Inicio Mi experiencia en un grupo de danza prehispánica

Mi experiencia en un grupo de danza prehispánica

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

«No en parte alguna puede estar la casa del inventor de sí mismo. Dios, Señor nuestro, por todas partes es invocado, por todas partes es también venerado. Se busca su gloria, su fama en la tierra. Él es quien inventa las cosas, él es quien se inventa a sí mismo.
(Nezahualcóyotl)

México DF, 12 dic 07 (CIMAC).- Corría el año de 1998, yo estaba acabando la universidad. Me invitaron a un temazcal. Alguien explicó que es un baño de vapor prehispánico, purificador, que entrar a un temazcal a la manera de nuestros ancestros es una experiencia única.

Llegué al pueblo de Amecameca. Junto al mercado, se abría un camino hacia arriba, hacia las faldas del Iztaccihuatl. Subimos por ese camino. Nos guiaba una mujer sabia con tiempo en el rostro.

Llegamos a una casa humilde y durante el día trabajamos en el campo. A las cuatro de la mañana sonó el caracol, era la llamada.
Estaba oscuro, hacía mucho frío, pero el bosque olía delicioso. El Iztaccihuatl se veía imponente, cuajado de nieve y bordeado de estrellas brillantes. Margarita Xochiyaocíhuatl, jefa de danza y coordinadora del temazcal, nos pidió que le ayudáramos a recoger leña, ella arrancó ramas olorosas de un arbusto cercano.

Llegamos al temazcal. Era un gran iglú de ladrillo, con una puerta baja por donde se entraba gateando. Junto había un espacio amplio para la fogata. Allí colocamos la leña y varias piedras grandes que serían usadas en la ceremonia.

Comenzó el rito. En la oscuridad, brotó una chispa: el fuego. Fue encendido en un recipiente de barro con carbón llamado sahumador. Con él saludamos a los cuatro rumbos del universo y al centro. Luego se encendió la fogata, enorme. Xochiyaocíhuatl nos acercó con mucho respeto al fuego, «el abuelo fuego», le llamó, el dios primigenio que vino a dar la luz de la vida y del conocimiento, la luz que enciende los corazones. Le hablamos al fuego, por turnos, fue muy emotivo. Después, los cantos en nahuatl al ritmo de un pequeño tambor horizontal llamado teponaxtli.

Entonces entramos al temazcal, a la penumbra, al interior del iglú de piedra y tierra. Éramos 15. Todos en círculo, rozándonos los cuerpos, sentados o en cuclillas. Al centro había un gran hoyo, profundo, en espera de las piedras calientes que estaban en la fogata.

Dos muchachos se quedaron junto al fuego todo el tiempo. Con sus palas, iban pasando las piedras calientes al hoyo del centro. De pronto se cerró la puerta. Oscuridad absoluta junto a las paredes de piedra. Silencio. Luego, un ruido: el murmullo del agua al ser levantada con una jícara. Nunca la había escuchado, así, como si cantara.

Xochiyaocíhuatl fue vaciando el agua a jicarazos sobre las piedras candentes, y surgió el vapor, envolviéndonos. Las piedras recibieron también manojos de hierbas olorosas que crearon un clima muy fuerte. Unos en cuclillas, otros sentados, se veían sólo cuando se abría la puerta para recibir más piedras calientes, pero el resto del tiempo no se veía nada. Y todos estábamos allí, siendo una sola cosa, cantando y diciendo gemidos y palabras ininteligibles a los oídos normales, oraciones del corazón que vibra hacia el corazón de Dios.

Fueron cinco horas. Cuando salimos, ya el sol resplandecía. Alguien nos cubrió con el agua helada de una manguera. Después, la charla larga con un hombre que llegó después. Él me dijo que la danza guerrera no es dar saltos al vacío; que la danza es meditación en movimiento. Se reproduce el movimiento de los astros en el universo, y al centro del círculo de danza, están representados los cuatro elementos…

Entré al grupo de danza. Primero con Xochiyaocíhuatl y luego al grupo «Xinachtli», del jefe Andrés Segura.

Allí me compartieron que los antiguos tenían muchas deidades, pero había un dios principal, una pareja, padre y madre de todos los dioses: Ometéotl, señor de la dualidad, desdoblado en Ometecuhtli (señor dos) y Omecihuatl (señora dos). Habita en el último de los trece cielos. A él lo invocamos en ceremonias llamándole In Ipalmenohuani, Aquel por quien vivimos, o In Tloque Nahuaque, el Dueño de lo que está cerca y junto. Esta pareja de dioses tuvieron cuatro hijos… ellos representan los cuatro rumbos del universo.

Descubrí, con los danzantes, otra forma de ver el mundo.

Como en todos lados, hay gente seria y comprometida y gente que no lo es. Me acerqué a los viejos, a los jefes, a los que saben. Ellos me compartieron el valor de la palabra antigua, la importancia del esfuerzo y la disciplina, de darlo todo aunque pienses que ya no puedes más, el gozo de recorrer un camino que a la vez es único y a la vez es de todos, la sabiduría de los sueños y las visiones como fuente de conocimiento, la comunión con la energía del universo que permea cada acto.

Los 16 meses que estuve con los danzantes fueron los más intensos de mi vida. Cada fin de semana había ceremonia en algún pueblito del Estado de México o Morelos. Íbamos a la fiesta patronal, había un calendario de fiestas.

A mí me encantaba llegar al atrio de la iglesia del pueblo en la fiesta. Todo estaba allí al mismo tiempo. Los puestos de antojitos, los danzantes chinelos, los niños de primera comunión que esperan en fila, la banda de música, la procesión con el santo patrono, nuestra danza con el tambor a todo volumen y el eco de los cantos de la misa (a veces con mariachi adentro de la iglesia) y con el eco de las mil voces (de ambulantes, de niños gritando, de cantantes) que se confunden unos con otros, allí, en el atrio, estaban también los que preparaban «el castillo», los cohetes que explotan en la noche en irrupción de júbilo… todo al mismo tiempo allí, era mágico.

Pero más allá del folclor, había un trabajo serio, profundo, en los grupos de danza. Antes de ataviarnos con las plumas y los aretes largos, había una noche de velación. En cada pueblo nos recibía el jefe de danza en su «oratorio», una habitación grande, con imágenes y cirios y ofrendas, dedicada al santo patrón.

Se distribuían las tareas de la noche en «cargos». Los cantores empezaban a cantar y a raspar sus «conchas» de armadillo. El estribillo, repetitivo, con ese tono de voz peculiar, hacía que se pararan los pensamientos. Las mujeres trabajábamos haciendo una alfombra de flores mientras todos rezaban y cantaban. Toda la noche pasábamos en velación y al día siguiente todo el día danzando, haciendo de la danza una oración.

Yo estuve año y medio y me salí porque me lastimé la rodilla izquierda cayendo de unas escaleras y me dijeron que no podía seguir danzando más.

* Autobiografía de una mujer en su búsqueda por una vida libre de violencia.

07/C/GG/CV

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