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El adiós de Ana María

Por Tere Mollá

Ayer me enteré de la noticia. De nuevo una mujer muerta. Un suicidio, según fuentes de la investigación. Se llamaba Ana María, tenía treinta y un años y era vecina d’Ontinyent.

Otra más que no contabilizará en ninguna lista. Otra mujer joven con la vida rota. Se habla, se dice, se comenta, que tuvo una fuerte discusión con su compañero horas antes de su muerte. Pero ella ya no está para defenderse. Y yo me pregunto: ¿ante estos casos quién defiende a estas mujeres, a estas personas?, ¿qué grado de responsabilidad tenemos como sociedad ante casos como éste? ¿Quién se atreve a juzgar a estas personas?

No sé. Estoy afectada y muy confusa. Sólo tenía treinta y un años y estaba embarazada de pocos meses y seguramente detrás de ella no había nadie que la empujara físicamente. Al menos eso dicen las pruebas de la investigación, pero yo sigo pensando que detrás y empujándola estábamos toda la sociedad que no entendió sus llamadas desesperadas de socorro. Todas y todos los que no entendimos que no se encontraba bien y que pedía ayuda a su manera y no supimos captar su mensaje.

Comienzo a comprender que como sociedad no estamos a la altura para demostrar nuestra solidaridad con muchas personas que sufren. Muchas mujeres que están viviendo infiernos personales y que, en demasiadas ocasiones por falta de habilidades personales, no saben cómo reclamar la atención que sobre sí mismas necesitan.

Ana María se ha ido sin hacer demasiado ruido. Es una más de las que se van porque no se sienten bien en este mundo. O porque no las hacemos sentir bien.

Cómo sociedad androcéntrica que somos, en demasiadas ocasiones no sabemos cómo tratar los problemas de las mujeres. Pocas cosas sabemos sobre los verdaderos malestares íntimos de las mujeres. Sobre sus insatisfacciones, sus miedos, sus penas… e incluso sobre sus dolores y sus heridas del alma que todas y todos llevamos.

Y sí, hoy hablo en tercera persona sobre las mujeres y sobre Ana Maria, porque en alguna medida yo también me siento responsable de su muerte. Sé que no la podía evitar, porque no la conocía, pero las preguntas sobre el grado de responsabilidad social que me atañe me producen un nudo en la garganta cada vez que lo pienso.

Yo no estaba, pero ¿eran las mías, como parte de la sociedad en la que vivo, alguna de las manos que la empujaron a su despedida final?

Sí, estoy triste. No puedo ni quiero evitarlo. Siento que la lucha debe continuar y continuará cada día. Pero hoy es día de reflexión y de luto. Al menos así lo estoy viviendo.

Y mientras, ahí fuera en la calle, se está celebrando el Carnaval. Paradojas de la vida. Hoy muchas personas celebran el carnaval con disfraces, bailes y cantos. A mí me parece que cada día la gente nos disfrazamos para huir de todo aquello que nos hace daño, de todo aquello ante lo que somos vulnerables.

Quizás nuestras vidas en definitiva sean eso, una especie de carnavales constantes en los cuales siempre vamos disfrazados y bailamos y cantamos al son que incluso otras personas nos marcan por temor a ser demasiado vulnerables o demasiado cobardes y temer, incluso, irnos como ella, sin hacer demasiado ruido.

Y aparte de la tristeza siento la rabia de saber que no servirá para nada que ella ya no esté. Sólo para que la lloren quienes la querían de verdad. Su adiós, consecuencia de un gesto valiente o cobarde (no seré yo quien lo juzgue) no será, desgraciadamente, el último que tengamos que dar.

Pero, al mismo tiempo, seguiremos sin saber cuáles son los verdaderos, los íntimos malestares de las mujeres, puesto que resultarían demasiado molestos para muchos de los llamados a sí mismos investigadores del pensamiento.

A otras, sin embargo, nos importa y mucho lo que está sucediendo en esta sociedad en donde muchas mujeres nos dicen adiós sin que importe demasiado a algunas de esas cabezas pensantes.

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07/TM/GG

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