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Huérfanos de la guerra

Por Lydia Cacho*

Andrés, de siete años de edad, estaba en la sala cuando la policía entró a casa y comenzó la balacera. El único testigo presencial del asesinato del padre, madre y abuela es este pequeño que no puede dormir con la luz apagada, y que se orina cada vez que escucha ruidos similares a balazos.

Carolina, de cuatro años de edad, se quedó en el kinder esperando a su madre que nunca volvió porque la «levantaron» y no se investigó cómo o porqué apareció muerta en Ciudad Juárez.

Irene de ocho años, Guadalupe de once, Ernesto, Carlos, Javier, de seis años, todos temen jugar a la pelota en las calles de su natal Chihuahua porque «vienen los malos que matan». Ellas y ellos no saben si los malos que matan son soldados, narcotraficantes, policías o delincuentes comunes. Son, simplemente, adultos.

Esta página no alcanza para escribir los nombres de nueve mil 800 criaturas que han quedado huérfanas por la guerra en el estado más violento del país: Chihuahua.

Imagine que en los últimos dos años se desplomaran 80 aviones comerciales y todos los pasajeros fallecieran. Esa es la cantidad de familiares muertos (madres, padres o tutores) que expiraron como producto directo o indirecto de la guerra, sólo en Ciudad Juárez.

Eran empleadas, burócratas, policías, narcos, maestras, desempleados, estudiantes o transeúntes que estaban en el lugar equivocado. Tras su muerte quedaron 9 mil 800 menores de edad.

Poco a poco, las valientes organizaciones civiles de Juárez definen el mapa de la orfandad. Ya César Duarte, gobernador de Chihuahua, ha declarado que su gobierno destinará 100 millones de pesos para asistir a las y los pequeños.

La aplicación de estos recursos puede sentar un precedente de lo que debe hacer México por los miles de niñas y niños que la guerra deja detrás de sí, como un daño colateral sin voz ni voto, como testigos de las masacres y el desaliento, de la corrupción o la injusticia.

Este no puede ser un típico programa limosnero, que entrega dinero a las familias para subsanar gastos de hambre y pobreza. Puede ser, en cambio, un programa multidisciplinario de largo plazo, que asegure becas escolares y alimenticias a las y los pequeños, que les asegure terapias a quienes atestiguaron la muerte; miles de chavales cuya corta vida les ha enseñado a temer, a desconfiar, a odiar. (Ya se propone la creación de escuelas con el modelo Waldorf en Chihuahua, y la creación de redes de familias sustitutas, por ejemplo).

Mientras las élites juegan a defender monopolios políticos, mediáticos y telefónicos, aquí, mirándonos a los ojos está el verdadero rostro de la guerra; miles de niñas y niños que necesitan estructura, afectos, educación y alimentación para edificar una vida digna.

Si somos capaces de defender y construir la paz con la misma vehemencia con que se argumenta y defiende la violencia, daremos el primer paso.

* Plan b es una columna publicada lunes y jueves en CIMAC, El Universal y varios diarios de México. Su nombre se inspira en la creencia de que siempre hay otra manera de ver las cosas y otros temas que muy probablemente el discurso tradicional, o el Plan A, no cubrirá

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