad de opinar acerca del tema cuando se trata del cuerpo de las mujeres; si es violencia no les importa, si es relativo a la menstruación o los padecimientos como miomas y otros en el útero y los ovarios, o en las mamas, tampoco saben. ¡Ah! pero si se trata de la gestación y el embarazo, ahí sí sienten que pueden opinar y decidir, tomar una posición sobre la capacidad reproductiva de las mujeres y decidir que ellas no pueden tomar la decisión por sí mismas.

No deja de sorprendernos porque las mujeres, las feministas, jamás nos hemos sentido facultadas para opinar si los hombres abandonan a sus hijos al obligarlos a la vasectomía.

Eso no significa tampoco que las mujeres que pertenecen a grupos provida puedan opinar libremente sobre algo que es una decisión personal, un acto de conciencia propio de quien se encuentra en la circunstancia.

Es impensable que se crea que por el fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación respecto a que no debe criminalizarse a las mujeres por el aborto, todas las mujeres que se embaracen irán a abortar, pero que sí ofrece condiciones para que las que vivan un aborto espontáneo-natural o inducido, tengan que vivir la violencia que rodea a este evento por personas que se creen con la facultad de juzgar y violentarlas por este hecho.

Porque lo que está de por medio no sólo es la decisión que toma el personal de instituciones de salud de “denunciar a una mujer” o generarle sufrimientos y cuestionarla castigándola porque desde una posición personal asumen que pueden juzgarla, no hay una defensa de la vida o de la niñez porque de ser así se ocuparían de las infancias y sus derechos, lo que realmente se esconde es el deseo de continuar tutelando los cuerpos de las mujeres.

Este momento histórico no es sólo un avance en los derechos de las mujeres y las niñas, es también la evidencia sólida de que ese sistema social patriarcal insiste en querer tomar el cuerpo de las mujeres como botín y continuar explotándolo y obteniendo ganancias con abortos ilegales o ganancias político-partidistas anti derechos y que no estamos dispuestas a permitir.

No podemos permitir que el cuerpo de las mujeres, nuestros cuerpos, puedan ser mutilados impunemente por médicos dispuestos a hacer cesáreas que no son necesarias, histerectomías hechas por médicas y médicos que fácilmente se embolsan el dinero que obtienen y que nos venden violentas soluciones pero que luego se “asumen” públicamente defensores de la vida.

Nunca más el cuerpo, nuestro cuerpo botín de la medicina moderna, nunca más el campo de las batallas de sus intereses económicos.

21/ACM/LGL

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CIMACFoto: César Martínez López

Antes, quizá hace más de 20 años, cuando se empezó a “popularizar” el uso del todas y todos, lo mismo que el hablar de “lavadoras de dos patas” y más tarde “la señora de la casa”, las feministas hablábamos y de-construíamos trastocando el lenguaje, optamos por reflexionar y apropiárnoslo, inventar nuevos códigos y alterar el orden simbólico patriarcal de significados por uno diferente, ir más allá de una vocal.

Borradas del lenguaje bajo el masculino genérico, invisibilizadas detrás de la hegemonía patriarcal del lenguaje, el mismo del opresor que le sirvió y sirve como herramienta de control, las feministas descubrimos matices insospechados en el uso de la palabra víctima frente al verdugo, el zorro y la zorra, el hombre público y la mujer pública, hombre de mundo-mujer de mundo.

Fuimos más allá y discutimos largas horas y reuniones feministas para acordar que no podíamos hablar de la “mujer”, sino de las “mujeres”, nunca hablamos de añadidos porque la palabra mujeres nos la apropiamos con suficiencia plena, algunas elegimos hablar de “todas las personas”, y discutimos mucho sobre lo que había detrás del lenguaje y cómo este servía para oprimirnos e invisibilizarnos, para interiorizar la violencia del sometimiento.

Y decidimos hablar en femenino en palabras que nos parecían despojadas y que nos apropiábamos desde los movimientos feministas populares, ahí en la calle, no en las academias -aunque ahí también se discutía de manera muy interesante sobre el discurso del inconsciente femenino en las narrativas y las narrativas de violencia-

Fue en el movimiento de a pie en donde se “trastocaron” algunas palabras significativas.

Se empezó a hablar de la “cuerpa”, de florecer como la tierra, de ser semilla, escuchamos las voces de las hermanas de los pueblos indígenas que nos compartían palabras que nos revelaban un orden simbólico distinto al patriarcal, en el que las mujeres y las niñas eran visibles y existían.

