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La vida en La Montaña: violencia, miseria y migración

Por Lizbeth Ortiz Acevedo, enviada
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Principal expulsora de población migrante en todo el país, esta región guerrerense sólo brinda miseria y marginación para miles de mujeres indígenas que tienen que buscar mejores horizontes en los campos agrícolas del norte de México.
 
En tan sólo siete años (de 2006 a 2012) de la zona de La Montaña (con población en su mayoría de las etnias tlapaneca, mixteca y nahua), fueron expulsadas 33 mil mujeres que tuvieron que aceptar condiciones de esclavitud en diversos campos agrícolas del país, con tal de garantizar la subsistencia alimentaria a sus familias.
 
Las historias de Agustina, Juana, Mercedes, Felipa y María se entretejen y conforman un relato de sobrevivencia, explotación y resistencia ante las duras condiciones de la migración, y la desatención de las autoridades para garantizarles empleo, educación, seguridad ante la violencia, derechos laborales y condiciones dignas de vida. 
 
EN EL OLVIDO
 
El Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, en su informe “La Montaña de Guerrero: tierra de mujeres migrantes”, –publicado en diciembre de 2013– señala que según cifras del Inegi, el rezago educativo de las indígenas de la región es muy elevado al carecer de escolaridad y no hablar español.
 
Por ejemplo, en e1 municipio de Atlamajalcingo del Monte sólo el 3 por ciento de ellas cursó la escuela (603), y en el de Xalpatláhuac únicamente el 8 por ciento (mil 814).
 
En el reporte se asienta que las mujeres se dedican a labores del hogar y a mantener una economía de subsistencia que se adapta a las temporadas de lluvias para sembrar maíz y frijol, la dieta básica en La Montaña.
 
Para obtener algunos pesos ellas venden algún excedente de sus pequeñas cosechas o sombreros y petates de palma que ellas mismas tejen, lo que les permite ganar apenas 500 pesos al mes que utilizan para comprar jabón y aceite.
 
Si quieren ganar más y adquirir algún electrodoméstico deben emplearse durante seis meses en los campos agrícolas del centro y norte de México.
 
Margarita Nemesio, coordinadora del área de Migrantes de Tlachinollan, explica que de acuerdo con el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas, Guerrero (seguido de Oaxaca y Chiapas) es el estado que más población expulsa de su territorio debido a la pobreza, hambre y marginación en las que nacen y viven sus habitantes.
 
De los 19 municipios que conforman la región, nueve son considerados los mayores expulsores de jornaleras: Cochoapa, Cochoapa El Grande, Tlapa, Metlatónoc, Xalpatláhuac, Atlixtac, Copanatoyac, Alcozauca y Atlamajalcingo del Monte.
 
Las mujeres originarias de esas localidades crecen en un contexto de desnutrición, ausencia de salud, vivienda y educación, sin acceso a la justicia y en un contexto violento en el que son obligadas a contraer matrimonio desde los 11 o 12 años de edad y ser madres casi de forma inmediata.
 
Tlachinollan reporta, con base en cifras del Conapo, que el 75.3 por ciento de los municipios guerrerenses tienen un grado de marginación alto y muy alto, y se ubican sobre todo en las regiones Costa Chica, Centro y La Montaña.
 
HOSTILIDAD COTIDIANA
 
Agustina, de 58 años, vive en el poblado de Ayotzinapa. Cuenta que este año a diferencia de otros no emigró a los campos de Sinaloa, ya que optó por llevar a sus hijos a la escuela y con ello darles una oportunidad diferente de vida a la que ella tuvo.
 
Agustina no sabe leer ni escribir y recuerda que vivió una relación violenta en su matrimonio, fruto de un acuerdo entre sus padres y su pareja cuando ella era adolescente.
 
También en Ayotzinapa viven Juana (42 años) y Mercedes (43), quienes cada año emigran a los campos de Sinaloa. Ambas relatan que sufrieron violencia sexual por parte dos hombres de la comunidad, pero hasta ahora no han obtenido justicia.
 
Otra mujer, también de nombre Juana, pero de 60 años de edad, narra que con su trabajo como jornalera, así como el de sus hijos, pudo finalmente construir tras mucho esfuerzo una casa de cemento, y liberarse de la violencia física que vivía por parte de quien era su esposo.
 
Destaca que gracias al conocimiento que adquirió en materia de Derechos Humanos se ha convertido en una consejera de las mujeres del pueblo para que hagan valer su derecho a vivir sin violencia.
 
EXPLOTACIÓN
 
De acuerdo con Tlachinollan, la miseria en la zona de La Montaña orilla a las mujeres a emigrar a entidades como Baja California, Baja California Sur, Sonora, Chihuahua, Zacatecas, Colima, Sinaloa, Nayarit, Guanajuato, San Luis Potosí, Estado de México e Hidalgo.
 
Familias enteras viajan a los campos agrícolas, por lo que se observa incluso a niñas recién nacidas o de un año de edad, y hasta mujeres de 45 años que muchas veces son jefas de hogar.
 
Margarita Nemesio detalla que en el más reciente ciclo migratorio más de 4 mil mujeres emigraron a Sinaloa en “cuadrillas”, es decir grupos de entre 25 y 35 trabajadoras.
 
Explica que los varones son quienes acuerdan las condiciones en las que sus parejas laborarán (cuánto cobrarán y dónde vivirán). A las migrantes sólo se les informa cuándo deberán abordar el autobús en el que viajarán durante dos o tres días.
 
Tlachinollan y el Consejo de Jornaleros Agrícolas de La Montaña registran que en 2013 Sinaloa concentró el 90 por ciento de la población jornalera proveniente de esta región y de la Costa guerrerense.
 
Precisan que son las mujeres a quienes se les asignan los trabajos más pesados y extenuantes, y con menor paga incluso que a los hombres.
 
Y es que ellas son contratadas en esquemas discriminatorios: no trabajarán en las empacadoras, donde son menos horas laborales y el salario es mejor.
 
Al contrario, se les asignarán actividades para deshierbar, acomodar los hilos para las guías de las matas, los amarres, el corte, y en muchas ocasiones harán estos trabajos de rodillas o en cuclillas a lo largo del día y con un pañuelo en la cabeza como única protección ante el inclemente sol.
 
Además desde las tres de la mañana trabajarán dobles jornadas que dividirán entre el cuidado de sus familias y su empleo en el campo, sin derechos laborales, con maltratos, los sueldos más bajos (mil 500 pesos semanales por labores a destajo), en un contexto de acoso sexual, y en condiciones de hacinamiento durante los seis meses que dura la cosecha.
 
Tras vivir esa situación como jornalera, Felipa –de 56 años– dice que no volverá a los campos de Sinaloa y que prefiere quedarse en su natal Ayotzinapa, pese a las condiciones de extrema pobreza.
 
Lo mismo comenta María (35) y madre de 10 hijos, quien llora al narrar en un deficiente español el asesinato de su primogénito a manos de un hombre de la comunidad, delito que hasta ahora está impune.
 
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