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De olores

Por Juana Eugenia Olvera*

No sé si las y los niños desarrollan el sentido del olfato más que algún otro, pero sucede que en mi caso es el que está más desarrollado desde pequeña, al grado que hoy he despertado al percibir un olor y no he encontrado de dónde venía.

Aún recuerdo el aroma que despedía el sololoy, material del que estaba hecha una de mis muñecas consentidas. Me gustaba tanto que la mordía porque al hacerlo el aroma era intenso, como de sueños e ilusiones. Sufrí bastante cuando a fuerza de tanto masticar la muñeca desapareció.

Cuando mi abuelita llegaba de aquellas lejanas tierras norteñas donde vivía, sus baúles olían a regalos y encajes. Me encantaba hurgar en ellos para descubrir las distintas esencias de añoranzas y olvidos escondidos en cada rincón de sus intrincados compartimentos. Mamá decía que era naftalina, pero ella no podía distinguir ni siquiera el olor de los frijoles cuando se le quemaban.

Así, por el goce de olores especiales, me enamoré de una piel que despedía fragancias dulces y almibaradas, como de promesas de fiesta en temporada primaveral. Poco a poco fue cambiando de acedo a acíbar para terminar en olvido. Por supuesto, lo afinado de mi olfato me impidió mantener el contacto con dichos tufos.

Mamá decía que yo no despedía ningún olor, que era como la caca del perico "que ni hiede, ni huele", pero sé que cuando impregnaba mi sentido del olfato con esencias agradables de promesas y ensueños, mi piel se camuflaba con el perfume disfrutado y lo emitía por cada uno de sus poros.

De esta forma, puedo confesar que he sido flores, lluvia, playa, amanecer veraniego, noche de otoño, luz de luna, hierba recién segada, pan saliendo del horno, alhucema cortada al amanecer, etcétera.

Muchas amistades las he procurado a partir de algún efluvio percibido en un breve encuentro.

A la casa de Margarita fui porque me intrigaba el olor que despedía cuando nos saludábamos en el mercado. Era algo desconocido, identificable a la humedad escondida.

Me gustó visitarla porque me contaba hazañas de su familia entremezcladas con olores de recuerdo carcomido por el tiempo, como la historia de la rebelde tía Justina, apestosa a pólvora y caminos, rescatada por sus hermanos tantas veces como ella se iba de casa tras los vagones de los revolucionarios.

Y la de don Manuel, marido de Margarita, quien desapareció apenas consumada la luna de miel y regresó 30 años después, faltándole un mes para morir. Esta historia me llenaba de un olor amargo como el abandono y lo rechazaba para no impregnarme de él.

Al despertarme sentí ese olor, igual al que respiré en su casa. Busqué entre las ropas y no encontré el origen. Sin embargo, tomé la determinación de no visitarla más, ya que al terminar de bañarme, descubrí que mi piel, mi cabello y mi aliento empezaban a oler a viejo.

*Narradora oral, astróloga y terapeuta.

12/JEO/RMB

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