Yo me enamoré de la palabra “acuerpar”, de la cuerpa, en femenino, nuestra cuerpa que acuerpa, renombramos nuestro útero y decidimos que era infame nombrar “trompas de Falopio”, cuestionamos los “ísmos” y las patologías feminizadas en torno a arquetipos femeninos como “Madame Bovary”, y cuestionamos los “síndromes de Alicia, de Ana Karenina, de Cenicienta, de Rapunzel, el complejo de Electra y hasta las tragedias de Pandora, Penélope y Casandra.

En la Academia analizamos los personajes femeninos y la dicotomía masculino-femenino, bueno-malo, ser motivo de “extravío” de los héroes en la mitología como Ariadna, Helena y los arquetipos de brujas-malas como en Doña Bárbara y Sycorax en la significativa novela obra de La tempestad, y la rivalidad de Blanca Nieves y su madrastra.

Y qué decir del postulado tan importante de reconocer que existe un orden simbólico patriarcal que rige el proceso lenguaje-pensamiento-realidad a manera de estructura que permea nuestro inconsciente hasta borrarnos a nosotras mismas y pocas veces atrevernos a nombrarnos y a reflexionar sobre lo que cada una de nosotras elige que nos define como mujeres, más allá de lo que se nos dijo desde el patriarcado.

No, no se nos ocurre a medianoche cambiar una palabra, la reflexionamos, la conversamos en espacios feministas, nos nombramos periféricas desde una concepción geográfica-histórica-identitaria como feministas, donde sabemos y reconocemos el poder de la palabra como principio del logos y construcción de la episteme.

La comprensión de la alteridad nos ha servido para entender porqué nunca fuimos la otredad para lo masculino que se erigió absoluto.

De las hermanas lesbianas aprendí que nombrarse lesbiana es políticamente necesario frente a la generalización patriarcal de nombrar “gay” para hablar del amor entre mujeres.

Nos costó saber que en las narrativas “la voz femenina que enuncia al otro reproduce el discurso masculino, el del patriarcado que le dice a ella cómo debe ser o como la ha visto, y lo que espera de ella.”

Y aquí recapitulo lo escrito en un texto de análisis literario (https://revistaliterariamonolito.com/ensayo-el-discurso-de-genero-en-la-novela-por-argentina-casanova/), que la conciencia del cuerpo (mujer) contribuye a la formación de lo femenino frente al otro masculino; la identificación de los discursos enunciados es fundamental para conocer precisamente la sociedad que retratan, así como las relaciones ideológicas, políticas y familiares en torno al cuerpo.

Reconocer que el “cuerpo de las mujeres” es también una “construcción cultural” que nos sirve para explorar la diferencia entre los cuerpos sexuados y los seres socialmente construidos, y que identificar los discursos y las construcciones mujeres-hombres, “nos permiten comprender cómo las mujeres conceptualizan nuestra situación en la sociedad y cómo nos relacionamos discursivamente para hablar con el otro.

Y sí, todo eso no cabe en “el lenguaje incluyente”.

21/ACM/LGL

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CIMACFoto: Hazel Zamora Mendieta

Nunca podré saber –y lo quisiera—/qué se siente estar enfundada en un cuerpo masculino/y ellos no sabrán lo que es olerse a mujer/tener cólicos y jaquecas y/todas esas prendas que solemos usar.

“Contradicciones ideológicas al lavar un plato”, Kyra Galván

A pesar de que apenas hace 6 años se empezó a consolidar la posibilidad de que las mujeres alcanzaran 50 por ciento de la representación numérica en los Congresos y se empezara a hablar de la paridad horizontal, hoy se cree que la paridad es garantizar a los hombres 50 por ciento de esos espacios y no revertir la desigualdad.

Frente a más de 200 años de lucha por el derecho al voto y a ser votadas, durante ese tiempo los Congresos fueron en su totalidad espacios de poder masculino en el que las mujeres, sólo llegaban excepcionalmente.

Por eso se vuelve necesario repasar los principios, regresar al inicio, explicar cuantas veces sea necesario qué es y para qué la paridad, que no es garantizar 50 y 50, sino es un principio, una acción afirmativa que busca que “al menos 50 por ciento de las posiciones sean para las mujeres, a fin de empezar a revertir la desigualdad mediante una representación numérica, en tanto se consolida la sustantiva.

