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Desde mi esquina

Por Cecilia Lavalle

El diagnóstico fue fulminante. Padezco una negación obsesiva compulsiva típica de los neo-utópicos. Neo ¿qué? Neo-utópicos. Eso me escribió una lectora. Y, pasando por alto que mis hijos muy probablemente coincidirían en eso de lo «obsesiva compulsiva» (especialmente cuando insisto en que deben poner orden en sus habitaciones o dedicarle una horas diarias al estudio y la lectura), me llamó profundamente la atención la frase completa. Todo porque me niego a pensar que la guerra es lo nuestro, que jamás habremos de vivir en paz y que, entonces, lo que queda es: a) que nos deje de importar (nos neo-resignemos), o, b) que aceptemos la condición humana (nos neo-amolemos). Me declaro neo-perpleja.

La semana pasada, a propósito del primer aniversario de la invasión norteamericana a Irak, escribí un artículo que titulé ¿Hasta cuándo?, en el que esencialmente me preguntaba hasta cuándo finalizaría la barbarie que provoca el terrorismo y su pretendido combate basado en más barbarie. Irma, mi neo-lectora, contestó a mi pregunta con un rotundo ¡nunca!, y cuando respondí que me negaba a pensar que no teníamos remedio, amablemente formuló el inclemente diagnostico. Fue más allá. Me preguntó: ¿cuál conducta es realmente bestial? ¿La práctica conciente del socio-evolucionismo, o la casi patógena práctica del neo-utopismo? Finalmente, con lo que intuyo fue un tono de pesar, dijo que la guerra es una herramienta de la economía y la libertad, elementos que muchos como ella y como yo, gozamos.

Vamos por partes. Soy una mujer como hay millones en el mundo, con 43 años encima, a punto de entrar a la premenopausia, que diariamente lee un par de periódicos y oye o ve otro tanto de noticiarios porque le interesa lo que sucede a su alrededor, en su país y en el mundo. Además, me asumo feminista en un mundo que en general considera –cuando tiene a bien considerarnos- personas de segunda, tercera o cuarta categoría. Por si fuera poco nací y vivo en México, lo que significa que tengo un histórico, casi genético, aprendizaje en victimología: siempre que estamos a punto de alcanzar el paraíso algo nos sale mal y siempre es porque fuimos víctimas de alguien o de algo superior a nosotros, y esto vale lo mismo en economía que en política que en fútbol. De modo que ser, ya no digamos neo-utópica sino simplemente optimista sin duda implica una gran dosis de obsesión compulsión.

Lo que me niego rotundamente a aceptar es que esa conducta sea bestial porque lo lógico, lo inevitable, lo natural es la supervivencia del más fuerte y la constante eliminación del contrario, lo mismo en nombre de Dios que de la libertad que de la economía o de lo que alguien guste y mande. Me niego a aceptar que es parte de nuestra condición humana. Me niego a aceptar que el mundo tal y como ahora lo vivimos no tiene remedio. Me niego a aceptar que la barbarie sea llamada socio-evolucionismo (¿esto será parte de mi típica negación obsesiva?).

Creo que la guerra no es destino, es una elección. Creo que el odio no es destino. El amor es una elección. Creo que si la violencia genera violencia, entonces el respeto genera respeto, y la tolerancia genera tolerancia. Creo que conformarse o ser testigos con vocación de víctimas es una elección. Creo que la esperanza es una elección. Creo que trabajar por un mundo mejor es una elección. Creo que no es fácil ni simple ni rápido, pero creo que es posible. Esa es mi elección.

Para fortuna de este planeta no soy la única. Ahí estaban el sábado 20, en medio mundo, llenando plazas, como hace más de un año, millones de personas diciendo NO a la guerra, diciendo NO al terrorismo, diciendo NO a la ocupación en Irak. Un millón en Roma, 100 mil en Madrid, 150 mil en Barcelona, 25 mil en Londres, 120 mil en Japón, 10 mil en Cuba, 15 mil en Grecia, 3 mil en Sydney, mil en Polonia, 3 mil en Chile, decenas de miles en Nueva York, París, Irlanda, Alemania; cientos en Hungría, Venezuela, Honduras, México, Argentina, Puerto Rico, Brasil.

En prácticamente todos los continentes se registraron manifestaciones multitudinarias de personas que se niegan a pensar que la guerra es parte de nuestra condición, y que lo que queda es levantar los hombros y resignarse. Y si a éstas sumamos las miles, acaso millones de personas que no salimos a manifestarnos en ninguna plaza pero que condenamos la guerra y educamos a nuestros hijos en la paz todos los días, entonces alguna esperanza debe caber.

Si eso es bestial, elijo estar de ese lado de las bestias y no del de las que avalan o practican la barbarie así le llamen socio-evolucionismo, misión divina, combate contra los cruzados o destino manifiesto para llevar por el mundo la «libertad» y la «democracia». Elijo estar en la esquina que -como me escribió Isabel, una no tan nueva lectora- va poniendo un poco de amor aquí y un poco de equidad allá, con la intención de hacer un mejor mundo. Es posible que no lo cambiemos, pero es seguro que le haremos mella. Esa es mi esquina. ¿Cuál es la suya?

*Articulista y periodista de Quintana Roo.

Apreciaría sus comentarios: [email protected]

04/BJ/SM

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