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Arañazos y cifras

Por Teresa Mollá

Ya hemos perdido la cuenta de los miles de personas subsaharianas que han intentado saltar las vallas que separan Marruecos de Ceuta y Melilla. Es posible que se haya podido perder la cuenta, pero lo que difícilmente se va a poder borrar de mi memoria es la imagen de una mujer que, desde la ventanilla de un autobús que la trasladaba hacia no sé sabe muy bien donde, con las muñecas esposadas, sacaba una mano y pedía a gritos agua.

La mujer lloraba pidiendo ayuda. Help!, gritaba con desesperación. ¿Dónde estará ahora mismo esa mujer? ¿Dónde estarán los centenares de personas que Marruecos dice expulsar de su país y que realmente abandona sin agua en el desierto?

Ellos y ellas van a seguir intentando llegar a este mundo. No importarán las dificultades. No importará que las pateras no tengan las mínimas condiciones, ni que la valla tenga más o menos metros de altura o unas púas que desgarran no sólo el cuerpo, sino también muchas esperanzas. Tampoco importará que haya más o menos policías vigilando las playas. Seguirán llegando ante el reclamo de una vida mejor.

Por esa vida mejor que creen que van a encontrar en Europa serán capaces de perder lo único que les queda: su propia vida. Y, mientras, en Europa seguimos levantando muros para que no entren. La Europa social, la de los logros económicos, la de la calidad de vida; la que previamente ha expoliado sus poblados, sus comunidades, sus tierras.

Esa Europa hipócrita que, después de colonizarlos, empobreció a mujeres y hombres mucho más y los embarcó en guerras intestinas para poder seguir vendiendo armas y seguir enriqueciéndose, mientras ellas y ellos, los que ahora llaman a nuestras puertas, morían de hambre, sed y enfermedades exportadas por los colonizadores europeos.

Y ahora les volvemos a cerrar las puertas. De nuevo los abandonamos a su propia suerte. De nuevo hacemos valer nuestros derechos de sociedad bienpensante sobre los suyos. De nuevo les quitamos todo, incluso la palabra, y cuando una mujer desde un camión, esposada, llorando con desesperación, pide a gritos ayuda, miramos hacia otro lado y pensamos en que ése es el precio que tenemos que pagar por tener esta calidad de vida.

Nuestros derechos sociales están construidos, en cierto modo, sobre el esfuerzo de muchas personas que entraron de forma irregular en Europa y con su trabajo y su lucha permitieron unas sociedades más cómodas y con mayores grados de bienestar social. Ahora pensamos que esos derechos sociales son sólo nuestros. Y me pregunto, ¿por qué sólo nuestros?

Ellas y ellos continuarán llamando a nuestras puertas y, si están cerradas a cal y canto, que es lo que se pretende, irán a parar a manos de mafias que trafican con personas. Esas mafias están instaurando una nueva era de esclavismo. Esclavismo laboral, sexual, infantil. Lo que les interesa es enriquecerse y no importa si es a costa de mujeres, niñas, niños o animales exóticos.

Y cuando son muchos los que intentan saltar las verjas inundadas de púas, los cazan y los llevan al desierto. Todo ello, con el visto bueno de la Europa bienpensante y acomodada que permite a Marruecos ese tipo de violaciones de los derechos humanos sin parpadear.

Estamos permitiendo con nuestro silencio que muchas personas mueran con la última y desesperada intención de una vida mejor. ¿Acaso no es ésta una intención loable e inherente a todas las personas?

La reclamamos para nosotros y la negamos para los que se dejan jirones de piel y vida en las púas de las múltiples vallas que hemos construido desde Europa. Eso sí, después de haberles robado todo; incluso, en muchos casos, su propia identidad.

Teresa Mollá; [email protected]

*Periodista española

05/TM/YT

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