Y se vuelve necesario recordar que como hemos dicho esto tiene que ver con “nacer, crecer, y vivir como mujer”, se tiene que entender lo que dio origen al pensamiento feminista como una apuesta por la transformación del mundo para que las mujeres pudieran ser consideradas sujetas de derechos, personas, para ser vistas y escuchadas, para ser nombradas y que el masculino genérico dejara de ser sinónimo de lo humano, la hegemonía de un sistema patriarcal que siempre invisibilizó a las mujeres.

Que la apuesta por cambiar el mundo es porque vivíamos en un mundo en el que las niñas eran invisibles, en el que las mujeres no tenían palabra, el hombre no consideraba que del otro lado había alguien con quien interlocutar y pensar, y que eso implicó por siglos que las niñas nacieran “devaluadas”, menospreciadas desde saber su sexo porque no garantizaban la continuidad del apellido, porque no podían heredar, porque no podrían ser propietarias de la tierra. A veces es tan fácil olvidar que nacer en cuerpo de mujer era sinónimo de pobreza y una vida de explotación sexual en los lugares donde aún son vendidas.

Eso vuelve a la memoria -quizá- ahora en Afganistán, donde es claro que nacer en cuerpo de mujer, crecer como niña y vivir como mujeres ha sido la diferencia entre la vida y la muerte, la esclavitud sexual y la libertad.

Se olvida que en muchos lugares de México todavía las niñas son vendidas o intercambiadas por mercancía por sus familias tan pobres que las consideran sólo como “una boca que mantener”, porque no son lo suficientemente fuertes para ayudar en el campo y los matrimonios serviles son la salida de esa carga y la condena a ellas de una vida de violencia y explotación.

Crecer en cuerpo de mujer significa la carga, el estigma, los mitos de la sexualización de las niñas en sus propias familias, en una sociedad que las considera “mujeres” desde que menstrúan y listas para tener hijos, que en sus comunidades las ven como objetos sexuales y que sus propias madres las vean como rivales en un sistema social patriarcal de rivalidad entre mujeres, en comunidades donde las niñas son abusadas por los hermanos, los abuelos o los padres.

Vivir en cuerpo de niña no es optativo para ellas, ni es posible que elijan ser libres frente a la condena de ser vendidas, explotadas por esa condición que da pie a que 80 por ciento de las víctimas de trata sean niñas y mujeres, traficadas, y vivir el abuso sexual cuando migran atravesando el país.

Vivir como mujer se convierte en una opción gracias a la lucha feminista que nos permite tener la conciencia de elegir romper con los estereotipos, de distanciarnos y romper la caricatura de lo que el patriarcado dice que es ser “mujer”: de senos grandes, piernas, vulva, paridoras; es un nuevo camino que nos ha permitido elegir no usar maquillaje, no depilarnos, no ser ese cascarón inventado patriarcalmente para su goce y explotación, y elegimos vivir como mujeres libres y locas, mujeres diversas y que no, no responden a ese diseño patriarcal sino a lo que nos inventamos cada día.

Desde el feminismo hoy transgredimos la “feminidad” inventada por el patriarcado para su consumo, y que ahora responde decidiendo qué es y qué no es una mujer, imponiendo apelativos a la palabra mujer, pero nunca admitiendo nuestra libertad y derecho de nombrarnos a nosotras mismas.

Las mujeres nos vemos y nos vestimos con pantalones, sin maquillaje, sin ser “femeninas” y sí, así somos las mujeres, y también lo son las que eligen depilarse y maquillarse, porque nadie tendría que venir a decirnos nunca más lo que es “ser mujer” porque elegimos ser todas las mujeres , y mucho menos decirnos que ya, que ya fue suficiente de lucha y que ya no es necesario entender la “acción afirmativa” a favor de la ventaja sustantiva para las mujeres, para revertir la desigualdad de más de 200 años de Congresos llenos de hombres.

21/ACM/LGL

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Primera de dos partes

Por siglos las mujeres lucharon para obtener el voto mientras en los congresos los hombres decidían el futuro de ellas, de sus cuerpos, de su presente y de su futuro, no solo en México sino en todo el mundo. Hoy, en muchas partes del mundo esto aún es una realidad. En México, si bien existe una mayor participación numérica de las mujeres, aún falta muchísimo para alcanzar la representación sustantiva y tardarán muchos años más para revertir esa desigualdad histórica, acumulada por los milenios de silencio.

