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La despedida

Por Cecilia Lavalle

Ahí estaba, firme como un roble. No. Firme como un bambú, de esos que se doblan pero no se quiebran. Y yo que pensaba que mi amiga no era fuerte. Era la despedida. Y no es que no se volvieran a ver. Seguramente se verán y hablarán muchas veces con el amor de siempre; pero nunca será como antes. Ambas lo sabían. Mi amiga despedía a su hija que, recién casada, iniciaba su propia ruta.

El aeropuerto vestía su bullicio usual. Personas haciendo una larga fila para documentarse. Personas cargando sus maletas. Personas haciendo fila para entrar a la sala de espera. Personas haciendo tiempo para decir adiós. Personas repartiendo abrazos. Personas repartiendo besos. Ningún abrazo es igual a otro, es cierto; pero hay abrazos que inundan todo, abarcan todo, dicen todo.

Las miré a lo lejos y no quise acercarme. Sabía que ese momento les debía pertenecer totalmente, sin invitados ni intrusos, sin pausa y sin espera. Ella se veía radiante, como toda joven enamorada que cree que el paraíso está a la vuelta de una mirada. Él estaba radiante, como todo joven enamorado que cree que el paraíso está a la vuelta de una sonrisa. Cargaban un par de enormes maletas en las que cabían sus esperanzas y todas, todas sus ansias de futuro. Se habían casado un par de días antes y ahora partían, no de luna de miel, sino para vivir en otra ciudad, a miles de kilómetros de ésta. Atrás y al lado de los recién casados, el padre, la madre y los hermanos de la novia. Sonreían con esa sonrisa que enmascara la tristeza de las despedidas.

Llegó el momento. Ella se despidió lentamente, sin prisa, de cada uno de los miembros de su familia. Dejó para el final el adiós a su madre. Mi amiga miraba la escena impávida, entera, sonriente, como una reina. Cuando se acercó su hija, la abrazó tanto que sus brazos alcanzaron a abrazarse a sí mismos. Fue un abrazo largo y profundo. Un abrazo de esos en los que se funde el pasado y el presente y, en un instante, son uno solo. Un abrazo de esos que se capturan para guardar en el alma. Un abrazo de esos que se dan cuando se sabe que a partir de ahí nada, nunca, será igual. Un abrazo de esos que se dan cuando se sabe que las rutas se separan y los destinos se dividen. Un abrazo de esos que dicen todo diciendo nada. Finalmente, le susurró algo en el oído y luego la bendijo.

Ahí estaba, firme como un bambú, sonriente, diciéndole adiós a su hija que con la felicidad desparramada se alejaba paso a paso de la mano del amor.

Ni una lagrima había en sus ojos cuando me vio, ni cuando se acercó a saludarme, ni cuando me abrazó. Sólo me dijo lo que las mujeres fuertes dicen: En cuanto acabe de llorar te llamo para que lloremos juntas.

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*Articulista y periodista de Quintana Roo

2004/BJ/SM

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