Catherine Mackinnon, una abogada feminista norteamericana lo sintetiza en unas cuantas palabras: “el problema no es la diferencia, es la desigualdad que las mujeres viven a partir de esa diferencia”, es decir, en todo el mundo existen condiciones específicas acumuladas que a muchas personas les ha costado décadas entender y que cuesta la libertad y los derechos a las mujeres.

La mejor forma de explicarlo y entenderlo es que en cualquier lugar del mundo nacer siendo mujer, crecer como mujer, vivir como mujer y socializar como mujer tiene distintas aristas que a la larga generan inequidad, desigualdad, diferencias derivadas de esas etapas y en cada una de ellas. Es decir, como básicamente se explica en la teoría de género, cuando un bebé nace lo primero que se sabe es si será niña o niño y a partir de ese momento se generan múltiples condiciones en torno a su vida presente y futura.

Hace tiempo, y lo he citado como ejemplo varias veces, escuché a una mujer hablar con otra mujer en el metro. Ambas conversaban y una respondió a la otra con mucha alegría
cuando le preguntaron qué sería su bebé, pues lucía un vientre de varios meses. Ella respondió entusiasmada: “Es niño, estoy muy contenta comadre, porque ya ve que las mujeres sufrimos demasiado”.

Eso ocurrió hace no muchos años. Su frase, para mí, sintetiza todo el halo en torno a lo que significa realmente nacer como mujer, las expectativas, los temores y la realidad que se basan a partir del cuerpo y sus diferencias biológicas exclusivamente. Es decir, sin importar lo que se diga o se teorice respecto a la igualdad o a las diferencias. Lo cierto es que en la mayoría de los países esa conversación tiene una base sobre las profundas diferencias en lo que significa “nacer hombre o nacer mujer”.

Pero la cosa no termina ahí, crecer como niña es diferente a crecer como niño. Eso ya lo sabemos, aprendimos muy bien lo que el “género socialmente construido” impacta en la vida de las personas y lo que implica. Además, luego viene la parte de vivir como mujer que para la mayoría de las mujeres es una condición ligada a su rol social, a su vida
familiar y a sus vínculos con otras personas. Es decir, no hay una “elección” para las mujeres sobre si quieren vivir o no como mujeres, porque esa desigualdad histórica de la que hablábamos al principio impacta cada uno de los aspectos de la vida de las mujeres.

Aquí estoy siendo somera pero abundaremos más adelante en esto. No es nada nuevo y creo que sobra explicar que, si se ha dicho que la pobreza tiene rostro de mujer, el analfabetismo tuvo por siglos rostro de mujer. Lo mismo sucede con la muerte materna y la desigualdad social por la falta de acceso a empleos mejor remunerados. La negativa del sistema social patriarcal a permitir que las mujeres decidan sobre sus cuerpos y todo ese andamiaje de las estructuras de género creadas ex profeso para someter y controlar a las mujeres han funcionado a la perfección, derivando en formas de violencia como herramientas de control social sobre las mujeres.

El mundo fue dividido en mujeres periféricas y centrales; mujeres buenas y mujeres malas, mujeres decentes y mujeres indecentes; mujeres dignas e indignas. Se asocia a las mujeres todos aquellos conceptos que minimizan, que las sojuzgan y que las violentan con el propio lenguaje, no fue casual, supimos, que “un hombre público” fuera una persona importante y “una mujer pública” fuera una prostituta. De todo eso nos habla Mackinnon, de las diferencias que derivaron en desigualdades.

Desigualdades que poco a poco fueron acumulándose hasta llegar a que morir siendo mujeres es diferente. Los cuerpos de las mujeres aparecían en lugares públicos, víctimas
de violencia sexual. Los hombres son capaces de matar a una mujer solo para obtener el poder sobre su cuerpo, porque rompieron el mandato de permanecer en hogares violentos y muchas cosas más que denominamos feminicidios con sus razones de género.

Todo eso nos ha obligado a buscar ser oídas. Revertir la desigualdad no es para nada una tarea sencilla, nos ha llevado a explicar la necesidad de modificar la realidad: hace apenas seis años, en 2014, cuando empezó a garantizarse una mínima participación de las mujeres en 50 por ciento, con la representación paritaria. Es decir, como un “mínimo” para empezar a ser escuchadas. Parece que seis años después, sigue sin entenderse.


21/AC/ AGM

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CIMACFoto: Sonia Gerth

En memoria de todos los ausentes, amigos

y conocidas que ya no están por la pandemia.

Para mucha gente hablar de la pandemia del COVID se volvió una discusión innecesaria, poco a poco nos acostumbramos desde aquel anuncio de la OMS de que entrábamos en una pandemia hasta el día en el que poco a poco empezamos a abandonar el pánico colectivo para transitar a la cómoda indiferencia necesaria. Pero la realidad es que ningún lugar del mundo ni ninguna persona podrá volver a ser la de antes del COVID.

La pandemia sacó lo mejor y también lo peor de las sociedades, de los países, y las personas en lo particular, nos ha mostrado nuestros miedos y también nuestra proclividad al “sálvesequienpueda” para dejarlo todo atrás y encerrarnos, aislarnos, lavarnos las manos y evitar a las personas, a la familia, cuidándolas y cuidándonos por el miedo que llegó a ser paralizante.

Supimos y confirmamos que la violencia contra las mujeres se agudizó con la convivencia con los agresores, que las niñas y niños pasarían más tiempo con sus violentadores, que el mundo no estaba listo para convivir en espacios cerrados y con el miedo como un habitante más, que estábamos más solas y solos que nunca y terminaríamos siendo la reproducción del siglo XXI, de la mujer y el hombre videns que Sartori predijo.

Pero todo perdió lógica y orden, a pesar de que resistimos y aprendimos a convivir con el miedo, a toparnos de frente con él cada vez que teníamos noticias de que alguien conocido moría, vimos nuestras redes sociales llenarse de pésames y publicaciones de gente conocida que enfermaba y el temor a enfermarnos o a que se enfermara alguien conocido nos invadía. Nos volvimos frágiles y fuertes en la resistencia.

Las feministas reflexionamos cómo seguir construyendo, cómo continuar nuestras tareas que desde la sociedad civil o desde los espacios laborales sirven para impulsar la búsqueda de un mundo más justo para las niñas y las mujeres, incluyendo condiciones para afrontar la pandemia.

Después de más de un año de vivir en la “pandemia”, hace apenas unos días por primera vez sentí el terror de que algo pudiera pasar a un familiar a causa del COVID, sentí el sobresalto de no saber qué seguía, de contar la oxigenación y de querer tener la certeza de que estábamos haciendo lo correcto con el tiempo necesario para evitar complicaciones. Ese sobresalto es el que me recordó los primeros días de la pandemia, el empezar a tener noticias de amigos -particularmente hombres- que murieron a causa del virus, gente adulta mayor y luego gente de mi generación, ex compañeros de trabajo periodístico, amigos queridos a los que hacía tiempo no veía por el cambio de ciudad y por los cambios laborales, y cuyos nombres se sumaban a la lista de ausentes.

Y esos nombres, sus rostros y los de muchas personas más habitan una ciudad imaginaria, una ciudad como Campeche con poco más de doscientos mil habitantes cuya población total desapareció en un año. Porque así es como lo he percibido al escuchar en las noticias de la radio el dato de que hay un acumulado total al 20 de julio de 2021 de 236 mil personas fallecidas a causa del COVID. Una cifra similar al número total de habitantes de la ciudad de la que soy originaria.

Una ciudad pequeña en comparación con los núcleos urbanos de México, pero una ciudad que nos permite darnos una idea de cuántas personas se han ido, y que el miedo que siempre nos acompañó aunque parece domesticado sigue carcomiéndonos los huesos y los sueños.

Sí, imaginar que de repente desapareciera una ciudad con sus 236 mil habitantes es quizá el ejercicio más certero para dimensionar la tragedia, un pueblo entero con personas que tenían sueños, anhelos, trabajos, familias, una comunidad entera que ya no está. Sillas vacías, casas vacías, sueños sin cumplir, citas de café que nunca se cumplirán, reuniones que no se realizarán con esas personas.

Y lo pienso así porque en enero del año pasado en el vuelo de retorno a la Ciudad de México encontré a un amigo campechano y tras una breve conversación en la que nos pusimos al día de qué hacíamos y en qué estábamos, acordamos un café, un café que en febrero no se hizo porque estábamos en cosas distintas, en marzo yo viajé a Colombia y se suspendieron viajes a Honduras, a Morelos y a Ecuador que pensaba hacer, luego se vino el aislamiento que pensamos duraría 15 días inicialmente, y el mundo cambió. La vida nos cambió.

Ese amigo, y muchos otros más ya no están. Son habitantes de esa ciudad imaginaria que ha desaparecido con todos sus habitantes, son todos los mexicanos y mexicanas que están ausentes y cuyas ausencias rompieron algo en todos los que los conocían, quebraron algo en sus familias. Quizá caminamos por las calles vacías de esa ciudad imaginaria y sabemos que alguna vez hubo sonrisas y vida, y que hoy solo nos queda continuar conscientes de que somos sobrevivientes y tenemos que seguir luchando por vivir lo mejor posible en memoria de quienes ya no están.

21/ACM/LGL

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CIMACFoto: Scarlett Arias

El espionaje, tan normalizado como una práctica de poder y de control, se sostuvo sobre la premisa de que quien tenía información de los que informaban tenían el poder sobre de ellas y ellos, utilizando los recursos de programas como los expuestos recientemente pero también ejerciendo violencias como amenazas, difamación, hostigamiento y utilizando a mercenarios para golpear y amedrentar a la prensa como una práctica cotidiana en las entidades.

En México son asesinados periodistas en un número tan alto desde hace más de 30 años que es claro que existe una deuda histórica que sólo puede subsanarse elevando a un tema de agenda prioritario para los gobiernos estatales, las fiscalías especializadas y los organismos públicos, en general, las amenazas que se han hecho contra periodistas, tanto mujeres como hombres dedicados a informar a la sociedad.

No podemos perder de vista que las amenazas contra las mujeres periodistas y el hostigamiento siempre tiene connotaciones específicas, al igual que las violencias que se ejercen contra las mujeres defensoras. Muchas periodistas a lo largo y ancho de todo el país denunciaron agresiones y otras violencias como la difamación y el cuestionamiento a aspectos personales o de la vida privada como un mecanismo de descalificación.

Tristemente, la mayoría de estas denuncias quedaron en el olvido a pesar del interés de las afectadas para que se investigaran y no pasó nada. Seguramente hay muchísimas carpetas que ya fueron cerradas bajo cualquier argumento, no sólo de investigaciones solicitadas por las afectadas y afectados, sino que en la mayoría de los casos intencionalmente se rechazaron sin abrirse, y en los casos en los que se logró sortear esta dificultad, sin ninguna diligencia de investigación.

En medio de la revisión de las cosas del pasado reciente que vale la pena tener presente están las numerosas denuncias infructuosas, los casos denunciados por las mujeres y hombres dedicados al periodismo, y en particular el diarismo, en toda la geografía nacional, y revisar qué pasó con estas denuncias y por qué no prosperaron.

Si bien parece mucho trabajo, la información que recientemente ha salido a la luz pública de la relación entre el asesinato de un periodista en Michoacán con el espionaje a su línea telefónica y que sus actividades eran seguidas muy de cerca tendría que ser razón suficiente para que se abriera una comisión especial que investigara todos los asesinatos de periodistas y defensoras e identificar los vínculos con mecanismos de control y de poder ejercidos desde el Estado.

La causa de muchos de los asesinatos de periodistas y defensoras es la impunidad que rodea estos actos, crímenes enmascarados por ser cometidos por particulares claramente relacionados públicamente incluso con núcleos de poder cercanos a gobernantes que hoy son investigados o deberían serlo por enriquecimiento ilícito, vínculos con el crimen organizado y muchos otros delitos.

Por reconocimiento al derecho a la verdad y a la justicia, los mecanismos especializados en la atención a defensoras y periodistas podrían sumar a sus agendas la revisión de los casos a los que se dio carpetazo dejando en la indefensión a todas las víctimas.

La impunidad se sostuvo y se sostiene en la falta de investigación, en la falta de debida diligencia, y en la descalificación sobre las denuncias presentadas por periodistas y defensoras en las entidades federativas y en general contra diversas autoridades, quienes actuando como caciques, controlan espacios y personas que denostaron a las y los denunciantes.

Aún tenemos pendiente identificar el número de mujeres y hombres que se vieron obligados a desplazarse o a renunciar a un trabajo porque desde el ejercicio del poder hegemónico se controlaba a los medios y los obligaban bajo la presión de la publicidad, a decidir el destino de periodistas críticos.

La búsqueda de la verdad y la justicia no es venganza, no es pensar ni quedarse en el pasado, pero sólo rompiendo los acuerdos de impunidad y de protección entre esos particulares que ejercieron violencias y cometieron asesinatos contra periodistas y defensoras y defensores y los personajes de poder, es como se empezará a hablar de acceso a la justicia.

No se trata sólo de decidir si debemos o no juzgar a los expresidentes, se trata también de buscar justicia contra aquellos que perdieron la vida sin que sus agresores hayan sido sancionados, y los responsables se protegen bajo un andamiaje de impunidad y de complicidades que utilizaron y utilizan aún a las propias instituciones para validar el cierre de carpetas de investigación, la falta de seguimiento a las quejas y denuncias.

21/ACM/LGL

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CIMACFoto: María Esparza Quintana

«…corazón de vagabundo voy buscando mi libertad, he viajado por la tierra y me he dado cuenta de que donde no hay odio ni guerra el amor se convierte en rey…»

Raffaella Carrá

La búsqueda y la construcción de la libertad de las mujeres es un largo camino en el que muchas contribuyeron con pequeñas y grandes resistencias que fueron necesarias para allanarnos la vida a las que hoy día gozamos de una incipiente libertad, una libertad que para ellas fue negada, por las que fueron cuestionadas o señaladas, incluso tildadas de locas y transgresoras.

El epígrafe de este artículo es la letra de la canción de Raffaella Carrá, una cantante italiana fallecida en estos últimos días a los 78 años. Conocida como “el ombligo de Italia”, por ser la primera en atreverse a usar una ropa en la que se podía ver esa parte de su cuerpo, al anunciarse su muerte en los medios recordé muchas cosas que me llevaron a reflexionar acerca de lo que las mujeres de su generación vivieron.

Recordé que de niña yo cantaba sus canciones, las oía porque a mi madre le gustaban esas canciones y como yo, muchas niñas bailaban y cantaban, oímos la versión latinoamericana y luego conocimos la versión no censurada de “para hacer bien el amor…”, pero lo que más me conmovió sobre la muerte de la artista fue pensar en lo que ella misma afrontó en un mundo patriarcal y violento contra las mujeres que querían vivir su libertad.

Entre esas mujeres por supuesto está mi madre a quien reivindico como a la canción de Raffaella y su proclamación de la libertad del cuerpo de las mujeres, un himno que parece recordarnos esa consigna de que “si no podemos bailar, no es nuestra revolución”, y que la lucha por la libertad de las mujeres y las niñas empieza por reconocer a las ancestras, al goce y al disfrute.

Porque cuando las mujeres como Raffaella, como nuestras madres, en los años 70 se atrevían a desafiar las reglas no escritas que constreñían los cuerpos y las vidas de las mujeres, cuando les decían que no debían ser “malas mujeres”, tildadas de libertinas o locas, no debían tomar la píldora, no divorciarse, no usar tacones, no usar labial rojo o incluso no peinarse de cierta forma, y ellas se atrevieron y fueron recriminadas por la sociedad por salirse del deber ser, en esos actos ellas nos abrían el camino para ser más libres.

Fueron ellas las que en la calle, en el día a día, en lo cotidiano, muchas veces sin saber o haber leído una línea sobre el feminismo, sabían que su libertad era el camino, lo construían transgrediendo, rompiendo los moldes y atreviéndose a desoír y ser llamadas mujeres inadecuadas, mujeres que rompían los moldes y eran las primeras en mostrar sus cuerpos, como en su momento fueron las primeras en usar minifaldas, las primeras en peinarse de formas no convencionales, las primeras en no casarse como indicaba el mandato y creer en la unión libre.

Cuando pensamos en cómo se ha construido la libertad de las mujeres pocas veces pensamos en esos pequeños actos significativos que fueron acumulándose y mostrándonos que había otras formas de vivir y de ser, otras formas por descubrir y caminos por encontrar en la libertad de la conciencia, del cuerpo y de la vida. Se atrevieron a ser las primeras en tener un trabajo que no era para las mujeres, en estudiar una profesión que no era para mujeres, fueron ellas nuestras heroínas cercanas y pocas veces nos dimos cuenta del enorme aporte que esos pequeños actos abonaban a nuestra vida presente.

Es en este acto de reflexión a partir de la muerte de Raffaella, encuentro la reivindicación de la resistencia de las mujeres que nos precedieron y que vivieron en carne propia la violencia de un sistema social que las descalificaba y las cuestionaba sobre aspectos íntimos de cómo sentir y vivir el placer.

Creo que las mujeres, las jóvenes de los 70, nuestras madres, nuestras abuelas, buscaban su libertad, ellas sabían que lo que tenían no era lo que merecían, que la sociedad debía cambiar y aceptar que las mujeres tenemos derecho a decidir sobre nuestros cuerpos desde los zapatos, la ropa, el peinado o simplemente elegir un camino para sus vidas, eligieron también para nosotras la libertad.

Y me queda claro que en esos pequeños actos privados se construyó la libertad, y que en mi caso, de mi abuela aprendí la fortaleza y de mi madre la libertad.

21/ACM/LGL

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Foto: Cortesía de María Julia Castañeda

Una vez más con la despenalización del aborto en Hidalgo se hace evidente que la política pública y legislativa para todas las personas, desde una visión laica, es la única garantía de que todas las mujeres, las niñas y las adolescentes tengan acceso a la interrupción legal del embarazo y que se garantice el pleno ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos bajo nuevos contextos globales de salud pública, de gobierno y de desarrollo.

El mapa nacional de la despenalización del aborto se modificó en el transcurso de la semana pasada con la aprobación en el estado de Hidalgo, sumándose a Oaxaca y la Ciudad de México, atrás se quedó en esta ocasión Baja California Sur con su iniciativa a punto de ser aprobada pero que no llegó a consolidarse en el pasado proceso de votación.

Este escenario nos permite dar continuidad al texto publicado la semana pasada en el que analizamos el trasfondo de la negativa en la mayoría de los estados de aprobar las iniciativas que despenalizan el aborto y/o permiten ampliar las excepciones con un marco que desestigmatice la práctica, facilite el acceso y garantice que no habrá criminalización sobre las mujeres que necesiten realizarlo.

Para muchas personas es difícil conciliar la práctica religiosa y apelan a esa posición para rechazar una iniciativa que da respuesta no a un asunto de práctica de fe, sino a una necesidad de las mujeres y niñas, frente a una situación que ha estado presente en la vida de las mujeres desde tiempos remotos y que las ha llevado en muchos casos a tomar decisiones críticas.

Votar a favor de una iniciativa de ley que reconozca el derecho de las mujeres y las niñas a la interrupción legal del embarazo no es un asunto de fe personal, la decisión de acceder al ejercicio de éste es un asunto de conciencia individual y de garantizar un marco normativo que ayude a las mujeres a tomar la decisión de ponerlo o no en práctica.

Durante mucho tiempo los dogmas religiosos han minado y controlado el derecho, desde los resabios del derecho visigodo que reducía la voluntad de las mujeres a lo que los padres decidieran sobre ellas y su valor se supeditara a lo que los hombres paterfamilias les conferían.

Consecuentemente se generaron estigmas y desvalorizaciones ligadas a la condición social de las mujeres en relación con la soltería, el matrimonio, la separación y la viudez, esto obligó a que se creara un dogma de fe en relación con la permanencia en el matrimonio sin importar sus consecuencias, la violencia física o emocional que vivieran, aparejado a un sistema jurídico que mimetizado con lo religioso impedía el divorcio. Pasaron varios siglos para que el “divorcio” fuera legal y aún por mucho tiempo permaneció el estigma desvalorizando a las mujeres separadas, ubicándolas en los bordes, en la invisibilidad o el escarnio público.

La legislación cambió y también cambió paulatinamente la percepción sobre el divorcio que dejó de ser “dilema moral” para convertirse en un procedimiento civil al que las personas tienen derecho, se derrumbó el mito patriarcal sobre las mujeres periféricas e invisibles a partir de la separación.

Lo mismo sucede con la interrupción legal del embarazo. Quienes aprueben estas iniciativas están contribuyendo a derrumbar los mitos y los dogmas de fe que permean los ámbitos civiles y de derecho bajo prejuicios y estereotipos, desde la idea del Estado como padre que controla los cuerpos de las mujeres que le son propias, extensiones de su dominio y control, potestad sobre los úteros y cuidadores de conciencias de las mujeres que -desde esta visión patriarcal y machista- no pueden ni saben tomar por sí mismas sus decisiones para ejercer sus derechos conforme a sus realidades y vidas.

Pienso en este ejemplo porque creo que es la mejor forma de sensibilizar a quienes tienen la responsabilidad de la toma de decisiones, de legislar, de diseñar política pública, de ser actores políticos que fijan posiciones en relación con los derechos y el cambio progresivo, de entender que no es imponiendo la visión dogmática de la tutela de los cuerpos y las conciencias, como prosperamos hasta hoy, sino reconociendo la posibilidad de que vivimos en sociedades distintas a las del pasado, en contextos sociales en los que la libertad individual es clave en la protección de los derechos de todas las personas.

21/ACM/LGL

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